Marx, el obstinado (Jean-Marie Vincent, 1997)

 

El pensamiento de Marx marca un corte en la historia de la teoría: lo queramos o no, hay un antes y un después de Marx, y un después de Marx que no quiere ni puede darse por terminado. A pesar del derrumbe del «socialismo real» y la crisis de las organizaciones políticas que reivindican la herencia del autor de El capital, su obra sigue siendo objeto de controversias y enfrentamientos recurrentes más allá de las modas. Esto resulta paradójico en la medida en que Marx es un hombre del pasado (del siglo XIX) y también porque hubo discípulos suyos que extrajeron de su pensamiento dogmas de pretensión universal. ¿No debería Marx, como cualquier otro, rendir cuentas por todos los crímenes y daños que fueron cometidos en su nombre? ¿No es preciso hacer el duelo para darle el lugar que le corresponde y mostrar que está superado? Las respuestas a estas preguntas, que a priori no tienen nada de ilegítimo, no son simples, pero podemos abordarlas de la siguiente manera: el pensamiento de Marx, en su carácter inacabado y su tensión con otras maneras de teorizar, molesta, desestabiliza tanto a sus adversarios como a quienes pretenden ser sus sectarios. Nunca descansa o se satisface de sí mismo, porque plantea preguntas que no son habituales y se replantea sus propias elaboraciones. Para más precisión sobre esta revolución teórica, podríamos decir con Adorno, en una primera aproximación, que Marx concibe el conocimiento como una reflexión sobre el proceso de trabajo y como una relación social (cf. Adorno, Kants Kritik der reinen Vernunft, Frankfurt, 1995, p. 260).

Es cierto que Hegel antes que él ya había intentado destacar los aspectos objetivos (no trascendentales en sentido kantiano) del pensar, es decir, sus aspectos procesuales en sus intentos de apropiación simbólica de lo real. El pensar debía medirse con la objetividad, pero no permaneciendo encorsetado en la subjetividad, sino introduciéndose en las relaciones objetivas para penetrarlas mejor. Pero este trabajo del concepto, si bien para Hegel era un trabajo en el sentido fuerte del término, se encontraba desligado de las relaciones efectivas de la sociedad de su tiempo. El pensar accediendo a la idea (al pleno desarrollo conceptual) escapaba, según Hegel, a la división del trabajo, mientras que para Marx, los procesos del pensamiento y la producción de conocimientos no podían no estar articulados con las relaciones de trabajo y de producción. Como lo indican los textos del periodo de Iena, especialmente los textos sobre la filosofía del espíritu, Hegel no ignoraba la economía política clásica, había reflexionado detenidamente sobre los efectos negativos del trabajo subordinado y dominado en la economía, y concluía que para ser verdaderamente libre y fecundo el pensamiento debía elevarse por encima de la materialidad de este trabajo. El joven Marx, al contrario, muy pronto estuvo persuadido de que la conciencia de sí, incluso cuando está despojada del subjetivismo, como lo requería Hegel, no puede no estar profundamente afectada por la división del trabajo. La propia elevación del pensamiento por encima del trabajo está ligada a la diferenciación de las actividades en el seno de la sociedad burguesa. La práctica teórica de la razón (Vernunftpraxis) depende de prácticas reales que vuelven posible su ejercicio y está situada necesariamente en el terreno de las fuerzas sociales. Tiene que asumir una posición, algo que Hegel admitía de buena gana, pero también interrogarse sobre sus propias implicaciones en las relaciones sociales y políticas, cosa que Hegel no estaba dispuesto a tener en cuenta. El proceso de conceptualización, para él, era un proceso teleológico de paso de lo finito a lo infinito, es decir, un proceso de transfiguración del trabajo en la potencia del pensamiento con el fin de reconciliar la idea y la efectividad (Wirklichkeit) y a la sociedad consigo misma.

La crítica del idealismo hegeliano que lleva a cabo Marx en los manuscritos parisinos de 1844 tiene una clara inspiración feuerbachiana. Desaprueba claramente la desvalorización hegeliana del mundo sensible y objetivo en beneficio de la abstracción especulativa, pero al mismo tiempo lo vemos preocupado por preservar los elementos esenciales de la crítica filosófica tal como la concebía Hegel, en particular su voluntad de pensar su época de manera rigurosa. No quiere volver al trascendentalismo kantiano ni aceptar la sobrevaloración activista de la conciencia de sí que encontramos en los jóvenes hegelianos que creen disponer con ella del medio privilegiado para cambiar el mundo. Un tiempo más tarde, toda la carga polémica de la Sagrada familia apuntará precisamente contra las ilusiones de una crítica que no se plantea la cuestión de su rol en la sociedad, pero que afirma de entrada su superioridad con respecto a esta última a partir de consideraciones normativas. El verdadero pensamiento crítico, según Marx, debe probar su capacidad de analizar el mundo social y la manera en la que los hombre están integrados en él, y esto sin oponer a lo real un deber ser abstracto que no puede sino revelarse muy pronto como impotente. No puede haber libertad sin que haya relaciones sociales que sean ellas mismas portadoras de libertad. Dicho de otro modo, la conciencia de sí no puede ser solamente conciencia filosófica, sino que debe ocuparse de forjar instrumentos intelectuales para la acción y simultáneamente intentar determinar los obstáculos que puede ella misma ponerle a la transformación de la sociedad. Se pueden además leer los textos sobre la filosofía hegeliana del derecho y el Estado como un cuestionamiento de la conciencia filosófica en sus relaciones con el poder y las formas de dominación. Marx allí denuncia con vigor la complicidad o la connivencia del filósofo Hegel con las figuras contemporáneas del poder (el Estado racional hegeliano), pero no hay riesgo de equivocarnos si afirmamos que también incrimina al «materialismo sórdido» (la aceptación del hecho consumado) de la conciencia filosófica en general y su incapacidad para plantearse seriamente este tipo de problemas.

Por ello no es pertinente atribuirle al joven Marx una concepción restrictiva del proyecto de crítica de la economía política. Desde 1844 es multidimensional y polifónico, incluso si permanece marcado por una concepción esencialista del hombre y de la alienación. Diferentes temas se cruzan y entrechocan, se completan y combaten empujando a la crítica marxiana de la economía más allá de una crítica de las meras relaciones económicas. La crítica de la economía política es, claramente, una crítica de la episteme de la economía clásica, especialmente de su manera de tratar las relaciones de trabajo. Al mismo tiempo, es una crítica de la economía como lugar donde se gestan y cristalizan relaciones sociales y relaciones de los hombres consigo mismos que Marx califica de abstractas. De entrada, esta reflexión se sitúa más allá de los discursos sobre la injusticia o la inhumanidad del capitalismo, se fija como objetivo dar con lo que constituye y caracteriza el vínculo social. La agrupación de los individuos en las relaciones sociales es abstracta, porque son ellos mismos los aislados sociales que, en la competencia, deben abstraerse de sus propios presupuestos sociales (conexiones con los demás y con el mundo social) para afirmarse y preservarse. No es posible producirse a sí mismo sin la sociedad (el conjunto de ensamblajes y relaciones sociales), pero debemos hacerlo también contra ella. Como resultado, la conciencia de sí (un aspecto de la producción de sí mismo) es ella misma abstracta y no puede ser otra cosa que una base muy problemática del trabajo teórico. La crítica de la economía política también consiste en generar las condiciones de una crítica eficaz de la conciencia teórica y darse los medios para pensar de otra manera.

