La dominación del trabajo abstracto (Jean-Marie Vincent, 1977)

¿Es el trabajo una realidad tan simple? A primera vista, parece que estamos en presencia de un dato antropológico irreductible. ¿No están los hombres obligados a trabajar para subsistir o para mejorar sus condiciones de vida? Sin embargo, estas evidencias se nos deshacen entre las manos cuando nos interrogamos sobre las modalidades y finalidades posibles de la actividad humana. Hay sociedades que jamás buscaron aumentar su consumo, tampoco, por lo tanto, su producción. Hay sociedades que atribuyeron una mayor importancia a las actividades religiosas o rituales y a las diferentes formas de festividad que a la producción material propiamente dicha. Ni siquiera está claro que en un número relevante de sociedades precapitalistas la producción, en el sentido en el que nosotros la entendemos, haya sido siempre una realidad palpable y distinta de otras manifestaciones de la vida social.

El trabajo no es, pues, una realidad tan natural como se pretende. Hoy no tiene una importancia y un carácter universal más que en función de la importancia y la universalidad de la producción (de una producción incesantemente ampliada de bienes materiales y servicios). Pero la propia importancia de la producción –la producción por la producción– es escurridiza. Su autonomización con respecto a otras actividades sociales no se explica simplemente por las limitaciones de la producción y de la reproducción de la vida. El crecimiento demográfico de la humanidad no explica de manera general fenómenos como la producción en masa más que a partir de teorías particularmente mecánicas y deterministas. Antes de defender tales hipótesis, ¿no hay que preguntarse por qué la población aumenta en lugar de estancarse? ¿Y por qué el aumento de la mano de obra disponible es en sí considerado como deseable, por no decir indispensable? La respuesta que se nos viene a la cabeza de manera inmediata es que la sociedad privilegia la producción de riquezas en cuanto medio de aumentar la satisfacción de sus miembros y su sentimiento de control sobre el entorno. Pero las propias nociones de satisfacción y control son ambiguas. ¿De qué satisfacción se trata y para qué individuos? ¿A qué control sobre el entorno natural y social nos referimos? No podemos comenzar a comprender todos estos problemas más que si partimos del hecho primordial de que la producción en la sociedad actual no tiene como fin el consumo inmediato, sino la acumulación de valores que permiten diferir y diversificar el disfrute que se puede esperar de los productos materiales y los servicios. La producción concreta es, de algún modo, vector de una producción abstracta de satisfacciones futuras y universales. La cristalización del valor de cambio en la moneda permite disociar producción y consumo en el tiempo y el espacio, y una muy gran escala. En la sociedad capitalista moderna, no se produce con el fin de aumentar al máximo los valores de uso disponibles, se produce la mayor cantidad posible de valores de uso con el fin de realizar el máximo de valores en el mercado.

Dicho de otro modo, hay que partir del hecho de que la producción capitalista es una producción de plusvalor y capital. Hay que reconocer al mismo tiempo que el trabajo –al menos el que realmente cuenta en la producción– es un trabajo productor de valores. A su manera, los economistas clásicos, Smith y Ricardo, entre otros1, lo admiten. Este reconocimiento, sin embargo, no excluye una profunda perplejidad en cuanto al estatuto real del trabajo. ¿Se trata de una manifestación de la inventividad y creatividad humanas? ¿Se trata, al contrario, de una actividad particularmente limitante porque está sometida a una creciente división de las tareas? Sin reconocer, en sentido estricto, que hay dualidad y oposición entre dos formas de actividad, el trabajo de elaboración, de mando y supervisión por un lado, y el trabajo de producción y ejecución por el otro, los teóricos más lúcidos de la burguesía, como Hegel2, se encuentran obligados a atribuirle una naturaleza profundamente ambivalente. En primer lugar está el trabajo que se presenta como una actividad mediadora entre el sujeto y el objeto, luego está el trabajo que se presenta como el medio socialmente autorizado para satisfacer las necesidades y para entrar en relación con los otros sujetos en cuanto propietarios de mercancías. El trabajo como práctica transformadora –transformación recíproca del sujeto y el objeto– es apreciado de manera positiva (contrariamente a lo que los antiguos pensaban de la poiesis). Sin embargo, el trabajo bajo su forma más socializada aparece como una realidad negativa, aunque articule entre sí a los individuos. Es que, en efecto, la división del trabajo –condición de la progresión y diferenciación de la producción, luego de la progresión y diferenciación de las necesidades– suprime en apariencia todas las cualidades atribuidas a las relaciones dinámicas del sujeto y el objeto. La participación en la producción como trabajador parcial no puede en particular ser considerada como una actividad teleológica, como el hacer que corresponde a un ajuste inteligente de los medios (instrumentos y objetos de trabajo) a los fines que el hombre se da libremente en función de las relaciones que quiere establecer con el mundo. Hay, en consecuencia, un trabajo noble, auténtico, manifestación de una praxis individual y rica en significaciones o incluso como una interacción compleja con el otro (competencia y colaboración por la posesión del mundo), y, en segundo lugar, el trabajo industrial que, en verdad, no es más que un reflejo degradado del primero y no es en el fondo más que una actividad mecánica determinada por los desarrollos de la producción y la técnica.

De este modo, llegamos al resultado paradójico de que la civilización del trabajo elogiada por los economistas y filósofos clásicos no puede ser real más que para una pequeña parte de la sociedad. El trabajo que se encumbra no es el trabajo real, sino una transfiguración ideológica donde la actividad artesanal idealizada se mezcla con los hábitos del trabajo intelectual. De esta manera, el trabajo puede tomarse como una actividad totalizadora y como un medio privilegiado de realización del hombre. Lo que se oculta detrás de este culto a la actividad demiúrgica es la dependencia de todas las acciones libres o que pretenden serlo con respecto a la labor heterónoma de la mayor parte de los miembros de la sociedad. Las figuras más celebradas de la sociedad burguesa –el sabio, el jefe en la industria, el hombre de Estado– no pueden desarrollar su «creatividad» y capacidad de trascender lo dado más que sobre la base de una actividad limitada, controlada y, para que todo sea dicho, sierva de los que están directamente insertos en el proceso material de producción. El esclavismo asalariado es, en este sentido, la condición del desarrollo de la individualidad burguesa, de su hipertrofia aparente con respecto a la objetividad de lo económico y lo social, de la amplificación de su potencia en las esferas más diversas de la vida en sociedad. Sin duda, es posible minimizar esta relegación de la mayoría de los productores inmediatos a las catacumbas del trabajo sin teleología haciendo referencia a la movilidad social y a las múltiples posibilidades de pasar a un estadio superior de actividad, pero no hace falta reflexionar demasiado para darse cuenta de que solo una minoría poco significativa es susceptible de acceder al estatuto del trabajo noble después de haber sufrido las imposiciones del trabajo vulgar. El mérito o el trabajo sobre uno mismo no juegan en definitiva más que un rol secundario en los fenómenos de ascensión social y movilidad profesional. El modelo de la actividad teleológica –el trabajo como autoproducción del hombre– no es sino una norma ideal cuya función esencial es hacer que se acepte la segmentación de los trabajadores, la separación de unos con respecto a otros y con respecto a las condiciones materiales y sociales de la producción. Por supuesto, la ideología burguesa no puede ignorar lo duro del trabajo explotado –sus «aspectos negativos», para hablar como los defensores del sistema capitalista–. Pero todo eso lo entiende como recaídas, más o menos inevitables, de toda actividad humana: la obra que escapa a su creador, los medios que hacen olvidar los fines, el trabajo que se impone en detrimento de otras funciones vitales del hombre. Como decía Hegel, la objetivación es alienación, lo que quiere decir en términos más simples que el hombre se pierde en el trabajo y que no puede reencontrarse más que recuperando el conocimiento. Así se riza el rizo, el trabajo en la realidad cotidiana es un destino inevitable que hay que trascender en la actividad espiritual.