Esta temática está particularmente presente en el «San Max» de La ideología alemana, texto a menudo pasado por alto en virtud de su carácter polémico, cuando contiene desarrollos de gran alcance. Hay, en particular, pasajes muy clarificadores sobre la explotación mutua, es decir, sobre la utilización que los individuos hacen los unos de los otros en la vida social. Marx no tiene problema en mostrar que existe un rasgo fundamental de la sociedad burguesa, la relación de posesión y la búsqueda de dominio que los seres humanos mantienen con el mundo que producen. Sin duda, la explotación mutua puede aparecer en un primer momento como una manifestación de vitalidad de los individuos, o incluso como el establecimiento de relaciones recíprocas. En realidad, se trata de relaciones asimétricas, desigualitarias y conflictivas que suponen la ventaja de unos y la desventaja de otros e implican además una relación utilitaria consigo mismo, es decir, una relación de autoposesión como condición de la relaciones de posesión en general. Pero hay que ir todavía más lejos y darse cuenta de que la explotación mutua, más allá de lo que diga Stirner, se despliega sobre todo como apropiación individual de elementos de producción colectiva. Más allá de la utilización de los individuos en las relaciones intersubjetivas, hay, en efecto, una utilización de los individuos en la producción y más específicamente en la división del trabajo así como en las formas del comercio (Verkehrsformen), es decir, en las formas del intercambio y la comunicación. Digamos que la extensión de los intercambios y la diversificación de la producción va aparejada con la extensión y la intensificación de la explotación y las relaciones utilitarias. La razón que preside estos desarrollos no solo es una razón utilitaria y calculadora, sino también una razón depredadora que apunta a los intercambios materiales y simbólicos entre los seres humanos bajo el prisma casi exclusivo de la posibilidad del beneficio. En un marco así, el saber se presenta como un conjunto de competencias unilateralmente orientadas hacia la producción de conocimientos que puedan valorizarse y que sean utilizables en la división del trabajo.

Todo este trabajo crítico y autocrítico de Marx se pone como meta dejar tras de sí lo que llama la «putrefacción del espíritu absoluto» y la especulación (en el sentido hegeliano), con el fin de promover la «ciencia positiva». Se puede advertir, efectivamente, que ciertos desarrollos de La ideología alemana tienen resonancias empiristas. Sin embargo, hay que evitar convertir a Marx en un positivista, incluso si pueden plantearse dudas en torno a la dialéctica de las relaciones de producción y las fuerzas productivas en cuanto explicación de la dinámica histórica (que aparece en el texto dedicado a Feuerbach). El Marx de 1845 retiene toda una serie de elementos de la crítica filosófica hegeliana, crítica de las categorías del entendimiento, crítica de las representaciones, crítica de las oposiciones rígidas entre lo objetivo y lo subjetivo, pero los sitúa en un marco de referencia muy distinto, el del cuestionamiento de las categorías económicas, de su rigidez, de su abstracción y de los efectos sobre los modos del pensamiento. En ese momento, no se considera en posesión de una teoría ‒conocer no puede ser poseer o disponer del mundo‒ sino de un modo de aprehensión y formulación de problemas. Es lo que vemos desarrollarse en las tesis sobre Feuerbach, y algo más tarde en Miseria de la filosofía y en el Manifiesto comunista. Este proceso de conceptualización crítica y abierta se detendrá, o al menos se aplazará, por la participación de Marx en la Revolución de 1848 en Alemania. Pero, un poco más tarde, exiliado en Londres, retomará en el British Museum lecturas relevantes para continuar con la crítica de la economía política (a partir de 1850). Este trabajo frecuentemente alterado por las vicisitudes políticas de la emigración y los trabajos de subsistencia, llega a una momento muy importante en 1857-1858.

Marx se emplea a fondo en la crítica de la economía política y se libra a un trabajo minucioso de desmontaje de las relaciones económicas y sociales del capitalismo. Ya no se trata, para él, de ceñirse a consideraciones generales sobre la propiedad o la división del trabajo. Lo que le importa es abordar de más cerca las determinaciones formales de los movimientos del capital y sus metamorfosis en cuanto manifestaciones de la valorización, del valor que se valoriza. Como dice en los Grundrisse, el trabajo para el capital no es en primer lugar un dato antropológico sino una actividad que crea valor (wertsetzende Tätigkeit), y en este sentido forma parte del propio Capital y se encuentra arrastrado por sus movimientos. El capitalista no compra al trabajador ni su actividad en general, sino una actividad totalmente específica desde el punto de vista de su valor de uso, una actividad que conserva y desarrolla el capital. Dicho de otro modo, el capitalista compra la parte variable de su capital con la intención de que el trabajador se adapte a esta incorporación condicionando él mismo su manera de trabajar. El asalariado está llamado a desligar de sí mismo su capacidad de trabajo abstrayéndose de lo que quisiera hacer o de lo que le gustaría ser. La capacidad de trabajo (más tarde Marx se referirá a la fuerza de trabajo) no es de este modo otra cosa que un elemento en la circulación y la producción de Capital y la relación social se vuelve una relación del Capital consigo mismo en sus diferentes figuras y momentos. Esto quiere decir que la sociedad está dominada en su funcionamiento y en sus relaciones esenciales por el formalismo del valor y del Capital, y que la socialidad es la circularidad del Capital. Marx también dice que el trabajo objetivado está dotado de una alma por el trabajo vivo, pero se constituye como una potencia extraña frente a este último. La capacidad de trabajo aparece sin sustancia frente a una realidad que no le pertenece: su proceso de efectuación es a la vez proceso de su desrealización (Grundrisse, p. 358).

De igual manera, con respecto la fuerza productiva general de los capitales, la habilidad y la inteligencia de los trabajadores tienen poco peso, tal como lo señala Marx. Es en las máquinas y el maquinismo, es decir, en la utilización capitalista de la tecnología, donde se cristaliza el saber socialmente apreciado y el saber hacer. La acumulación del saber y las fuerzas productivas del cerebro social se vuelven propiedades del capital (cf. Grundrisse, p. 586). En el sentido fuerte del término, la realidad es establecida por el Capital, es, de alguna manera, el resultado de su ser-ahí (Dasein) (Grundrisse, p. 364). Las formas de la valorización en su movimiento (mercancía, dinero, precio, competencia, capital, salario) se afirman en consecuencia como los elementos formadores de formas de vida para los individuos y los grupos. Las relaciones cotidianas se encuentran bajo el signo de los intercambios mercantiles monetarizados, bajo el signo de los intercambios entre los múltiples capitales y el Capital en general. Los ritmos de vida van marcados por los ritmos del trabajo, el horizonte vital está delimitado por lo que se puede esperar en la competencia y del dinero del que se dispone. En la circulación de mercancías y capitales, los individuos son abstractamente iguales, en cuanto cambistas de valores, pero por lo mismo también son indiferentes entre sí. Son libres en los intercambios (de acuerdo a sus medios monetarios). La independencia personal no puede jugar más que en los espacios abiertos por la serie de dependencias objetivas a las cuales todos están sometidos. Evidentemente, ello no excluye que haya resistencias a este formalismo nivelador de la valorización. Podríamos incluso decir que Marx lo considera inevitable, dado que el capital, dejado a su suerte, libera fuerzas terriblemente destructivas. De este modo, hay resistencias contra la extensión del tiempo de trabajo, contra su intensificación, contra el estancamiento de los salarios, etc., en la esfera de la producción. Se pueden incluso descubrir nichos de resistencia en la vida privada, especialmente en las relaciones familiares, de amistad, afectivas. Estas relaciones constituyen de hecho un gran número de medios para no dejarse llevar o hundirse por la indiferencia y la frialdad de las relaciones mercantiles. Permiten especialmente tener un mínimo de relaciones intersubjetivas y no dejarse reducir al estado de muerto viviente o al embrutecimiento (Vertierung) en lo cotidiano. Sin embargo, no hay que esconder que estas múltiples maneras de resistir son ambivalentes en la medida en la que no cuestionan directamente los movimientos y las formas de la valorización, también en la medida en que no impiden y hasta presuponen procesos de identificación con las relaciones capitalistas, con las jerarquías resultantes tanto como con las relaciones de poder. Se puede decir, pues, que las oposiciones y resistencias al Capital no escapan necesariamente a su dialéctica general de la valorización y pueden incluso actuar sobre ella como un acicate para su transformación.

Es por este motivo que en los Grundrisse Marx habla de la subsunción de los seres humanos y sus relaciones bajo la dinámica del Capital. Su actividad se inserta efectivamente en los movimientos del capital y en los campos que este estructura. Los objetos que producen o consumen son objetos formados o preformados por el capital y en cuanto sujetos son sujetos del Capital. Que sean asalariados o capitalistas poco importa, son los soportes de procesos que los superan. Su subjetividad no es, por supuesto, inexistente, pero en el momento mismo en el que intenta expresarse en el objeto y dominarlo se ve arrastrada por él hacia las finalidades del Capital. En términos hegelianos, el autodesarrollo del todo, es decir, la accesión conceptual a la objetividad en la superación del subjetivismo y de la subjetividad particularista, lo garantiza literalmente el autodesarrollo del capital. Los individuos atrapados en las redes de la valorización no pueden dar razón de lo que les adviene, de los sufrimientos que deben afrontar aceptando lo simbólico del Capital (el encantamiento de la mercancía, la acumulación demiúrgica y creadora del Capital, el tiempo completo, las fantasías de control). El pensamiento que quiere dejar atrás lo fortuito, lo contingente, no tiene al parecer otro recurso que el de seguir las vías del Capital, aquellas de la sublimación y la transfiguración, es decir, de la desrealización. Para los individuos, el reino del Capital es en consecuencia el reino de lo esquizoide, de una vida que no se vive (cf. Adorno, Minima Moralia), en la medida en que está dividida, repartida entre exigencias y experiencias incompatibles. Todos los asalariados sometidos a la explotación sufren cotidianamente la experiencia de la violencia del Capital, violencia de su incorporación en el Capital, violencia ejercida sobre sus cuerpos y mentes en la formación y el consumo productivo de su potencia de trabajo. Pero esta violencia omnipresente en las relaciones sociales es constantemente negada, reducida a límites objetivos, es decir, «economizada» y «naturalizada» según las líneas de fuga hacia una imposible normalidad. El capital agresor logra realizar la hazaña de culpabilizar al agredido, obligado generalmente a volver contra sí mismo y contra su entorno la totalidad o una parte de la violencia a la que debe enfrentarse. Al mismo tiempo, el sometido al Capital, acechado constantemente por la desvalorización (de su potencia de trabajo o de sus posesiones), debe emprender un combate por el reconocimiento social, es decir, por la valorización de sí mismo ante los ojos de los demás y ante la propia mirada. Para algunos, el fin de este combate parece ser positivo y estar coronado por el éxito, pero deja un gusto amargo porque se obtiene al precio de la automutilación, de relaciones tensas y degradando a los demás. Para la mayoría, este combate está marcado por esperanzas y ambiciones frustradas, así como por las sucesivas renuncias; es en realidad una fuente de humillaciones interminables. Acaba en la resignación, la búsqueda de sustitutos del éxito y en consuelos más o menos ilusorios. Para evacuar el sufrimiento, los individuos que no pueden ver lo que hacen ni lo que son, porque se encuentran insertos en subjetividades disociadas, deben recurrir a diferentes formas de evasión y sublimación.

Además, a pesar de la acumulación constantemente ampliada de los valores y capitales, el individuo de la sociedad capitalista ‒constata Marx en los Grundrisse (p. 448)‒ es un individuo pobre, acaso sin individualidad (individualitätslos). La sociedad, paradójicamente, no está compuesta de individuos, sino de relaciones que actúan por la intermediación de capitalistas o de trabajadores asalariados. La transformación de la sociedad implica que en lo sucesivo se termine con este estado de las cosas y aparezcan individuos universalmente desarrollados (cf. Grundrisse p. 79), en estado de actualizar sus múltiples conexiones con el mundo (naturaleza y sociedad) remplazando por su socialidad aquella del Capital y su subjetividad monstruosa. Esto quiere decir, entre otras cosas, que hay que poner fin a la sobrecodificación del Capital (el espíritu objetivo) y liberar las relaciones interindividuales y entre grupos gracias a la decodificación de los flujos y las comunicaciones de la valorización (para emplear la terminología de G. Deleuze y F. Guattari en Mil mesetas, 2002, p. 449-482). Desde este punto de vista, Marx está muy lejos de toda idea de filosofía de la praxis (en el sentido, por ejemplo, de Antonio Labriola), entendida como praxis de sujetos creando su mundo objetivo en relaciones de autotransformación y autorrealización a través de la historia (cf. Giovanni Gentile, La filosofia de Marx in «Opéré filosofiche», 1991, pp. 97-224). No acepta ni una idea de una historia acumulativa y finalizada, ni la idea de un ser humano en posesión de virtualidades que no buscan más que actualizarse. En los Grundrisse habla bastante de la autoefectuación de los individuos, pero esta autoefectación es todo lo contrario de una autoefectuación monológica, predeterminada. Se presenta como autoefectuación múltiple, como un descentramiento progresivo con respecto a la unilateralidad maníaca del Capital y como lucha contra los fenómenos de desrealización resultantes. La autoefectuación o autorrealización es tanto una socialización individuante como una individuación socializante, no surge de las profundidades de las subjetividades separadas, se apoya en nuevas prácticas sociales, ellas mismas apuntaladas por la eficacia de nuevas enunciaciones sobre la sociedad y sobre el mundo.

Sin embargo, todas estas conquistas parecen contradichas por la vuelta forzada de Hegel en los Grundrisse (referencias, giros, terminología, etc.). Como es sabido, Marx escribe en una carta a Engels del 14 de enero de 1858 que la lógica de Hegel le resultó muy útil para determinar mejor su propio método y que le gustaría en algún momento explicar todo lo que hay de racional en el método hegeliano. La carta es muy elíptica, pero las cosas se aclaran un poco más en una carta del 22 de febrero de 1858 dirigida a E. Lasalle donde Marx hace explícita su concepción de la crítica de la economía política:

El trabajo de que se trata es, en primer lugar, la Crítica de las categorías económicas, o bien, si quieres [if you like], es el sistema de la economía burguesa presentado en forma crítica. Es a la vez un cuadro del sistema y la crítica de ese sistema a través de su propia exposición (Marx-Engels, Ausgewahlte Briefe, Dietz Verlag, 1953, p. 124).

La lógica hegeliana, que es una lógica de la acción y una dinámica de la conceptualización, luego de su transposición, debe servir para desplegar la exposición crítica del sistema de las categorías económicas. Entre ella y el encadenamiento y los movimientos de la economía hay afinidades que pueden ser significativas. Dicho de otro modo, la procesualidad lógica (según Hegel) que se hace y enriquece con los contenidos (lo finito) presenta analogías con el formalismo del Capital que incorpora a los hombres y la materialidad a través de las metamorfosis de las formas del valor. La Darstellung (la exposición crítica) puede utilizar particularmente los silogismos hegelianos porque esclarecen el paso de una forma a otra y las mediaciones necesarias (cf. Stavros Tombazos, Le temps dans l’analyse économique. Les catégories du temps dans le Capital, 1994). Del mismo modo, es posible referirse a las críticas hegelianas de la representación (Vorstellung) para cuestionar las representaciones espontáneas de la economía. Además, puede resultar interesante la crítica hegeliana de la reflexión que evidencia la insuficiencia de las distancias normativas con respecto a lo dado.