Es a estas operaciones de sustitución o de inversión, la valorización de la actividad de los explotadores o de los parásitos, la devaluación del trabajo de los productores inmediatos o incluso la instalación del trabajo creador mítico en el sitio del trabajo real, a lo que se opone Marx. Es cierto que él también, en sus obras de juventud, hizo sacrificios por las ilusiones de la actividad teleológica, particularmente en los Manuscritos de 1844 donde felicita a Hegel por haber centrado su atención en este problema3. Pero toda su obra posterior está marcada por un prolongado y sistemático esfuerzo por despojarse de este tipo de discurso antropológico y sustituirlo por análisis cada vez más diferenciados sobre los fenómenos del trabajo en la sociedad capitalista. Es lo que le ha permitido descubrir que la generalidad del trabajo y su universalidad omnipresente en la sociedad actual no se remiten al trabajo en general o a lo que sería la realización de la actividad humana liberada de los límites del feudalismo (vínculos de dependencia personal, delimitación rígida de los fines asignados en la producción) sino a una organización muy específica de la producción, donde la variedad de trabajos se vuelve completamente secundaria. Sobre esta cuestión, Marx escribió4: «Se progresó inmensamente cuanto Adam Smith rechazó cualquier especificación acerca de la actividad creadora de la riqueza, considerándola trabajo sin más: ni trabajo manufacturero, ni comercial, ni agrícola, sino tanto uno como otro. Con la abstracta generalización de la actividad creadora de la riqueza, tenemos ahora la generalización del objeto determinado como riqueza, el producto en general o, una vez más, el trabajo en general, pero en cuanto trabajo anterior, objetivado. […] Podrá parecer ahora que de este modo se habría encontrado únicamente la expresión abstracta para la relación más simple y antigua en que entran los hombres −en cualquier forma de sociedad– en tanto que son productores. Esto es cierto en un sentido, pero no en otro5. En efecto, la indiferencia de todo tipo particular de trabajo supone que existe un conjunto muy diversificado de modos concretos de trabajo y que ninguno de ellos predomina sobre el resto. Así, entonces, las abstracciones más generales no surgen más que con el desarrollo concreto más rico, y es entonces cuando la gran masa o la totalidad de elementos se reducen a una misma unidad. Es entonces solamente cuando deja de concebirse bajo una forma particular».

Todo esto aclara de manera muy precisa la famosa oposición entre trabajo abstracto y trabajo concreto, que a menudo se reduce a la oposición de dos perspectivas, una que considera el punto de vista social, la otra que toma su concreción individual. El trabajo abstracto no es el fruto de una simple operación intelectual, una media estadística que homogeniza bajo ciertos aspectos trabajos individuales fundamentalmente heterogéneos. En realidad, el trabajo abstracto supera por mucho la mera comparación de trabajos individuales y corresponde a una serie de operaciones precisas, reducción de la fuerza de trabajo a una mercancía, transformación del trabajo muerto o cristalizado en capital, utilización de la fuerza de trabajo en vistas a la producción de mercancías (valores de cambio) y la plusvalía. Lo que la producción y el mercado capitalistas ponen en relación no son las relaciones concretas de los trabajadores entre ellos, con sus objetos e instrumentos de trabajo o incluso sus relaciones con las finalidades concretas de la producción, son las actividades estimadas por su única capacidad de producir plusvalor y de ampliar el capital. En este marco, el trabajo concreto, productor de valor de uso, no tiene más que una importancia secundaria. Sirve simplemente de soporte para trabajos intercambiables, indiferentes a todo lo que les resulta particular. Tal como señala Marx, el trabajo del individuo toma la forma abstracta de la generalidad, no es más que una participación aislada de una masa de trabajo social abstracto que se coagula sin la intervención de los productores inmediatos. En efecto, los trabajadores, una vez separados de los medios de producción, están desprovistos, por los mecanismos de la sumisión al mando del capital en la empresa, tanto de las potencias intelectuales de la producción como de la fuerza colectiva que desarrollan en la cooperación. Es el trabajo cristalizado, objetivado en el capital el que encarna la socialidad de la producción por encima de la cabeza de los que producen. El muerto se apodera del vivo, el trabajo vivo como el trabajo abstracto se separa de los que le dan nacimiento para volverse contra ellos como potencia del capital sobre los productores parciales. En las propias palabras de Marx6: «Tanto el trabajo como el producto no son más la propiedad del trabajador particular y aislado. Es la negación del trabajo parcial, porque el trabajo es de ahora en adelante colectivo o combinado. Sin embargo, este trabajo colectivo o asociado, tanto bajo su forma dinámica como bajo su forma detenida o solidificada del producto, es puesto directamente como diferente al trabajo singular realmente existente. Es al mismo tiempo la objetividad de otro (propiedad ajena) y la subjetividad ajena (del capital)».

Evidentemente no se trata, en este contexto, de una totalización en y por el trabajo, dado que es el capital el que totaliza las relaciones sociales al reproducirse. En otros términos, en la producción y reproducción de la relación social, el trabajo concreto no solamente tiene una importancia secundaria, sino que tiende a tener una existencia residual o derivada. Cada trabajador, tomado aisladamente, no tiene sino relaciones extremadamente limitadas y tenues con las condiciones materiales de la producción. La mayor parte del tiempo no manipula más que objetos parciales con la ayuda de instrumentos cuyos mecanismos no controla para realizar productos que no conocerá jamás en su integridad. En última instancia, el discurso sobre el obrero parcial no tiene mucho sentido, en la medida en que, en la gran industria moderna, el trabajador individual se encuentra ceñido a procesos de producción integrados que determinan con antelación no solo las tareas y las funciones, sino también el lugar en la jerarquía de la empresa y la sociedad. El trabajador moderno no es un artesano reducido a tareas repetitivas –forzado a particularizar su oficio, para retomar un tema apreciado por Adam Smith–, es desde un principio un engranaje de la máquina de producir ganancias. Por esta razón el discurso de Proudhon sobre el trabajo como hecho creador de la economía debe ser derribado. El trabajo totalizador del artesano no se descompone bajo los efectos de la división manufacturera del trabajo, se desplaza, se remodela bajo la férula de los movimientos aparentemente irresistibles del capital. Se vuelve otra actividad que no es más que la emanación de actividades ya abstractamente coaguladas, ya sea por que son un pasado cristalizado en medios de producción, o porque son definidas hic et nunc por fuera de las voluntades individuales. Los diferentes vendedores de fuerza de trabajo, confrontados a normas inviolables y a barreras infranqueables, ya no son más que órganos-soportes del trabajo social abstracto.

Todo sucede, en consecuencia, como si el trabajo abstracto absorbiera al trabajo concreto, no dejando de este último sino una existencia que es una excusa para facilitar la integración de los humanos a sus movimientos de acumulación. Paralelamente, todo sucede como si el valor bajo su forma fenomenal de valor de cambio absorbiera el valor de uso, transformándolo en simple ideología justificativa de las operaciones del intercambio. Podemos, pues, estar tentados de declarar que ya no hay trabajo concreto o valor de uso, y que la producción capitalista no es más que una vasta producción de signos a partir de una base material que no tiene más que un valor de pretexto. Así, el capital, el trabajo, no son más que categorías fantasmagóricas, códigos sobreimpuestos a la sociedad, según los análisis que avanza desde hace algunos años Jean Baudrillard, uno de aquellos que han sacado las consecuencias más extremas del declive aparente del valor de uso y el trabajo concreto. Desde esta perspectiva, en el fondo es la noción misma de economía que debe ponerse en tela de juicio, y con ella todas las concepciones basadas en el valor o la valorización: escasez, abundancia, riqueza, pobreza. Se trata, por el contrario, de volver a darle prioridad a la intersubjetividad sobre el sistema de objetos (la valorización de los individuos en función de la posesión de riquezas u objetos de prestigio), al gasto sobre la acumulación, al intercambio simbólico reversible sobre el recambio-producción de símbolos sociales fijos7. Para ello hay que deconstruir los códigos, los conjuntos de significantes que son el capital y el trabajo, es decir, proclamar que no son lo que pretenden ser, necesidades inevitables, realidades impermeables a la decodificación. El capital y el trabajo abstracto son siempre tiránicos, pero no se reproducen más que repetitivamente, llevando al absurdo la producción de pseudosatisfacciones. La lucha contra ellos no podría ser entonces una lucha para que triunfen unas fuerzas productivas superiores o un nuevo sistema de producción, sino al contrario, sería una lucha contra la forma de producción en cuanto actividad social separada del resto. La crítica de la economía política es superada, así como lo es el materialismo histórico.

Se ve con claridad todo lo que puede tener de seductora esta manera de decretar la muerte del capital: los problemas de la subversión social se reducen, según tales esquemas, a la deconstrucción de los códigos y a la desobediencias civil (o a formas más o menos activas de sabotaje de las instituciones). Pero, al mismo tiempo, es difícil cerrar los ojos frente a todo lo que esto comporta en cuanto a flaquezas del análisis. En primer lugar, hay que subrayar con fuerza que el paso del trabajo concreto y del valor de uso bajo el despotismo del trabajo abstracto y del valor no implica su completa desaparición en cuanto referentes materiales de la producción.