La cuestión es que la Darstellung no es la especulación hegeliana, sino un contraformalismo crítico. La representación-exposición de las formas del valor no solo se ajusta al movimiento de estas formas, sino que muestras las relaciones de absorción-captura del mundo de la vida, del valor de uso y de la materialidad. También muestra que la dinámica de las transformaciones del valor y el Capital suscita incesantemente choques que requieren reajustes: la valorización (creación y realización de valor) puede entonces dar lugar a la desvalorización (Entwertung) de los capitales, de las mercancías y de la fuerza de trabajo. Las formas y su substrato humano y material, pero también las formas mismas, guardan entre sí relaciones que pueden coincidir o no según los avatares de la valorización. Esto significa que en su tarea crítica, la exposición nunca debe permanecer en la superficie, es decir, en el nivel de la realidad económica y social que hace aparecer y al mismo tiempo disimula el funcionamiento del Capital en sus aspectos contradictorios. Tiene que mostrar las distancias y los vínculos, por ejemplo, entre valores y precio, plusvalor y ganancia, explicitando las confusiones recurrentes entre formas y materialidad en el proceso de la valorización que hacen que el capital sea tomado por un conjunto de medios de producción. La exposición crítica se sitúa en una pluralidad de relaciones, eliminación de las barreras simbólicas contra las letanías monológicas del capital y el valor, lo que le permite producir nuevos conocimientos y abrir la perspectiva de una reapropiación de la inteligencia confiscada por los movimientos de la valorización. La teoría ‒lo concreto de pensamiento, para retomar la terminología marxiana de la introducción de 1857‒ ya no pretende limar las asperezas de la empiria, volverlo todo liso para hacer que sobresalgan las regularidades, desenredar lo que está enredado por las abstracciones objetivas del valor, estas formas del pensamiento cristalizadas fuera de los seres humanos e inscritas en las formas del valor. Da una nueva vida a experiencias no reglamentadas, ocultas o reprimidas. Como dice Adorno en Einleitung in die Soziologie (Frankfurt, 1993, p. 91), es una rebelión contra la empiria. Ya no busca dominar las prácticas sino liberarlas estableciendo con ellas nuevos vínculos, premisas de nuevas relaciones sociales del conocimiento.

Después de los Grundrisse, Marx se pone manos a la obra modificando en diferentes ocasiones sus planes para encontrar el modo de exposición crítica más adecuado. Las cosas, sin embargo, se demoran, no solo en razón de sus actividades en la Primera Internacional y por una salud muy frágil, sino también por las tensiones que marcan esta empresa. Marx debe al mismo tiempo abrir un campo teórico y rivalizar con los economistas en su terreno sin quedarse atrapado en él (mostrar las inconsistencias y los errores de Smith y Ricardo, por ejemplo). Necesita encontrar las herramientas teóricas para formular las leyes del movimiento del Capital y mezclar un enorme material empírico para respaldar sus posiciones. No se cansa nunca de retomar los puntos que se consideraban ya conquistados y de intentar nuevas formulaciones. La exposición crítica (Darstellung) no es, de hecho, una secuencia más o menos relajada de argumentaciones y demostraciones, es antes que nada un despliegue ordenado, lógico (la lógica del anti-Capital), de dispositivos conceptuales que desestabilizan los dispositivos conceptuales y los enunciados de la economía. En 1867, Marx logra publicar el libro I de El capital y no consigue más que el éxito de la crítica, en general fundado en errores y malentendidos. La novedad de esta crítica de la economía política es tan radical que la obra no es comprendida. La mayoría de las veces es tomada por lo que no es, un tratado de economía, y se le reprocha de buena gana un lenguaje abstruso (las dificultades del capítulo I sobre la mercancía). En general, se le atribuye al autor de El capital una concepción materialista del valor que lo refiere a una sustancia medida por el tiempo de trabajo, lo que hace desaparecer toda la complejidad de la elaboración marxiana, y particularmente lo que Marx dice de manera muy clara en el capítulo I de El capital:

En contradicción directa con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad en cuanto valores. De ahí que por más que se dé vuelta y se manipule una mercancía cualquiera, resultará inasequible en cuanto cosa que es valor. Si recordamos, empero, que las mercancías sólo poseen objetividad como valores en la medida en que son expresiones de la misma unidad social, del trabajo humano; que su objetividad en cuanto valores, por tanto, es de naturaleza puramente social, se comprenderá de suyo, asimismo, que dicha objetividad como valores sólo puede ponerse de manifiesto en la relación social entre diversas mercancías. (El capital, libro primero, vol. 1., 1975, p. 58).

Sobre tales bases, es evidentemente imposible dar con el alcance de la oposición entre trabajo concreto y trabajo abstracto sobre la cual Marx insiste tanto. Inevitablemente, nos vemos conducidos a no ver sino una oposición de puntos de vista o de modos de presentación de la actividad productiva cuando se trata de una oposición-escisión en el interior mismo de las actividades humanas. El trabajo abstracto y concreto no se encuentra en un espacio tiempo homogéneo. Por un lado, el trabajo concreto como trabajo útil (produciendo valores de uso) es ejecutado por individuos de carne, por cuerpos e inteligencias en acción en contacto activo con su entorno (natural y técnico). Por el otro, este trabajo vivo se concede a sí mismo al Capital en cuanto trabajo abstracto acumulado. Entra en la esfera del trabajo abstracto donde los gastos individuales son atropellados y tratados por múltiples agenciamientos: despotismo empresarial, repartición del trabajo entre diferentes ramas, escalas de cualificación, entrada de los productos de trabajo en la circulación de mercancías, combinación de fuerzas de trabajo entre sí por la intermediación de la tecnología y la ciencia aplicada. Marx subraya particularmente este último punto: la jornada laboral del asalariado es una jornada combinada, a efectos múltiples en razón de sus entrecruzamientos con otras jornadas laborales. El trabajo no pagado que se apropia el capitalismo desborda pues la fracción no pagada del gasto de trabajo del trabajador tomado aisladamente. Se sigue que si el trabajo necesario puede ser llevado por los asalariados a medios de subsistencia individualizados, no sucede lo mismo con la plusvalía o plusvalor que no puede nunca ser completamente individualizado (es cierto que hace falta, de todas maneras, individuos que la produzcan). En realidad, resulta de una confrontación permanente entre le conjunto de los agenciamientos y procesos del Capital (proceso de trabajo, proceso de producción, proceso de circulación, proceso de realización de la plusvalía) y los trabajadores aislados en sus gastos de fuerza de trabajo.

Para comprender todo esto hay que ir hasta el final de la exposición crítica (Darstellung) para permitirle ser una totalidad concreta de pensamiento deconstruyendo las generalidades abstractas del Capital. El trabajo en sus manifestaciones inmediatas, enceguecedoras, debe ser mediatizado, es decir, desarrollado en sus múltiples determinaciones para no ser fetichizado. Sin embargo, Marx debe constatar que a su alrededor se apresuran a tomar al trabajo por una realidad inmediata que no necesita ser mediatizada. Se irrita cuando ve en lo que se convierten sus elaboraciones bajo la pluma de los cuidadosos divulgadores que realizan resúmenes del libro I de El capital. Anota e intenta corregir desde la consternación el resumen o compendio de Johann Most; prohíbe, por lo demás, que su nombre aparezca bajo cualquier forma como colaborador en una reedición de este compendio. Más grave, para él, es la dirección que toman las cosas en la socialdemocracia alemana en formación. En una carta a W. Bracke en mayo de 1875, luego en las notas marginales, habla de toda la cólera que suscita en él el programa de Gotha por la unificación de los lassalleanos y los eisenachianos (Liebknecht, Bebel). Se rebela especialmente contra el culto al trabajo que ve operando en el texto. Señala que el trabajo no es el creador de todas las riquezas (si nos referimos a valores de uso) y que hay que tener en cuenta a la naturaleza. Critica también con amarga ironía la recuperación que hace el programa de la noción lassalleana de derecho del asalariado al producto del trabajo, porque esto supone borrar los aspectos sociales más esenciales del trabajo y reducir la teoría del valor a una teorización de tipo ricardiano (sin las sutilezas de Ricardo). De manera significativa, estas quejas de Marx tienen poco efecto o ninguno, y le toca resignarse y ver cómo sus críticas se guardan en un cajón por un largo periodo.

A lo largo de este periodo, Engels apoya a menudo a Marx contra las tonterías o burradas de los dirigentes socialdemócratas, para citar algunas de las palabras poco amables proferidas por el autor de El capital. Pero no podríamos hablar, a pesar de ello, de una identidad de posiciones entre ambos, al margen de la estrecha colaboración y de su profunda amistad. Engels es un segundo violín (para emplear su propia expresión) que toca su propia partitura y de una manera muy original. No repite a Marx, interpreta y adapta sus propias concepciones.

En una artículo sobre Marx publicado en 1878 en el Volkskalender de Braunschweig (cf. MEW, tome 19, Berlin Dietz Verlag, 1962, pp. 96-106), subraya lo que constituye según él los dos descubrimientos más importantes de Marx. En primer lugar, está la lucha de clases como motor de la historia que encuentra su origen en la necesidad para los seres humanos de producir y reproducir su propia vida en condiciones y modos de organización determinados. El segundo gran descubrimiento es la explicación de la relación Capital-trabajo como relación entre los capitalistas dueños de los medios de producción y de subsistencia y los proletarios que no tienen más que su fuerza de trabajo para vivir y que producen valor para los capitalistas. Este texto de divulgación muestra claramente que los dos amigos están en posiciones sensiblemente alejadas, incluso si coinciden en bastantes puntos, contra las excesivas simplificaciones de los dirigentes socialdemócratas. Al menos desde los Grundrisse, Marx ya no hace de la lucha de clases una clave de lectura de todas las sociedades y ya no funda la noción de producción social sobre la simple producción y reproducción de la vida (beber, comer, refugiarse), sino sobre la producción y la reproducción de los individuos y sus relaciones sociales (lo que evidentemente implica lo material y lo simbólico). Asimismo, podemos constatar que Engels, a propósito del segundo descubrimiento, tiende a sustituir las formas del Capital y el valor por relaciones derivadas entre capitalistas y asalariados, lo que deja de lado aspectos fundamentales del análisis marxiano.

Tras la muerte de Marx, las divergencias se hacen más profundas, incluso si Engels quiere ser el fiel ejecutor de su testamento y se entrega de lleno a la publicación de lo que se llamará libros II y III del Capital. En un texto titulado Complemento y suplemento al libro III de El capital, donde expone detenidamente su concepción del valor y su perspectiva sobre el famoso problema de la transformación de valores en precios de producción, salta inmediatamente a los ojos del lector atento que desarrolla una teoría histórico genética del valor. Comentando los textos de Werner Sombart y Conrad Schmidt, que hacen del valor un hecho lógico (Sombart) o una ficción teórica necesaria (Schmidt), afirma de manera significativa que:

Ni Sombart ni Schmidt […] toman suficientemente en cuenta que no sólo se trata aquí de un proceso puramente lógico, sino de un proceso histórico y su reflejo explicativo en el pensamiento, de la consecución lógica de sus conexiones internas (El capital, libro tercero, vol. 8, 2009, p. 1131).

Para justificar esta toma de posición es cierto que cita un pasaje ambiguo de Marx donde este escribe que

el intercambio de mercancías a sus valores o aproximadamente a sus valores requiere un estadio muy inferior al intercambio a precios de producción, para el cual es necesario determinado nivel de desarrollo capitalista (El capital, libro tercero, vol. 6, p. 224).

Pero si miramos el texto marxiano de más cerca nos damos cuenta fácilmente de que Marx1 no pretende realizar el historial de la mercancía, sino aclarar su argumentación, como hace a menudo, con razonamientos auxiliares e ilustraciones históricas. En cambio, para Engels, como lo demuestra en el prefacio del libro IV, desarrollar no es desplegar un antiformalismo crítico, ajustarse a las formas para que aparezcan las contradicciones. En un pasaje totalmente sorprendente, escribe:

resultará claro, sin duda, por qué Marx, al comienzo del primer tomo, en el cual parte de la producción mercantil simple en cuanto su supuesto histórico, para luego llegar desde esta base hasta el capital, por qué, decíamos, parte precisamente de la mercancía simple y no de una forma conceptual e históricamente secundaria, de la mercancía ya modificada de manera capitalista […] (El capital, libro tercero, vol. 6, pp. 16-17).

Aquí hay un contrasentido evidente, porque Engels ha leído en el texto de Marx algo que allí no se encuentra. En el libro primero de El capital, realmente no se habla de la producción simple, sino de la circulación mercantil simple, es decir, de un momento del despliegue de las formas de la valorización capitalista. Procediendo tal como lo hace, Engels simplemente elimina el corte entre los modos de producción precapitalistas donde la mercancía no remite al trabajo abstracto y el modo de producción capitalista donde la mercancía está intrínsecamente ligada al trabajo abstracto. Introduce la continuidad donde hay discontinuidad, lo que no deja de tener graves consecuencias. El valor se vuelve de alguna manera una prolongación natural de las actividades inmediatas de la producción sin que se pueda poner en un primer plano la cuestión de la modalidades sociales, de captación de estas actividades. El trabajo practicado en la sociedad capitalista ya no puede desmontarse, se vuelve una realidad imponente, evidente, y que en su evidencia permanece como indiscriminada y discreta2.

Todo ello explica que Engels haya subestimado el alcance de las implicaciones del problema de la transformación de valores en precios de producción. Para él, se trata esencialmente de un problema técnico donde hay que determinar y calcular las relaciones entre dos tipos de magnitudes. Sin embargo, en los textos legados por Marx se trata indiscutiblemente de un problema lógico, en el sentido en que él lo entiende, es decir, un problema de relación del Capital con sus propios componentes y determinaciones tanto como de relación con sus presupuestos materiales y humanos (cf. sobre este problema Stavros Tombazos, op. cit., y Daniel Bensaïd, Marx l’intempestif, París, 1995). No considera pues los valores como ficciones teóricas o incluso hipótesis científicas útiles, sino como determinaciones esenciales del Capital (Daseinsbestimmungen). No puede, en efecto, renovación o reproducción ampliada del Capital si no hay procesos de creación de valor (Wertschöpfung), es decir, utilización masiva de la fuerza de trabajo, es decir, de jornadas de trabajo para producir valores nuevos que implican el plustrabajo (o el plusvalor). Desde luego, la creación de valores, como nexo indestructible entre el capital y las jornadas de trabajo en su dinámica de metamorfosis en trabajo abstracto (y en plusvalor), no es visible, pero produce efectos incontenibles. Más exactamente es una mediación en acto, una diferenciación del Capital consigo mismo que se manifiesta en un primer momento como interiorización, es decir, como movimiento de incorporación. No obstante, esta explotación global del trabajo por el Capital total, para emplear los términos de Marx, no puede ser suficiente para el Capital, precisa completar la incorporación por la exteriorización, es decir, por la realización de la plusvalía y su propia realización. El plusvalor o plusvalía, producida socialmente, es, por estos movimientos, repartida proporcionalmente a los capitales implicados (capital constante más capital variable). En este nivel, que es el de la apariencia o los fenómenos por oposición al de la esencia (la Wertschöpfung), dice Marx que

El valor de las mercancías ya sólo se manifiesta directamente en la influencia de la fluctuante fuerza productiva del trabajo sobre la baja y el alza de los precios de producción, sobre su movimiento, y no sobre sus últimos límites. (El capital, libro tercero, vol. 8, p. 1054).