Sin duda, como lo ve acertadamente J. Baudrillard, resulta falso hacer del trabajo concreto y del valor de uso las bases «naturales» de un derribo revolucionario del capitalismo. Con respecto a sus opuestos del valor y el trabajo abstracto, ciertamente no representan la actividad y el disfrute humanos en su pureza o su incorruptibilidad pretendidamente originarias, pero estarían desprovistas de toda originalidad hasta el punto de no aparecer más que como reflejos del capital que recordarían a este último la imposibilidad de seguir su marcha hacia adelante sin presupuestos materiales y humanos. No hay valorización del capital que no descanse en proceso materiales muy complejos que sobrepasan por mucho los intercambios de valores –relaciones entre los participantes en el juego social, relaciones entre los participantes con la producción y los procesos físiconaturales determinados por la producción, relaciones entre relaciones de producción complejas, tomadas como puntos de partida–. Dicho de otro modo, las relaciones cuantitativas entre mercancías, entre mercancías y dinero, entre producción realizable y demanda solvente, entre fuerza de trabajo disponible y fuerza de trabajo demandada, entre recursos naturales y productos valorizados, no son necesariamente armoniosas, o más exactamente, no se armonizan si no es muy mal. El capital en cuanto valor que se autovaloriza ignora sus propios límites, es decir, los límites de la materialidad de la que se apodera. La tendencia a la acumulación no tiene límites, no tiene fronteras identificables, mientras que los elementos que concurren en la producción ampliada del capital, por su parte, no son extensibles a voluntad. No se pueden explotar arbitrariamente los recursos naturales, no se puede tampoco aumentar a gusto la explotación de la fuerza de trabajo en unas circunstancias dadas, es decir, aumentar el plusvalor sin tener en cuenta el trabajo necesario. Como Marx lo muestra muy bien en El capital, la acumulación se encuentra incesantemente confrontada a la resistencia obrera que se niega a plegarse a las imposiciones de la rentabilización –por ejemplo, el aumento de la parte del trabajo no pagado por el aumento de los ritmos o de la duración del trabajo–. Se puede decir, por supuesto, que la reivindicación obrera es perfectamente integrable, dado que puede tener como efecto empujar a los capitalistas a hacer concesiones en el ámbito del consumo popular e incitarlos a recurrir a innovaciones técnicas a gran escala, todas cosas que pueden tener consecuencias muy benéficas para el equilibrio dinámico del sistema. Pero detenerse en estos fenómenos (que no se trata de negar) es no ver lo que es más importante: la afirmación de procesos que no son reductibles al proceso de valorización y que, a tal o cual momento, pueden contradecirlo directamente. El proceso de valorización domina, evidentemente, todos los procesos materiales de la producción o del metabolismo entre los hombres y la naturaleza socialmente trabajada, pero no puede nunca hacerlos coincidir enteramente con su propio despliegue en el espacio y el tiempo. La valorización no es toda la vida de la sociedad, incluso si la impregna muy profundamente.

Esta constatación es decisiva, no solo porque permite comprender que el trabajo y el capital no son puras visiones fantásticas, sino también porque permite asumir que el trabajo abstracto como actividad solidificada y cifrada se articula sobre procesos irreductibles a lo simbólico o a lo imaginario. El trabajo abstracto se encarna en masas infinitas de mercancías tanto como en una masa de medios de producción poseídos como capital. Se trata menos de un encadenamiento de actividades sociales que del gasto de energía para alimentar el movimiento de las mercancías y las metamorfosis del capital. Es él, en cuanto entidad abstracta, el que parece imponer sus condiciones a los trabajadores (modos de inserción en el mundo de la producción, modos de relación con los otros participantes de la producción). Del mismo modo que la mercancía, se presenta como un fetiche, como una realidad ajena, exterior a las relaciones sociales y a las variaciones de la organización social. Es la necesidad del trabajo, el medio fetiche que conduce a la satisfacción de las necesidades fetichizadas. Pero esta abstracción real no puede serlo más que sobre la base de procesos de separación reales entre los trabajadores y las diferentes manifestaciones de la producción. El trabajador asalariado se encuentra realmente separado de su objetivación en el trabajo porque todas las condiciones de la producción se le escapan, los medios de la producción, los objetos de la producción, las destrezas de la producción, las formaciones de la producción y, sobre todo, las relaciones colectivas en la producción. Para el trabajador aislado, el acceso a los procesos combinados y socializados del trabajo no es una integración en los intercambios socialmente controlados, sino una asignación a un lugar predeterminado donde solo puede disponer de una información limitada. Está organizado sin disponer de ningún medio para controlar la organización que se le impone en función de los imperativos impersonales de la producción. No controla ni siquiera el cara a cara con sus colegas o con su superior inmediato, aunque estas relaciones se presenten como intercambios directos. Esto quiere decir que su participación en la socialidad se da de manera completamente indirecta. No guarda ningún vínculo con el mundo de la producción si no es por la intermediación del mercado de trabajo (cualificación y venta de su fuerza de trabajo) y no se afirma en las esfera de las relaciones intersubjetivas más que por la intermediación del juego de la imitación y de la distinción en el consumo (distribución-reparto de objetos de prestigio), cuyas reglas no controla. La propia producción simbólica es exterior a los individuos, porque su interacción, sus vínculos de reciprocidad, no dependen por decirlo de algún modo de sus proyecciones e intercambios espontáneos, sino de las relaciones sociales de producción sostenidas y representadas por flujos materiales incesantemente crecientes. Hay quiproquo, sustitución de una materialidad que es vista solamente en la inmediatez de las relaciones e intercambios sociales –las relaciones sociales de las cosas, dice Marx–. Esta exterioridad de los vínculos sociales, cristalizados en las estructuras objetivas del mercado, de la empresa, etc., excluye que podamos razonar en los términos de una dialéctica del sujeto y el objeto. Los sujetos humanos no se alienan en el mundo de los objetos, están más bien librados a los movimientos incontrolables de una objetividad ajena –la sociedad como segunda naturaleza hostil–, como animada por una subjetividad también completamente exterior (el capital). Los sujetos humanos, como su intersubjetividad, no tienen, en verdad, más que una realidad segunda, derivada, con respecto a la consistencia y a la resistencia de la relación social de producción. Sin duda esta inquietante ajenidad del mundo de la mercancía y del trabajo abstracto no es posible sin múltiples inversiones libidinales y simbólicas o sin captación del imaginario, pero no se trata de una mera coagulación de flujos afectivos y simbólicos (las máquinas molares de Deleuze y Guattari). Se trata, por el contrario, de una real absorción y domesticación de las diferentes formas de actividad que deja lejos tras de sí la autonomización de los códigos, del significante y el significado de los que habla Baudrillard. Hay, pues, una dominación objetiva del trabajo abstracto sobre la materialidad de las relaciones sociales, y, desde este punto de vista, la progresión de la producción –el crecimiento– no puede sino conducir al refuerzo de esta dominación. Es cierto que asistimos a procesos que se renuevan sin cesar de sustitución del trabajo vivo por máquinas en numerosas ramas de la actividad económica. Pero de ahí a concluir que la «revolución científica y técnica» está volviendo superfluo el trabajo abstracto hay un paso, y hay que evitar darlo. En efecto, no hay que olvidar que la sustitución del trabajo vivo por trabajo muerto no se opera en el vacío económico y social. Los capitalistas invierten en tecnología para ahorrar trabajo, luego para mejorar las condiciones de la explotación de la mano de obra. Su meta no es a priori la reducción de la masa total de la fuerza de trabajo, incluso si están llevados a despedir trabajadores en un lugar y en un momento dado. Su sed de plusvalor –condición de la reproducción ampliada del capital– no puede, por el contrario, más que empujarlos a emplear el máximo de trabajadores una vez que están cubiertas ciertas condiciones de rentabilidad. Por lo demás, es suficiente con dirigirse a la historia económica de los últimos treinta años para darse cuenta de que el trabajo asalariado ha conocido un crecimiento casi ininterrumpido. Incluso los trabajadores de cuello azul han aumentado, si no en términos porcentuales, de manera absoluta en la mayor parte de los países de Europa occidental. En los años cincuenta y sesenta, el trabajo femenino ha hecho verdaderos saltos adelante, lo que da testimonio de la necesidad del trabajo de la economía capitalista en el momento mismo en el que se moderniza en proporciones hasta ahora desconocidas. La automatización, o la automación –el vocabulario poco importa–, no tiene como meta suprimir el trabajo vivo, sino extender su utilización más beneficiosa. El capital está constituido, por supuesto, por una parte muy importante de capital constante (capital fijo y capital circulante), pero no puede ser conservado o reproducirse en una escala más grande sin absorber fuerza de trabajo. Es el trabajo vivo el que presta o da su dinámica al capital, y un crecimiento demasiado rápido del capital constante (en valor) con respecto al capital variable que lo valoriza hipoteca el crecimiento. Al cabo de cierto tiempo, la masa estancada de capital variable es insuficiente para asegurar una producción satisfactoria de plusvalor, luego una reproducción ampliada del capital total. La muerte (el trabajo muerto o cristalizado) no puede apoderarse de lo vivo (el trabajo vivo –el gasto de fuerza de trabajo–) si no es con la condición de emplearlo masivamente y transformarlo sin cesar en trabajo abstracto. Desde el punto de vista del capital, su propia composición orgánica no puede crecer hasta el infinito, está claro que no, en todo caso, en proporción al crecimiento de la composición técnica y a la utilización sistemática de innovaciones tecnológicas. Los trabajadores ponen en movimiento masas cada vez más grandes de trabajo objetivado (máquinas, materias primas, infraestructuras), pero esto no debe manifestarse más que como un control del capital de su propio crecimiento y del de la fuerza de trabajo. Es lo que Marx constata al escribir8: «El capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho de] que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza. Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma del trabajo excedente; pone por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición —question de vie et de mort— del necesario. Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la creación de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor. Las fuerzas productivas y las relaciones sociales —unas y otras aspectos diversos del desarrollo del individuo social— se le aparecen al capital únicamente como medios, y no son para él más que medios para producir fundándose en su mezquina base». Lo que dice en otro lado de manera todavía más lapidaria: «El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparado con este fundamento, recién desarrollado, creado por la gran industria misma».

Solo en este marco podemos comprender los problemas planteados por el progreso técnico y su rol en la dinámica de la economía. Al parecer, es la innovación tecnológica lo que regularía la vida económica. Está en el origen de la mayor parte de inversiones, influye considerablemente sobre las modalidades mismas del trabajo y parece determinar en gran medida la dinámica global de la economía. Cuando la innovación tecnológica se ralentiza, el crecimiento se hace menos rápido. Inversamente, cuando las inversiones en la renovación del capital fijo son considerables, la actividad económica se desarrolla con gran rapidez. La función esencial del emprendedor parece ser entonces la de allanar el camino para el progreso técnico que es la ley inmanente de la progresión económica y el cambio social. Es, luego, el progreso técnico el que parece responsable de todos los «aspectos negativos» del capitalismo, su marcha económica ciega, el desempleo llamado tecnológico, el poder otorgado a las élites tecnocráticas, la diferenciación creciente de las tareas, las nocividades de la vida colectiva, etc. Pero en cuanto se plantea más seriamente la pregunta del porqué de la innovación tecnológica y se renuncia a hacer de ella un deus ex machina o un factor exógeno de la vida económica, hay que admitir que el progreso técnico mismo es una función de la búsqueda de plusvalor en la acumulación. No hay técnica en sí, sino, según los términos de Marx, un empleo capitalista de las máquinas y una utilización capitalista de la ciencia como fuerza productiva. El horizonte de la ciencia y todavía más el de la técnica están estrechamente limitados por los imperativos de la acumulación del capital: es en vistas a producir ganancias que se producen y aplican las nuevas técnicas, es en función de la búsqueda de rentabilidad que se organiza una parte cada vez más importante del trabajo científico. Sin duda, la investigación fundamental escapa a las imposiciones más inmediatas de la producción, pero no escapa a las leyes generales de la división del trabajo, a las leyes del orden social dominante. La ciencia y sus aplicaciones no se separan hoy en día de las organizaciones burocráticas tentaculares que encarnan frente a los científicos mismos las exigencias impersonales del progreso. Los fines y los medios de la ciencia (como los de la técnica) no están controlados colectivamente, están, de hecho, fuera del alcance de la mayor parte de los científicos, reducidos a un estado de trabajadores atomizados. Así, hay un contraste impactante entre los efectos a menudo inconmensurables del progreso científico y técnico y las capacidades de acción y reacción de los científicos confrontados a estos mismos efectos. En este contexto de socialización asocial, de producción de la impotencia y aislamiento de una parte aparentemente favorecida de la humanidad (los sabios, los científicos, los tecnólogos), no es sorprendente que la autonomía del movimiento científico y técnico con respecto a los individuos que lo sostienen se transforme en una suerte de fatalidad. Los medios, es decir, la organización, los instrumentos, la realización de los descubrimientos científicos, parecen prevalecer sobre los fines reales o posibles de la ciencia y la técnica y parecen desconectados de las aspiraciones más razonables de los seres humanos. Ya no son los hombres los que utilizan los instrumentos de trabajo, es el sistema de máquinas y técnicas el que se apodera de los hombres y los somete. El determinismo del capital se presenta, pues, como determinismo tecnológico, como el desencadenamiento del racionalismo tecnológico de la producción en detrimento de toda consideración. Se trata de combinar los factores de producción de la manera más eficiente posible sin preocuparse demasiado de lo que le suceda a los agentes de la producción –es suficiente con que estén disponibles al mejor precio posible y en una cantidad suficiente–. Las fuerzas productivas humanas ya no son más que las esclavas de las fuerzas productivas materiales y de su dinámica incontrolada. La relación social de producción, independiente con respecto a sus componente esenciales, se afirma como un conjunto insuperable e indestructible de medios materiales puestos a la disposición de los individuos para dominarlos mejor. El individuo como mónada puede rebelarse contra los inconvenientes de la producción social, contra las mutilaciones que le provoca, pero, en cuanto parte de la sociedad, no puede abstraerse de las múltiples conexiones que esta le permite establecer en la producción material y en los intercambios con otros individuos. Esto explica que el determinismo tecnológico –el trabajo abstracto transformado en automatismo irresistible de las máquinas– parece acorralar a la sociedad contemporánea con el siguiente dilema: hay que contentarse con acondicionar la evolución «natural» de la sociedad y sus técnicas, o bien rechazar esta evolución y buscar situarse más allá y por debajo de la producción moderna. En el primer caso, debemos plegarnos a las abstracciones reales de la sociedad capitalista, a sus formas intelectuales objetivas que expresan los diferentes momentos de la valorización, de los productos del trabajo como de las relaciones humanas en general (los individuos no valen los unos con respecto a los otros más que en función de su lugar en el proceso de reproducción del capital). En el segundo caso, nos vemos llevados a cuestionar la práctica misma, identificada con las formas que toma en la sociedad capitalista o, más exactamente, confundida con las formas que toma a ojos de los individuos mutilados de la sociedad capitalista. La actividad no gratuita, es decir, la que se fija objetivos precisos y para ello utiliza conjuntos coordinados de medios, parece a priori sospechosa. Se supone que es fundamentalmente una actividad de dominación –dominación sobre la naturaleza y los hombre–. Si podemos fiarnos de uno de los críticos más agudos del pensamiento occidental, Heidegger, al final de la cadena de la técnica, del pensamiento instrumental y la ciencia, es el pensamiento teórico mismo el que debe ser sino totalmente rechazado, al menos interrogado y superado en sus aspectos fundamentales –pensamiento de la voluntad de poder, de la representación de lo real para que se pliegue mejor a esta voluntad–. La búsqueda de la verdad ya no debe ser la búsqueda de la eficacia del pensamiento –la adecuación entre las cosas y la mente–, sino una vía hacia el descubrimiento del ser (más exactamente hacia la apertura al ser9).