En el proceso de transformación y en el punto en el que culmina, el Capital termina por hacer que se olvide de dónde viene y de dónde saca su fuerza. Parece no confrontarse ya más que con problemas de distribución entre factores de producción; Marx escribe sobre este asunto:

los componentes de valor de la mercancía se enfrentan unos a otros como réditos autónomos que en cuanto tales están referidos a tres fuerzas operantes en la producción totalmente diferentes entre sí — el trabajo, el capital y la tierra— y que, por ende, parecen brotar de éstas. La propiedad de la fuerza de trabajo, del capital y de la tierra es la causa que hace que esos diferentes componentes de valor de las mercancías recaigan en esos respectivos propietarios y, por ende, los transforma en réditos para ellos. Pero el valor no surge de una transformación en rédito, sino que debe existir antes de que pueda transformarse en rédito y asumir esa figura. La apariencia inversa se consolida con tanto mayor necesidad, por cuanto la determinación de la magnitud relativa de esas tres partes obedece a leyes heterogéneas entre sí, cuya conexión con el valor de las mercancías mismas y cuya limitación por dicho valor en modo alguno se muestra en la superficie (El capital, libro tercero, vol. 8, p. 1101).

La bulimia del Capital puede de esta forma disimularse detrás de la competencia entre los réditos, es decir, detrás de lo que Marx llama relaciones de distribución, ocultando simultáneamente las relaciones de producción. Por este motivo, en razón de esta intermitencia, hay apariencias a nivel del modo de aparición triple de los réditos y triplicidad de los procesos de fetichización, es decir, luego del fetichismo de la mercancía y el del trabajo (confundido con sus aspectos inmediatos), el fetichismo del modo de adquisición de los réditos. Las categorías económicas tal como se presentan a los agentes de la sociedad capitalistas son las de la superficie o del modo de aparición: proveen explicación como trampantojos que no ofrecen los medios para ubicarse realmente en la dramaturgia del capital. En su producción y reproducción de las categorías económicas, el capital no puede más que suscitar lo inexplicable y lo irracional por estas máscaras de carácter en las que son transformados los seres humanos.

Esto vale para los capitalistas, pero también para los trabajadores asalariados, porque el salario en su modo de aparición como precio del trabajo, como dice Marx (cf. El capital, libro tercero, vol. 8, p. p. 1048), no es más que una expresión irracional del valor de la fuerza de trabajo. Apoyarse en el trabajo bajo su forma inmediata y en el salario tomado como precio del trabajo en cuanto elementos de orientación para la construcción de organizaciones de explotados es, en consecuencia, integrarse nolens volens en la reproducción de las relaciones sociales. En función de sus propios errores teóricos, es esto lo que Engels no llega a percibir con claridad, y lo que lo lleva a subestimar el peligro que pesa sobre las organizaciones del proletariado de estancarse en el orden capitalista. No comprende demasiado las relaciones dubitativas, interrogativas e inquietas que Marx guarda con el movimiento obrero. Consejero y censor a menudo escuchado de la socialdemocracia, no le otorga más que un limitado crédito a los ataque de Marx contra las nociones de «Estado libre» o de «Estado popular» que propaga la socialdemocracia alemana. Sería injusto, sin duda, acusarlo de estatolatría, pero está muy alejado de las reflexiones críticas de Marx sobre el estatismo, sobre los vínculos que puede haber con el fetichismo del trabajo y el igualitarismo abstracto. En El origen de la familia, de la propiedad privada como en el Estado como en El anti-Dühring no encontramos el desarrollo de análisis sobre la inclusión de mecanismos estatistas y políticos en la reproducción ampliada del Capital. En cambio, encontramos puntos de vista bastante sorprendentes sobre la crisis de la sociedad capitalista y la dinámica de la transformación social (o de la revolución social). El capital es concebido esencialmente como anarquía de la producción, como ausencia de planificación consciente de los procesos económicos. En este marco, las relaciones de producción que crean la anarquía se enfrentan a una revuelta creciente de las fuerzas productivas y más precisamente de los medios de producción. Engels llega a escribir lo siguiente en Socialismo utópico y socialismo científico: «La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción». (MEW, tomo 19, p. 224).

Lo que Marx llama en el libro primero de El capital subsunción real bajo el mandato del Capital en la gran industria es entonces para Engels letra muerta, y este no teme afirma en su texto De la autoridad que no se puede suprimir la autoridad en la industria (incluyendo el autoritarismo de las mercancías) sin suprimir la propia gran industria (cf. MEW, tomo 18, p. 307). En esencia, lo que propone es sustituir por la organización proletaria la organización capitalista gracias a la toma del Estado que pasará progresivamente a la administración de las cosas, y esto sin que las relaciones de trabajo sean verdaderamente cuestionadas. Desde este punto de vista, el contraste con Marx no puede ser más evidente, dado que él, en sus notas sobre el libro de Bakunin Staatichkeit und Anarchie (Estatismo y anarquía) dice que el proletariado en el curso del periodo en el que vive para derrocar a la vieja sociedad, actúa todavía sobre la base de ésta y posteriormente pasa a formas políticas que pertenecen al pasado y en consecuencia no alcanza su constitución definitiva (cf. MEW, tome 18, p. 636).

Después de esto puede sorprender que Engels pueda, al contrario, calificar de «concepción genial del mundo» la teoría de Marx, contradiciendo sin darse cuenta todo lo que Marx intenta pensar bajo los términos de crítica de la economía o de exposición (Darstellung). Aparentemente, para Engels, la obra de Marx no está verdaderamente inacabada, no hay tensiones entre proyecto y ejecución, dudas sobre los caminos que hay que seguir para progresar hacia la crítica. Para él, está completa, porque parece proveer un marco de interpretación universal de la historia y la sociedad que es suficiente alimentar con nuevos hechos y teorizaciones secundarias para perfeccionarla y volverla más operatoria. Esta tendencia a limar las asperezas, a hacer desaparecer los problemas y las dificultades se encuentra en lo que sigue siendo uno de los grandes méritos de Engels, la edición póstuma de los libros II y III de El capital presentados como obras cuasiconcluidas. Sin embargo, los investigadores que trabajan en la nueva MEGA (Marx-Engels Gesamtausgabe) lo dicen de manera bastante cruda: no hay manuscritos cuasiterminados de El capital sino una masa considerable de textos a menudo dispares, con numerosas variantes de las que encontramos solo una parte en los libros II y III seleccionados y ordenados por Engels. En consecuencia, preparan una edición más completa de los libros II y III, pero la edición más completa posible con los manuscritos de Marx dejándoles el carácter de trabajos en curso de elaboración (véase sobre este tema el artículo de un colaborador de la nueva MEGA Rolf Hecker Zur Herausgeberschaft des Kapitals durch Engels. Resümee der Bisherigen, Edition in der MEGA in Utopie Kreativ, Berlin, novembre 1995, pp. 14-24). La exposición (Darstellung) debería retomar de esta manera todas sus características críticas y sin duda abrir nuevos horizontes para la crítica de la economía política.

Pero, sin necesidad de esperar, nada nos impide intentar de inmediato una nueva lectura de los textos innegablemente auténticos legados por Engels. Esto puede resultar particularmente interesante a propósito de las numerosas anotaciones sobre las clases sociales, especialmente en el libro III. A este respecto se puede hacer una primera constatación: en ningún sitio Marx habla de clases como sujetos actuantes o como actores colectivos que intervienen conscientemente en las relaciones sociales. Para él las clases son conjuntos de procesos y movimientos sociales que no pueden ser asimilados a entidades estables. Las clases no se reproducen nunca de manera idéntica, porque son permanentemente reestructuradas por la acumulación y circulación del capital. Los cambios en las relaciones entre capital-mercancía, capital-dinero y capital industrial desplazan, sin romper su continuidad, las relaciones entre los diferentes segmentos de la burguesía y los cambios ininterrumpidos de las maquinarias (tecnologías) imponiendo además transformaciones rápidas de los modos de gestión de la fuerza de trabajo y de su reproducción. De igual manera, la clase de los asalariados explotados (todos aquellos que producen plustrabajo) está sometida a mutaciones incesantes en su composición (jerarquía de tareas, cualificaciones, modalidades de formación, modos de inserción en el proceso de trabajo y en el proceso de producción, etc.) y se ve renovada con gran frecuencia por las migraciones y el aporte de la movilidad social (éxodo rural, por ejemplo). Por supuesto, las clases se confrontan y se enfrentan, se articulan entre sí de múltiples maneras, condicionándose en sus propias relaciones, pero hay que tener en cuenta que en estos intercambios siempre se encuentran en mediación con el capital, se transmiten los movimientos del capital al mismo tiempo que se adaptan a ellos. Además no hay, en sentido estricto, una unidad de los comportamientos dentro de las clases, porque la competencia entre los individuos y los grupos es la regla más que la excepción. Sin duda entre los explotados y los dominados hay modos espontáneos de resistencia a la explotación (contra la intensificación del trabajo, contra el aumento de su duración, contra la disminución de los ingresos, etc.) que reúnen a muchos de ellos, pero sigue siendo esporádico, intermitente y no excluye las divisiones y oposiciones sobre la manera de defenderse o de obtener el mejor precio por el trabajo.

En cuanto funcionarios del Capital, los capitalistas consiguen con mayor facilidad su unidad, porque les alcanza con plegarse a los movimientos del Capital y acompañar la presión que ejerce sobre la fuerza de trabajo para incorporarla como capital variable. Como dice Marx, ni siquiera están obligados a comprender lo que sucede, porque fundamentalmente solo tienen que vigilar los beneficios empresariales, las tasas de interés y las fluctuaciones del mercado de trabajo para determinarse. La irracionalidad de lo que sucede en la superficie de los procesos económicos no los altera excesivamente, porque esta irracionalidad no es una obstáculo para el mantenimiento y la reproducción del capital. Para los explotados, al contrario, los efectos devastadores de la dinámica del capital, su carácter a menudo ininteligible a partir de la forma salario (como precio del trabajo) en su oposición a otras formas de ingresos (ingresos del capital y renta de la tierra) crean una situación de «incertidumbre ontológica» difícil de soportar (cf. Adorno, Einleitung in die Soziologie, p. 130). Es esto lo que explica las numerosas oscilaciones entre inestabilidad y rigidez existencial: no sabemos a qué santo rezarle o, al contrario, nos aferramos a identidades y certezas forzadas. Todo esto repercute naturalmente en los modos de agregación y solidaridad y en las formas de acción colectivas. Son los individuos sacudidos por la competencia y marcados por el aislamiento frente a los dispositivos del capital los que deben actuar. En lo cotidiano, se dan a menudo los medios para ser solidarios frente a la represión patronal, la enfermedad y el accidente, pero en cuanto se trata de forjar los instrumentos para intervenir colectivamente en campos más amplios y de manera sostenida, tienen tendencia a construir organizaciones que son exteriores con respecto a ellos mismos. La mayoría de las veces buscan la seguridad contra lo que los desestabiliza y un mínimo de apoyo frente a los sentimientos de impotencia que los asaltan regularmente. Se proyectan en mitos milenaristas o en relatos sobre el fin del capital, entregan de más o menos ciegamente su confianza a figuras carismáticas y a potentes organizaciones burocratizadas a nivel político y sindical. En un contexto como este, sin duda puede existir una vida asociativa intensa (asociaciones mutualistas, culturales, clubs de ocio, etc.) que moderan en parte los efectos de la burocratización de las organizaciones de masas. Pero hay que advertir que esto no modifica de manera fundamental la relación de delegación que los explotados guardan con las organizaciones que se supone que los representan y no cambia tampoco las formas de vida dominadas por los movimientos de la valorización. Por este motivo, también a su manera, el mundo de la organización es para ellos un mundo decepcionante y y desconcertante, lo que puede conducir a muchos a la angustia y la resignación.

Es cierto que sin estas instituciones buena parte de las batallas no podrían llevarse a cabo y Marx, en sus textos contra los anarquistas, no se cansa de repetir que las mejoras conseguidas en materia de duración del trabajo y aumento de los salarios tienen efectos positivos para la vida de los trabajadores al disminuir la presión que el Capital ejerce sobre ellos. Sin luchas ni organizaciones los trabajadores asalariados estarían aún más aislados como individuos y sería nefasto adoptar una actitud de todo o nada (por ejemplo, rechazar la intervención en el ámbito de la legislación laboral). Sin embargo, esto no debe impedir que se plantee el problema de las relaciones de desconocimiento que producen las instituciones llamadas proletarias con respecto al mundo del Capital. Al defender los salarios como ingresos del trabajo, ocultan la captación y los condicionamientos de las capacidades de actividad de los asalariados en fuerza de trabajo asimilable al capital variable, ocultan de igual modo el hecho de que, detrás del trabajo inmediato como gasto de energía individual, hay una relación social tanto como trabajo combinado y colectivo. La conclusión se impone, incluso si Marx no lo dice explícitamente: la relación social de desconocimiento debe ceder el lugar a una relación social de conocimiento de los mecanismo de captación o captura del trabajo vivo por el trabajo muerto (el capital). Para ello, en primer lugar hay que hacer que aparezca la realidad de los que Marx llama el trabajador colectivo, que no se reduce a la cooperación en las empresas o los centros industriales, sino que engloba las múltiples formas de combinación de actividades y de interdependencia en la producción social. Ya no es la valorización (la Wertsetzung) lo que es objeto de un conocimiento privilegiado, sino lo que la desborda, las actividades poyéticas de los seres humanos, sus intercambios simbólicos y materiales. Pero en este nivel hay que estar alerta frente a un error: en ningún caso se trata de tomar el valor de uso, el trabajo concreto, las comunicaciones, como referentes sólidos y fiables o como puntos de apoyo ya adquiridos para la transformación social. En efecto, no pueden perder su carácter secundario con respecto al Capital más que si procedemos a la deconstrucción axiomática de este último, es decir, a la deconstrucción y desnaturalización de los principios de síntesis social y de los enunciados operatorios de la valorización que impone a los individuos de la sociedad capitalista (consúltese con respecto a este tema G. Deleuze, F. Guattari, Mil mesetas). Con este fin, lo que sucede en la superficie de las relaciones sociales debe relacionarse con las leyes del movimiento del capital. Al mismo tiempo los intercambios cognitivos entre los individuos y los grupos deben despojarse de las formas de apropiación posesiva, de acaparamiento y jerarquización que juegan a favor de la valorización particularista de los saberes. En este sentido, la producción de nuevos conocimientos es inseparable de la construcción de nuevos vínculos sociales, de nuevas temporalidades opuestas a las del Capital, para sacar a la luz lo que está reprimido y olvidado para satisfacer las exigencias del Capital. El conocimiento como nueva relación social se afirma de esta manera como superación del aislamiento, de la competencia, y sobre todo de la violencia en las relaciones interindividuales.

Si tomamos esta dirección, la lucha de clases se muestra bajo una luz diferente. Ya no es solamente la lucha contra la explotación económica y la opresión política, también es la lucha por la afirmación de los individuos asociados y sobre todo lucha por la afirmación del trabajador colectivo (o del «general intellect») contra la segunda naturaleza establecida por el Capital y especialmente contr la «naturalidad» del trabajo de vigilancia y dirección. En el capítulo XXIII del libro III de El capital Marx señala que este tipo de trabajo no está intrínsecamente ligado a la producción de plusvalía (o plusvalor) o a la reproducción del Capital y que puede ser sensible a la atracción del trabajador colectivo y llevado a fundirse con él. En este sentido escribe:

La propia producción capitalista ha hecho que el trabajo de dirección superior, totalmente separado de la propiedad del capital, ande deambulando por la calle. De ahí que se haya tornado inútil que el propio capitalista desempeñe esta tarea de dirección superior. Un director musical no tiene por qué ser, en absoluto, propietario de los instrumentos de la orquesta, ni pertenece a sus funciones como director el que tenga algo que ver con el “salario” de los músicos restantes. […] Decir que este trabajo es necesario en cuanto trabajo capitalista, en cuanto función del capitalista, no significa sino que el vulgo no puede imaginarse las formas desarrolladas en el seno del modo capitalista de producción separadas y liberadas de su carácter capitalista antagónico (El capital, libro III, vol. 7, pp. 494-495).