Este dilema –el abandono a los automatismos del trabajo abstracto y la técnica, la búsqueda de un más allá o de un por debajo que deje las cosas como están– no puede, evidentemente, ser superado si se permanece en la dinámica de la técnica o de la producción por la producción. Muy distinto es si nos interesamos por la dinámica social, es decir, por el enfrentamiento recurrente del capital y el trabajo que constituye la trama de la relación social de producción. La prosperidad capitalista de los años cincuenta o sesenta, desde este punto de vista, no es una excepción a la regla. No solo está marcada por una rápida progresión de la tecnología, sino también por la acumulación de fuertes contradicciones económicas y sociales, primero subterráneas, luego cada vez más aparentes. Durante muchos años, la progresión del poder de compra de los trabajadores ha garantizado un mínimo de paz social. Una parte muy importante de la clase obrera accede a bienes de consumo durables y consigue modificar sensiblemente su modo de vida y sus comportamientos cotidianos fuera de la producción. Incluso parece que asistimos a la desaparición gradual del particularismo obrero y que una parte no desdeñable de los temas ideológicos de la burguesía de la posguerra penetra profundamente en los trabajadores. El crecimiento económico y el progreso técnico se entienden como medios privilegiados de la lucha contra las desigualdades sociales, como medios de hacer que retrocedan muy rápidamente las formas más diversas de la miseria. En buena medida, la lucha de clases no se trata más que del reparto de los beneficios de la expansión económica y también de un reparto más equitativo de las las obligaciones (a nivel del Estado, de las empresas y de las grandes organizaciones burocráticas en general). Sin embargo, detrás de estas apariencias que sirven de justificación a las diferentes concepciones de la sociedad industrial se producen transformaciones de los procesos de producción que señalan un desplazamiento, no una atenuación, y hasta en ciertos casos una exacerbación, de la lucha de clases. Los capitalistas no le conceden más autonomía a los trabajadores al renunciar a los aspectos más abiertamente represivos y militares de la disciplina del trabajo. La mayor parte del tiempo, reemplazan obligaciones demasiado personalizadas por otras mucho más «objetivas», aquellas que pasan por el sistema de máquinas. La cooperación en el proceso de trabajo está cada vez menos basado en los intercambios directos entre los trabajadores y cada vez más en procesos integrados e interdependientes de combinaciones de máquinas, pero eso no conduce a una recomposición del trabajo, como pueden postular algunos. Por supuesto, una parte importante del trabajo en la gran industria no está ya caracterizada por los movimientos descompuestos, parciales y repetitivos–, lo que no puede decirse del trabajo en serie. Se trata, al contrario, de actividades de supervisión de las máquinas en interacción, lo que implica muy pocas manipulaciones materiales. Incluso se puede sostener, como lo hace el sociólogo Elliot Jacques, que lo importante en este marco es el aumento de la responsabilidad de los trabajadores, dado que deben servir o controlar conjuntos de máquinas cada vez más complejos y costosos. Pero no por ello dominan el proceso de trabajo más que antes. Los objetos e instrumentos de trabajo son ahora todavía menos accesibles para el trabajador tomado individualmente, confrontado en realidad a una suerte de «desmaterialización» de la producción. El lugar que se le asigna en la marcha de una empresa depende cada vez menos de su habilidad real o supuesta, entiéndase, de la experiencia acumulada a lo largo de los años, sino más bien de datos sociales como la edad, el sexo, el nivel de instrucción y educación, el medio de origen (pertenencia a tal o cual sector de la clase obrera). La cualificación, como bien lo demuestra Pierre Naville, es menos una cualificación de los trabajadores que de los puestos de trabajo, establecida en función de criterios complejos que tienen en cuenta tanto la relación de fuerza entre la patronal y la clase obrera a un momento dado como la necesidad permanente de reproducir la atomización de esta última. La evolución tecnológica sirve, en este caso, de medio para la renovación de las relaciones de trabajo, para la reproducción de diferencias y desigualdades entre los trabajadores, para la reproducción de su impotencia frente a las condiciones generales del trabajo y la producción. Esto explica que la modernización capitalista de una economía como la economía francesa no supone ningún aumento general de la cualificación, sino al contrario, pronunciados y recurrentes procesos de descualificación para ciertos sectores de la clase obrera. El crecimiento de la categoría de los obreros especializados no es solo el hecho de un crecimiento extensivo de la producción (sobre una base tecnológica poco evolutiva), se remite también al crecimiento de las industrias llamadas punteras10.

Sin embargo, estos cambios y reestructuraciones incesantes del proceso de producción, cuyo fin es una dominación más completa de la fuerza de trabajo, tienen efectos inesperados o por lo menos que no estaban previstos. El modelo de los oficios –la contribución individualizada, incluso irreemplazable, de los diferentes momentos de un proceso de trabajo de por sí muy diferenciado– se muestra cada vez más ilusorio. Son las máquinas o la agencia de las máquinas lo que parece seleccionar a los trabajadores –o sus perfiles, como se dice ahora–, más que lo contrario. De ello se desprende que, para los trabajadores, la contribución personal que pueden aportar al proceso de producción es algo particularmente difícil de vislumbrar. Existe, por supuesto, una apreciación social sobre cada actividad, la valoración de cada puesto y el salario correspondiente, pero la parte de arbitrariedad en este punto es tan importante que preocupa incluso a los trabajadores circunstancialmente favorecidos. Desde la crisis de 1974-5, cada uno sabe que la situación que ha conseguido está en suspenso. En cuanto se ocupa un lugar como prestatario de trabajo explotado, no está nunca asegurado que pueda conservarse, sin importar los esfuerzos consentidos durante muchos años. Los despidos económicos vuelven a formar parte del horizonte de cada trabajador, por bien pagado que esté en sus mejores años y por más decidido que esté a satisfacer lo que se le exige en la marcha cotidiana de la empresa. La impresión arbitraria que sienten los trabajadores además se refuerza con las dificultades cada vez más grandes que supone medir la parte de participación de cada uno en la producción de mercancías. Sin duda, se puede medir –sin mayores inconvenientes– el tiempo de trabajo y definir un trabajo social medianamente productivo, pero resulta de lo más arduo pasar del trabajo simple al complejo, sobre todo cuando los criterios objetivos como el tiempo de formación o la participación directa en el producto son inciertos o incluso inexistentes. Para llegar a un resultado mínimamente satisfactorio, hay que tener en cuenta la contribución de los diferentes trabajo a la producción general de plusvalor y a la reproducción de las relaciones sociales de producción. Dicho de otro modo, hay que poner en juego consideraciones de estrategia social y política en el interior mismo de las relaciones económicas. Aquí volvemos a encontrar una arbitrariedad de clase que es tanto más sorprendente si consideramos que la productividad física (en valores de uso) de un trabajador es prácticamente imposible de medir. ¿Cuál es la parte individual correspondiente a los diferentes trabajadores en un tren de laminado moderno? Basta con plantear la pregunta para darse cuenta de que no puede haber una respuesta simple o unívoca. La productividad física (producción en valores de uso) dependen de tantos factores –combinaciones complejas de trabajadores e instalaciones– que la unidad de referencia ya no puede ser el trabajador tomado individualmente. Entonces no podemos sorprendernos de que ciertas formas de salario sean cada vez más cuestionadas, en particular las diferentes formas de salario por tareas o rendimiento. Para un número creciente de trabajadores se demasiado evidente que estas formas no tienen otra finalidad que la de aumentar la intensidad general del trabajo y al mismo tiempo dividir las diferentes categorías de personal en las empresas. Es por este motivo que la presión por desconectar los salarios en cuanto ingresos de los avatares de la producción de valor y plusvalor se hace cada vez más fuerte del lado del movimiento obrero (lo que renueva una vieja tradición tristemente olvidada en los años cincuenta). Se persiguen garantías para el empleo e ingresos contra todas las políticas capitalistas de fragmentación del trabajo oponiéndoles condiciones de inserción en la producción y la casi identidad de las necesidades por satisfacer en la vida fuera de la producción. En paralelo –y no es más que la extensión lógica de este cuestionamiento de las formas del salario–, los signos de la crisis de la jerarquía se multiplican, crisis de la jerarquía de salarios y competencias como de las redes de control y comunicación. Los trabajadores luchan de forma cada vez más neta contra sus propias divisiones y en este mismo sentido se ven llevados a rechazar más o menos abiertamente los métodos de condicionamiento y captación del trabajo abstracto y, por supuesto, la organización concreta de la extracción de plusvalor. En casi todos lados en la gran industria se encuentra un fuerte oposición al aumento de los ritmos y, en general, a todas las formas de intensificación del trabajo (por ejemplo, frente a las tentativas de eliminar los tiempos muertos). Se observan igualmente fuertes tendencias al absentismo entre los obreros menos cualificados, particularmente después del fin de semana y en periodos de fiesta, lo que otra expresión del rechazo hacia las imposiciones de la producción de plusvalor. No podríamos negar, naturalmente, que las reacciones de los capitalistas a este «repliegue» obrero pueden ser eficaces11. La necesidad de trabajar para vivir y el anhelo de cada uno de valorizar una actividad a la que está condenado durante una gran parte de su vida son igualmente armas en las manos de la dirección (cf. el job enrichment). Pero esto no impide que los obreros se identifiquen cada vez menos con su trabajo, incluso que tomen cada vez más distancia con respecto a él. La clase obrera no intenta recuperar o controlar el trabajo abstracto que la máquina capitalista extrae de ella, intenta actuar y vivir de otro modo.

Esta crisis rampante de las relaciones de trabajo es tanto más profunda en la medida en que las ideologías del crecimiento en este momento están mucho menos ancladas en la realidad, en función de las propias dificultades actuales del mundo occidental y de los problemas llamados medioambientales. Sin embargo, lo que le otorga toda su gravedad y resonancia es que se acompaña de una crisis de las formas de trabajo no industrial. A partir de ahora, se vuelve cada vez más difícil presentar un modelo de trabajo aparentemente no opresivo, es decir, un modelo de realización del individuo. El trabajo que se realiza en las oficinas, y en general en los servicios, aparece cada vez más como una copia certificada del trabajo industrial, como un simple gasto de trabajo abstracto, mientras que durante mucho tiempo pudo considerarse como un medio para escapar al trabajo repetitivo y parcial, tal como el trabajo de los artesanos. Los trabajadores que no podían soportar su condición de explotados en la gran industria debían y podían conservar algo de esperanzas pensando que existía para ellos, y sobre todo para sus hijos, una escapatoria hacia formas de actividad menos dolorosas y más próximas al ideal de un oficio –autonomía de la orientación, autonomía en el proceso de trabajo, etc.–. Sin duda, era inevitable que se establecieran una serie de degradaciones entre los trabajos «nobles» del artesano hasta las profesiones liberales, pasando por el trabajo más independiente, aunque a menudo mejor remunerado, de los auxiliares de las direcciones de las empresas, pero todo esto no era realmente un inconveniente. La escala jerárquica del trabajo o de los trabajos era la prueba de que cada uno podía superarse y de que no había solución de continuidad entre la actividad de supervisión y vigilancia (del trabajo de los demás) y el trabajo «sans phrases» de un obrero cualquiera. Las ideologías de la movilidad social podían encontrar ahí muchas más justificaciones y afirmar que la circulación de los individuos entre los diferentes roles sociales era una circulación de méritos. Hoy, la extensión del trabajo asalariado altera considerablemente esta situación. En primer lugar, está claro que, a ojos de la mayoría de los trabajadores, la evasión hacia el artesanado y el pequeño comercio no es más que una solución extremadamente aleatoria. Lo que se puede ganar en este tipo de actividad es a menudo inferior a lo que gana un obrero especializado, y la independencia que puede esperarse es la mayoría de las veces extremadamente ilusoria. El artesano o el pequeño comerciante son aparentemente los amos de su empresa, pero en general debe explotar su propio trabajo más duramente de lo que explotaría el trabajo ajeno (exceptuando a los miembros de su familia) y debe endeudarse bajo durísimas condiciones con los bancos. En muchos casos los artesanos o los pequeños comerciantes no son en realidad otra cosa que trabajadores a domicilio, una suerte de asalariados para terceras personas que verdaderamente no pueden acceder a condiciones mejores que las que se le ofrecen a los obreros de la gran industria. Las perspectivas que se abren en el terreno de las actividades burocráticas no son para nada mejores. En los bancos o en las compañías de seguros, una parte creciente de los empleados no tiene más que actividades completamente heterónomas y repetitivas. La mayoría entre ellos ya no retocan y elaboran la información que se les transmite, simplemente la transmiten de nuevo tras una intervención muy limitada. En otros términos, aplican procedimientos de los que no conocen los detalles ni los fines. Incluso si no se trata de trabajadores directamente productivos, deben restituirle un trabajo no pagado a los capitalistas que, gracias a ellos, mejoran la puesta en valor del capital. La proletarización del trabajo de cuello blanco es, ciertamente, menos pronunciado en la administración pública. A los funcionarios no se le imponen los mismos ritmos que a los trabajadores del sector privado (exceptuando el sector industrial del Estado y los grandes servicios públicos como los P. T. T. y la S.N.C.F.), pero eso no impide que la racionalización capitalista del trabajo penetre también en estos sectores privilegiados. Hoy se le hace honor a los diferentes métodos de medida y control del trabajo administrativo, aunque podemos plantear bastantes dudas en cuanto a su cientificidad. Es cierto que su utilización da testimonio de la voluntad de la alta burocracia de disminuir los costes de la mano de obra del estado. En las circunstancias actuales, en efecto, no puede admitirse que crezcan demasiado los gastos estatales extrayendo demasiados medios de la acumulación del capital, al contrario, hay que reducir todo lo posible los gastos de personal y de funcionamiento con el fin de conservar importantes medios para los gastos de soberanía y para ayudar al capital. En este sentido, hay una presión cada vez más fuerte del Estado sobre los pequeños funcionarios, lo que pone en marcha un proceso de desposesión de ciertos privilegios de los cuales podían disponer con respecto al resto del mundo del trabajo. Categorías relativamente numerosas como lo auxiliares y los trabajadores temporales ya no se benefician de garantías tradicionales de la función pública en lo que concierne a la seguridad del empleo, y manifiestamente la tendencia no es el refuerzo de los derechos de otras categorías.

A lo que hay que prestar atención es a que todos estos fenómenos, lejos de ser puramente coyunturales, no hacen más que reflejar una desvalorización general del trabajo intelectual, al menos una parte muy importante y decisiva de este. Cierto, subsisten numerosas actividades intelectuales que, incluso asalariadas, no pueden ser asimiladas al gasto de trabajo abstracto. Un periodista de renombre, un investigador científico que dirige un laboratorio, el director de una editorial no pasan directamente por las horcas caudinas de la organización capitalista del trabajo. Su autonomía sigue siendo poco desdeñable, y pueden tener la ilusión de controlar en buena medida lo que producen (servicio, mercancía, descubrimientos científicos). No sucede lo mismo con los trabajos intelectuales que suponen una multiplicación de la actividad organizadora del Estado o incluso la diferenciación del proceso de producción. Al lado de las tareas caracterizadas por el ejercicio de una autoridad o por un trabajo de concepción, vemos cómo se multiplican las funciones intelectuales subordinadas, que ya no se benefician de ese prestigio que durante mucho tiempo estuvo asociado al trabajo intelectual. Más precisamente, se trata de funciones que, en los primeros tiempos del capitalismo, podían aparecer como delegaciones de autoridad del jefe de orquesta capitalista –contabilidad, venta de los productos, elaboración de nuevos métodos de producción–, y que ahora se diversifican y se hacen más complejas hasta el punto de recurrir de manera cada vez más masiva al empleo de trabajadores parciales. Subsiste, inevitablemente, una capa relativamente fina de fundamentos del poder del capital y una capa relativamente más amplia de participantes de la gestión capitalista, pero los empleados más numerosos son un nuevo tipo de asistentes, estrechamente controlados y muy intercambiables. Con respecto a ellos, no es exagerado hacer referencia a los procesos de sumisión real bajo el mando del capital descritos por Marx en lo que concierne a la gran industria. Las innovaciones en el terreno de la informática y los métodos contables permiten, efectivamente, reducir al mínimo la parte de iniciativas personales e introducir en las oficinas ritmos de trabajo a los cuales los empleados no pueden oponerse solo con la mala voluntad o con formas desorganizadas de resistencia pasiva. En sectores mucho más cercanos de la producción material, en aquellos que se dedican, por ejemplo, a la renovación y racionalización de los métodos de producción, las cosas no cambian demasiado, incluso si los procedimientos parecen menos brutales; los dibujantes y los técnicos de ciertos servicios de puesta a punto deben producir (planos técnicos, manipulaciones, etc.) en condiciones que se les escapan casi por completo. En términos globales, este trabajo de origen intelectual –hay que haber pasado más tiempo en el sistema escolar– sigue estando mejor remunerado que el trabajo manual, pero las diferencias tienden a borrarse. Hoy en día, en ciertos países, los trabajadores manuales al menos los de ciertas cualificaciones, pueden jugar con su relativa escasez para imponer a la patronal salarios bastante buenos, mientras que los demandantes de empleo tienden a volverse cada vez más numerosos entre los cuellos blancos y los técnicos. El acercamiento se acentúa todavía más por la polarización social que surge en lo que se llama el sector terciario en función de la penetración de la división social del trabajo. La jerarquía hoy es más funcional, menos marcada por los fenómenos de lealtad personal que la vieja jerarquía de los despachos, y apela a la competitividad y al espíritu de innovación porque se preocupa mucho más por el rendimiento y la eficacia, pero el precio de esta racionalización capitalista es la transformación del personal burocrático en fuerza de trabajo flexible, tanto a nivel de los procesos de trabajo como en la contratación. La cúspide de la jerarquía se confronta sin cesar a una masa de subórdenes que tienen pocas esperanzas de que su situación cambie por las vías tradicionales para avanzar, dado que de todas maneras hacen falta muchos trabajadores de la escritura, de los archivos o del cálculo, y relativamente pocos jefes. De esto resultan la oposición y las luchas colectivas permanentes, como puede verse con el crecimiento del sindicalismo de los cuellos blancos.