Esta lucha por despojar al capital de las potencias sociales e intelectuales de la producción encuentra, por supuesto, un obstáculo considerable con la gran diferenciación de las funciones y tareas en la economía. Pero no es imposible de superar si oponemos a la diferenciación capitalista, que es una diferenciación jerarquizada (de privilegios y prerrogativas), una diferenciación socializante y asociativa (movilidad de funciones y tareas, renovación de las formaciones, etc.). El Marx de La crítica del programa de Gotha lo dice bastante bien: no se trata de nivelar, de alinear a todo el mundo a partir de consideraciones igualitarias abstractas, se trata, al contrario, de permitir a cada uno tener conexiones múltiples y ricas con el mundo y con los demás abriéndose al máximo posible de intercambios.

No corremos el riesgo de equivocarnos si afirmamos que Marx tenía en vista una suerte de proceso de exposición (Darstellung) práctica donde los individuos se apoyan mutuamente (por oposición a la explotación mutua de Stirner) para sacar el mejor partido de las situaciones o acontecimientos y salir de sí mismos. Esto pone en relieve hasta qué punto la cuestión de las formas de acción y las formas de organización se vuelven decisivas. Sobre este punto, Marx no es muy hablador, pero podemos darnos cuentas fácilmente de que está muy lejos de aquellos que han teorizado sobre las formas de acción y organización del movimiento obrero en la época de la II y III Internacional. A título de ejemplo, podemos tomar al Lukács de Historia y conciencia de clase y sus «Observaciones metodológicas sobre la cuestión de la organización». Lukács en este texto denuncia de manera muy eficaz las concepciones organicistas de la organización, es decir, las concepciones dominantes en la II Internacional, marcadas por la idea de que la evolución de la sociedad capitalista conduce al socialismo por procesos cuasinaturales (concentración y centralización del Capital). No vale la pena señalar que este economicismo optimista en realidad deja que opere la lógica del Capital y permite muchas adaptaciones oportunistas. Las formas de organización, las del partido de masas socialdemócrata en este caso, se caracterizan en el fondo por no implicar fuertes consecuencias para la acción. Precisamente, no tienen vínculos con las prácticas revolucionarias y pueden sin demasiado coste darse aires democráticos tolerando discusiones entre reformistas y revolucionarios siempre que no se sigan de efectos desestabilizadores para el aparato. A estas concepciones quietistas, Lukács opone una concepción de la organización como mediación entre teoría y práctica y como medio de hacer frente a la «crisis ideológica interior del proletariado» debida al retraso de su conciencia con respecto a las tareas revolucionarias, especialmente cuando la sociedad es sacudida en sus fundamentos (cf. Historia y conciencia de clase, 1969, p. 317). Esta mediación es el partido como figura autónoma de la conciencia de clase y como momento de la toma de conciencia del proletariado. Ahí donde se manifiestan reacciones más o menos caóticas, el partido revolucionario introduce la disciplina y empuja a la absorción de la personalidad en la praxis (cf. Historia y conciencia de clase, 1969, p. 334).

Sin embargo, hay algo ahí francamente contrario a la idea marxiana de los procesos emancipatorios con respecto a las coacciones del trabajo que se concretiza especialmente en las tendencias al desarrollo de individualidades multilaterales. Si atendemos a los textos de Marx sobre la I Internacional, vemos con claridad que no sitúa las formas de organización al amparo de una disciplina de hierro y de una depuración casi permanente. En un pasaje muy significativo de La guerra civil en Francia escribe:

La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna, y la variedad de intereses que le han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno, que habían sido todas fundamentalmente represivas (La Comuna de París, 2010, p. 40).

Celebra la unión y el concurso fraternal que se dan los obreros, subraya la importancia de la iniciativa social en los procesos que se produjeron bajo la Comuna, iniciativa social que debe permitir al pueblo recuperar su propia vida social. No busca imponer formas de organización y acción predeterminadas, llama, al contrario, a los deseos de una pluralidad de formas de organización, complementarias y evolutivas, es decir, que se transforman a medida que los procesos emancipatorios se profundizan y liberan el trabajo, «condición fundamental y natural de toda vida individual y social» (La guerre civile en France, 1972, p. 73). Ciertamente es difícil ver en estas indicaciones una teorización elaborada de las formas de acción y organización, y a fortiori de las formas políticas. Hay que reconocer, además, que los textos de Marx sobre el Estado, la burocracia, la dictadura del proletariado, etc., saben a poco. Pero debemos apuntar a su favor la obstinación con la que ha sido fiel hasta el final a la exposición crítica (Darstellung), lo que hace que quede mucho por descubrir y que sea de una actualidad que no se debilita. 

Bibliografía

T.W. Adorno (1993), Einleitung in die Soziologie, Suhrkamp verlag, Frankfurt/Main.
T.W. Adorno (1995), Kants Kritik der reinen Vernunft, Suhrkamp verlag, Frankfurt/Main.
D. Bensaîd (1995), Marx l’intempestif, Fayard, Paris.
G. Deleuze, F. Guattari (1980), Mille Plateaux, Editions de Minuit, Paris.
K. Marx (1953), Grundrisse der Kritik der politischen oekonomie, Dietz verlag, Berlin.
K. Marx (1953), Ausgewählilte Briefe, Dietz verlag, Berlin.
K. Marx (1972), La guerre civile en France, Editions en langues étrangères, Pékin.
K. Marx (1976), Le Capital, Livres I, II, III, Editions sociales, Paris. [Para la traducción recurrimos a las ediciones de El capital de Siglo XXI de 1975 para el libro primero y la del 2009 para el libro tercero].
S. Tombazos (1994), Le temps dans l’analyse économique. Les catégories du temps dans le capital, Cahiers des saisons, Paris.

Fuente: Jean-Marie Vincent, «Marx l’obstiné», en M. Vakaloulis et J.-M. Vincent (dir.), Marx après les marxismes, tome 1, París: L’harmattan, 1997, pp. 9-45.

Se encuentra en línea en http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article134

1Sin embargo, de manera totalmente unívoca Marx escribe en el libro primero de El capital: «Tan sólo entonces, cuando el trabajo asalariado constituye su base, la producción de mercancías se impone forzosamente a la sociedad en su conjunto, y es también en ese momento cuando despliega todas sus potencias ocultas. Decir que la interferencia del trabajo asalariado falsea la producción de mercancías es como decir que la producción de mercancías no se debe desarrollar si quiere mantener su autenticidad» (p. 725)

2Los autores de Para leer El capital percibieron adecuadamente las diferencias entre Marx y Engels y subrayan el historicismo de este último. Sin embargo, no trataron el problema del trabajo abstracto en todas sus dimensiones (abordado especialmente por Louis Althusser). Esto los conduce a concebir el proceso de trabajo y el proceso de producción esencialmente como procesos materiales y no como procesos de valorización. Se puede considerar que este impasse se debe a una concepción demasiado estrecha de lo concreto pensado (simple resultado de la producción de conocimientos), mientras que para Marx es producción intelectual opuesta a lo abstracto pensado (el pensamiento puro) adherido a las formas de pensamiento objetivas (parte de las abstracciones reales). Lo concreto pensado participa en la exposición crítica.

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