En definitiva, como consecuencia, resulta cada vez más difícil presentar a la sociedad burguesa actual como la sociedad de la promoción social y las oportunidades ofrecidas a todo el mundo, por decir que se vuelve casi imposible esconder todo lo que esta sociedad tiene de rígida. Los medios dirigentes de la economía se encuentran bajo la obligación de producir de manera permanente nuevos discursos ideológicos sobre las posibilidades de la promoción, con el fin de que la inmensa mayoría de la población olvide que está condenada a ser mera mera proveedora de trabajo abstracto. Pero, precisamente, la redundancia de los discursos sobre la promoción por lo artesanal, por la formación profesional o por la formación permanente no puede evitar que se descubra que las posibilidades de ascender están ligadas a unas condiciones de salida muy precisas. Un individuo que al comienzo de la edad adulta no posee un mínimo de «capital» cultural e intelectual está de manera casi invariable destinado a las actividades profesionales menos consideradas y remuneradas. Al precio de grandes esfuerzos y del cambio frecuente de ocupación, puede obtener un nivel de vida un poco más alto que la media de los trabajadores. Esto no le dará, a pesar de todo, el mismo nivel de vida que el de los capitalistas, los agentes de la gestión o la burguesía intelectual media. En el mejor de los casos, accederá al nivel de los llamados cuadros medios –portadores de una parcela de la autoridad patronal o aparentes poseedores de una cualificación muy apreciada–12. La mayor parte del tiempo se agotará en sus tareas para obtener resultados decepcionantes, incluso si tiene tras de sí un mínimo de formación (técnica, secundaria, incluso universitaria). Además, uno de los hechos más importantes de los últimos diez o quince años es el descubrimiento de que el sistema de enseñanza, en principio abierto a todos, no distribuye más que miserablemente los títulos de entrada al mundo privilegiado en el que se evitan los aspecto más opresivos y dolorosos del trabajo. Hace algunas décadas, el éxito escolar y universitario podía considerarse como el principal medio para escapar a la condición de asalariado dependiente. No todo el mundo llegaba a la universidad, pero todos los que salían de ella estaban más o menos seguros de que harían carrera. Ahora ya no es lo mismo, dado que la gran apertura de la universidad a las clases populares (pequeña burguesía; en una menor medida, clase obrera y campesinado) estuvo acompañada de la eliminación progresiva de ciertas salidas para la mayoría de los titulados. En Francia, hoy en día hay que salir con un alto rango de las grandes escuelas o de ciertos sectores muy reputados de la universidad para estar seguro de que se formará parte de la élite del poder, de la economía o de la cultura. Desde que la universidad y la escuela han dejado de reproducirse de manera ampliada y de proveer empleos de forma masiva (como es el caso a partir de los años setenta), lo que le espera a una gran parte de los titulados es, al contrario, la incertidumbre del mañana; la búsqueda dificultosa de un empleo insatisfactorio, periodos de desempleo más o menos prolongados y muy a menudo el rápido abandono de las esperanzas que podían depositarse en el porvenir. Esta agravación de la selección a la salida de las universidades, que no está basada más que en parte en los resultados obtenidos en los exámenes –y en una parte no desdeñable en las condiciones materiales y culturales de los estudiantes– repercute, naturalmente, en las consideraciones que se tienen del trabajo intelectual y del trabajo en general. La vieja ética del esfuerzo, de la ascesis del trabajo que garantiza el éxito a más o menos largo plazo ya no puede suscitar ecos tan positivos como hace treinta o cuarenta años. Para una mayoría de los estudiantes, no es ya más que una ideología ridícula, incluso una superchería por la cual no hay que dejarse engañar. Se sienten tanto más justificados en esta actitud en la medida en que hoy la universidad es el teatro de un proceso de desposesión que afecta a la mayoría de sus participantes. Los medios de estudio, los que al menos enseñan a aprender, poco a poco se ven reservados a una pequeña parte privilegiada de los estudiantes, mientras que el estudiante «del montón» solo tiene derecho a condiciones de estudio miserables para las llamadas formaciones cortas. La universidad ya no proporciona el saber social, lo transmite (y lo produce) de manera extremadamente fragmentaria: concentra un cierto número de sus elementos más importantes en una pequeña élite de privilegiados de la fortuna o la cultura, mientras que dispersa sus elementos socialmente más utilizables (en la producción de valores) sobre una masa importante de portadores de formación parcial. En realidad, ya no hay universidades, hay lugares cada vez más diferenciados donde se reproduce la separación entre los trabajadores y los medios de control y dirección de la producción. Por un lado, se producen y reproducen especialistas de la gestión, del poder y del trabajo científico elitista, por el otro, los poseedores de una fuerza de trabajo un poco más cualificada que en la media de los trabajadores, pero intercambiables con innumerables ejemplares del mismo tipo. Hay, por un lado, como un ámbito reservado donde se entregan a la embriaguez del saber como poder, sacrificado al mito de la ciencia pura y desinteresada o cultivando un cinismo satisfecho de la posesión de la información esencial; hay, por otro lado, lugares donde se preparan los trabajadores intelectuales para plantearse las menos preguntas posibles y adaptarse a las tareas que les impone la evolución de las relaciones de producción. Todas las formas de trabajo o de actividad (excepto el ocio) parecen estar atrapadas en un dilema insuperable: o bien el trabajo como dominación sobre los hombres y la naturaleza, o bien el trabajo como sumisión a unas leyes sociales crueles, pero absolutamente necesarias. El trabajo intelectual, en el sentido tradicional del término, el trabajo creador que trasciende lo cotidiano y las imposiciones de la producción, no es pues más que una realidad evanescente o una actividad artística de protesta, pero impotente. Lo que tiene lugar de ahora en más como creatividad social en el trabajo no es más que una parodia o una caricatura de gestos forzados, producción en serie de los mass media donde las asperezas más pronunciadas de los problemas que confrontan los individuos y la sociedad son limadas: la industria cultural se apodera de la cultura y le dicta sus leyes.

De este modo, el encierro en el trabajo abstracto, es decir, en las formas de actividad que son exteriores con respecto a aquellos que son sus elementos propulsores, es casi perfecto. Casi no hay un verdadero escape si no es volviéndose cura o un apologista del trabajo abstracto que busca imponérselo al resto. Por supuesto, se puede simple y llanamente rechazar el trabajo, pero se trata de una actitud que es difícilmente generalizable para el conjunto de la sociedad. Muy pronto se revela como la manifestación de un desprecio aristocrático, como el lujo de una pequeña minoría que se encuentra situada en unas condiciones excepcionalmente favorables. Además, el rechazo del trabajo abstracto se presenta a menudo como la restauración de formas de actividad antiguas: artesanado practicado colectivamente y regreso mítico a la cultura de la tierra por parte de comunidades que adoptan formas de vida frugales. Pero es difícil olvidar que el éxito de algunas de estas empresas presupone en el fondo el contexto económico y social actual, un nivel complejo y diferenciado de intercambios y actividades económicas así como una red de relaciones sociales muy restringidas. La sociedad entera no puede volver, por por arte de magia, a una economía dominada por las actividades artesanales y agrícolas, incluso si puede tolerar formas de trabajo marginales. Es por este motivo que la revuelta contra la abstracción del trabajo, contra la absorción por parte de este de las fuerzas vitales de los hombres, debe expresarse en la mayoría de los casos de manera menos directa. No se rechaza el trabajo completamente, se lo evita y rehuye lo más posible, y, dado que traduce un conjunto de imposiciones exteriores, se busca alejarlo lo máximo posible de lo que constituye el centro de la vida de cada uno. Se busca la menor implicación posible en el trabajo y vivir por fuera de él, en las relaciones afectivas y sexuales, en el ocio y en las actividades que en parecen opuestas al trabajo, por su autonomía y libertad (prácticas artísticas, bricolaje, etc.). Sin embargo, estas escapatorias se chocan muy rápido contra muros infranqueables. Las latitudes donde se da el disfrute por fuera de la producción son estrechamente dependientes de los que somos y hacemos en la producción. Las propias relaciones que se establecen con los demás dependen del valor que tenemos para ellos, es decir, del estatuto que tenemos con respecto a la producción. No se pueden tener vidas totalmente diferentes en el trabajo y fuera del trabajo y al mismo tiempo cumplir roles sociales opuestos en estas dos esferas de la vida social. Es posible evadirse temporalmente, dejándose llevar por sueños estandarizados de los mass media, replegándose en la vida privada, etc., pero siempre aparecen dolorosos recordatorios. Se termina por descubrir que jamás se deja de ser fuerza de trabajo, nada más que fuerza de trabajo, dado que solo en cuanto tal se está integrado en los mecanismos sociales. Lo mejor que se puede esperar es oscilar, en el malestar, entre los dos polos del trabajo degradante y el del ocio sin realización, buscando dolorosamente los contados momentos de satisfacción u olvido. La crisis de las relaciones del trabajo se extiende de este modo hacia una crisis de la individualidad de la sociedad burguesa y de todos los mecanismos de su socialización. Ya no hay, en sentido estricto, un centro alrededor del cual se organizan el individuo y la red de sus relaciones con el mundo. El trabajo, o más exactamente la representación que podemos hacernos de él, no tiene ya valor como principio de unidad, de punto de reunión de los esfuerzos que hace el individuo para situarse positivamente en la sociedad. Ya no provee los medios para discriminar entre las acciones deseables y aquellas que hay que evitar, entre los individuos que hay que cultivar o imitar y aquellos que hay que despreciar. Por supuesto, podemos refugiarnos en el cinismo o en el único reconocimiento de los valores «materiales» (dinero, éxito, etc.), pero esto solo es posible cuando no se está obligado a soportar durante toda la vida adulta el peso del trabajo abstracto y, de todas maneras, al adoptar esta actitud, nos vemos forzados a volver a las bases mismas de la ideología dominante –valor que se autovaloriza–. Para la mayoría de los individuos, la búsqueda de punto de anclaje se vuelve de hecho una empresa particularmente azarosa y con resultados totalmente aleatorios. Las relaciones intersubjetivas o, más exactamente, la comunicación entre los individuos no reemplazan realmente la brújula del trabajo. En vano podemos buscar intercambios libres o relaciones basadas en la reciprocidad más allá de la acumulación de riquezas y la apreciación de los equivalentes, los individuos mónadas de la sociedad capitalista no pueden librarse a juegos de gasto social libre sin el riesgo de perderse de forma irremediable. Los sujetos se confrontan entre sí sin saber sobre qué pie bailar, sin saber si deben acumular restricciones mentales con respecto a sí mismos, consideraciones sobre la ventaja personal y la defensa del propio territorio o, por el contrario, si deben entregarse sin reservas a las relaciones con los demás, sin preocuparse por que se reconozca su valor social. En un mundo donde las conexiones que vinculan a los individuos con otros individuos y con las diferentes instituciones se multiplican, donde el horizonte de cada individuo se aleja un poco más cada día, esta indecisión permanente en las relaciones sociales inmediatas y esta misma ambigüedad de los vínculos que los sujetos guardan entre ellos favorecen un verdadero quiebre y fragmentación de la personalidad. El individuo, solicitado desde mil lugares, no sabe literalmente a qué santo rezarle, no sabe cómo resistir a las presiones que no por ser poderosas son menos contradictorias: sumisión a la socialidad exterior del mercado, de la valorización y la producción, entrega a las tentaciones del disfrute individual, búsqueda (en general ciega) de valores de reciprocidad y solidaridad. Se adapta cada vez peor a la suerte que le ha tocado.

Esta crisis conjunta de las relaciones del trabajo –del trabajo abstracto– y de los individuos aislados de la sociedad capitalista –los soportes del trabajo abstracto– contiene la promesa de una transformación social radical, al mismo tiempo que una redefinición de las relaciones entre la sociedad y los individuos. En este momento, el capitalismo puede seguir reproduciéndose, pero no puede borrar de un plumazo, de forma milagrosa, el alejamiento de partes cada vez más importantes de la sociedad con respecto a las diferentes manifestaciones del fetichismo del trabajo. Todavía queda por saber cómo luchar contra la realidad opresiva del trabajo abstracto y prolongar las diferentes formas de rebelión contra el orden social. Como hemos visto, el puro y simple rechazo del trabajo no constituye una verdadera solución. En efecto, no es posible imaginar una sociedad poscapitalista que pueda prescindir de una forma cualquiera de producción altamente desarrollada, incluso si nos encontramos entonces más allá de las fronteras de la economía en el sentido habitual del término. Para que los individuos puedan desarrollar libremente sus intercambios es preciso que estén liberados de un cierto número de imposiciones –necesidades, obligación de trabajar– que no pueden dejarse de lado simplemente con el rechazo del productivismo y el culto al consumo. Pero, más allá de estas consideraciones ordinarias, hay que tener en cuenta también que un alto grado o nivel de intercambios materiales entre la sociedad y la naturaleza es necesario si queremos enriquecer y extender los intercambios entre los propios hombres. El intercambio simbólico es tanto más rico, tanto más abundante en la medida en que puede establecer relaciones entre los hombres y su entorno que son también exuberantes, es decir, cuando se trata de posibilidades casi ilimitadas de combinación entre las acciones humanas y el contexto socionatural en el que se desenvuelven. Los medios audiovisuales de hoy permiten comunicaciones infinitamente más diversificadas y extendidas que la utilización ya compleja de la voz y la escritura de hace un centenar de años. Lo medios de transporte actuales hacen posibles los contactos frecuentes y prolongados entre individuos o grupos humanos que, de otro modo, se ignorarían. No es un progreso en sí mismo, como lo afirman los turiferarios del capitalismo, pero está claro que los hombres, o más exactamente los trabajadores, no pueden vislumbrar su propia liberación si no es a partir de la situación objetiva en la que están situados, luego, a partir de las relaciones establecidas en el conjunto de la producción y el intercambio. Las fuerzas productivas humanas no pueden poner fin a su servidumbre más que sometiendo a las fuerzas productivas materiales tal como son –incluso si luego hay que modificarlas considerablemente–. La producción de una simbiosis entre los hombres, el sistema de máquinas y la naturaleza que los rodea no se efectúa en el vacío, es una transformación de las relaciones materiales, es el derrocamiento concreto de un mundo que está patas arriba (los medios de producción poseídos como capital dictando sus leyes a los agentes de la producción). Pero no hay que confundirse, las fuerzas productivas humanas no están realmente liberadas si se agotan en la producción, si no la controlan para evadirse de ella y dedicarse profundamente a terrenos que por mucho tiempo han estado ahogados o abandonados (desde el arte hasta las diferentes actividades lúdicas). Esto quiere decir que la transformación de la relación social de producción no se reduce a la democratización de la producción, aunque tome esta la forma de la autogestión más desarrollada de las empresas. En realidad, debe ser al mismo tiempo control consciente de la producción (de sus modalidades y finalidades), socialización de las diferentes expresiones del saber y liberación de todas las formas de comunicación. No hay más centralidad de la producción, sino organización y realización de la producción de manera que se liberan las múltiples actividades no productivas. De este modo, la progresión de las fuerzas productivas materiales no está condicionada por una dinámica incontrolada de las necesidades, sino por lo que requiere en general la vida social, por las prioridades de diversos órdenes que los hombres se dan a sí mismos. Solo en esta perspectiva, que ya no es la del trabajo, se movilizarán todos los que hoy se rebelan contra la explotación y la opresión o contra la dominación de una relación social abstracta sobre unos individuos disociados y mutilados.


El texto original proviene de Critiques de l’économie politique nouvelle, série, n° 1, «Travail et force de travail», pp. 19-49, Maspero, octubre-diciembre, 1977. Puede encontrarse en http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article329 y en http://www.palim-psao.fr/article-la-domination-du-travail-abstrait-par-jean-marie-vincent-62261201.html

1Véase, por ejemplo, Adam Smith, Recherches sur la nature et les causes de la richesse des nations, Les Grands Thèmes, editado y con prefacio de C. Mairet, 1976, p. 46-51.

2Los textos más significativos se encuentran en System der Sittlichkeit y en Jenenser Philosophie des Geistes. Se encuentran en C. W. F. hegel, Frühe politische Système, editado por G. Gohler, Berlin, 1974.

3También Lukács cae en esta trampa, véase Georg Lukács, Der junge Hegel, Zürich, 1948.

4Cf. Fondements de la critique de l’économie politique, París, 1967,1.1, p. 33-34. [Karl Marx (2004). Contribución a la crítica de la economía política, traducción de J. L. Monereo Pérez, Editorial Comares].

5Nota del traductor: aquí Vincent utiliza la traducción de Dangeville, citada en la nota anterior, que dice «C’est apparemment juste, mais en réalité faux» [«Es aparentemente justo pero en realidad es falso»], pero en otras ediciones francesas (Rubel, 1963; Husson y Badia, 1957) y en la edición en castellano de Siglo XXI de los Grundrisse(Scarón, 1972) la traducción coincide con la de Monereo.

6Ibid, p. 435 (N. del A.: traducción ligeramente modificada [N. del T.: dada esta nota de Vincent, traduzco directamente la cita sin remitirme a la fuente y dejo en esta nota la traducción de Scaron: El trabajo aislado negado es ahora, de hecho, el trabajo combinado o colectivo puesto. No obstante, el trabajo combinado o colectivo puesto de esa suerte —tanto en cuanto actividad, como transmutado en objeto, de forma estática— es puesto a la vez directamente como un otro del trabajo individual realmente existente: en cuanto objetividad ajena (propiedad ajena) e igualmente como subjetividad ajena (la del capital) (1971, p. 432)].

7Véase, por ejemplo, Jean Baudrillard, Le Miroir de la production, París, 1973.

8El capital, p. 222 [N. del T.: error en la cita, pues se trata de un pasaje de los Grundrisse]. Utilicé la traducción de Scaron (1972).

9Véanse Essais et Conférences de Heidegger y los muy interesantes comentarios de Pierre Naville en Vers l’automatisme social, París, 1963.

10Sobre estos aspectos, consúltense las obras de de Pierre Rolle, Introduction à la sociologie du travail, París, 1971, y de Klauss Düll, Industriesoziologie in Frankreich, Frankfurt am Main, 1975.

11Basta con pensar, por ejemplo, en los incentivos colectivos.

12Pero cada vez más víctimas del desempleo.

Esta entrada fue publicada en General. Guarda el enlace permanente.