Entrevista a Michel Henry sobre su lectura de Marx (realizada en 1996 por Philippe Corcuff y Natalie Depraz)

Michel Henry – Un Marx desconocido: la subjetividad individual en el corazón de la crítica de la economía política.

Michel Henry (1922-2002) fue un gran filósofo francés de la segunda mitad del siglo XX, apreciado por varias generaciones de filósofos pero hoy en día poco conocido entre el gran público. Sin embargo, fue también escritor y obtuvo el premio Renaudot por su novela L’amour les yeux fermés en 1976 (Gallimard).

Nació el 10 de enero de 1922. Su tesis de maestría de filosofía, defendida en 1943, es una lectura original de Spinoza (se titula Le bonheur de Spinoza y fue reeditada en 2004 por PUF) [En castellano: La felicidad de Spinoza, La cebra, 2009].

Inmediatamente después de la defensa se unió a la resistencia. En el maquis del Alto Jura, donde combatió, su nombre en clave era Kant. Al finalizar la guerra, por un tiempo se acercó a los socialistas de la SFIO. En 1945 pasó las pruebas para convertirse en profesor de filosofía y enseñó en la Universidad de Montpellier desde 1960 hasta 1982, cuando se jubiló. Su trabajo se ubica en el marco de la fenomenología que comienza con Husserl en el siglo XX, pero poco a poco fue rompiendo con la dimensión principalmente intencional de este último, explorando de manera singular una fenomenología del cuerpo subjetivo y de la carne. Una de sus últimas obras se radicaliza en esta perspectiva: Incarnation: Une philosophie de la chair (Seuil, 2000) [En castellano: Encarnación. Una filosofía de la carne, Sígueme, 2018].

En 1965, comenzó a trabajar sobre Marx, en una perspectiva no «marxista». Los dos tomos de su Marx se publicaron en 1976 en Gallimard (El tomo 1, titulado Une philosophie de la réalité, y el tomo 2, Une philosophie de l’économie) [En castellano: Marx, vol I: Una filosofía de la realidad, y vol II, Una filosofía de la economía, La cebra, 2019], pero fueron poco discutidos por las diversas obediencias «marxistas», todavía muy poderosas en la universidad francesa. Hay que decir que afirma, de manera provocadora y desde el principio de la obra, que «El marxismo es el conjunto de contrasentidos que se han dicho sobre Marx» (tomo 1, p. 9). Pero, sobre todo, despliega una lectura nueva, inesperada, que encuentra en Marx, desde los escritos de juventud hasta los de madurez, una lógica de la subjetividad radical y de la vida, que sorprende todavía hoy por su intensidad. Michel Henry pone el acento, en contra de las interpretaciones marxistas dominantes, en las nociones de individuo y subjetividad. Por supuesto, podemos criticar la focalización en dichas nociones señalando el lugar que ocupa Marx contra la doble fetichización de las entidades colectivas y de las unidades individuales, a través de un pensamiento de las relaciones sociales, de la interindividualidad y de la intersubjetividad1. Pero Henry desbroza nuevos senderos que nos obligan a leer a Marx de otro modo. Algunos años más tarde se interesará también, a través de su propia dinámica de investigación, por Freud, con Généalogie de la psychanalyse – Le commencement perdu (PUF, 1985) [En castellano: Genealogía del psicoanálisis, Síntesis, 2002].

El filósofo también publicó ensayos políticos, como La Barbarie (Grasset, 1987; reeditado en PUF en el 2001 y en 2004) [En castellano: La barbarie, Caparrós Editores, 2006] que arremete contra el totalitarismo del «comunismo realmente existente». Se sumergirá en esta crítica después de la caída del Muro de Berlín, subrayando los graves peligros que conlleva la dominación del capitalismo, con su libro Du communisme au capitalisme –Théorie d’une catastrophe (Odile Jacob, 1990).

Murió el 3 de julio del 2002. Puede encontrarse una introducción a sus trabajos en un compilado de textos cortos y esclarecedores reunidos por la socióloga Magali Uhl: Auto-donation – Entretiens et conférences (segunda edición aumentada en 2004 en Éditions Beauchesne, colección «Prétentaine» dirigida por Jean-Marie Brohm).

Philippe Corcuff

Entrevista inédita de junio de 1996 con Philippe Corcuff y Natalie Depraz2

Pregunta: ¿Podría trazarnos su itinerario filosófico?

Michel Henry: Cuando comencé a entrar en relación personal, diría, con la filosofía, es decir, a preguntarme lo que significaba la filosofía para lo que yo estaba buscando, y para saber lo que era el hombre, estaba en desacuerdo con el pensamiento clásico que se enseñaba entonces, que era una suerte de idealismo poskantiano, que era un poco la enseñanza de la República, es decir, de la moral kantiana, etc. Y yo buscaba, por mi parte, una definición del hombre mucho más concreta, mucho más cercana de lo que yo creía que era. En filosofía, eso se traducía por el hecho de que buscaba, en lugar del sujeto kantiano, impersonal, que hacía la ciencia y conocía el universo objetivo, luego, que era un pensamiento universal del mundo, y que dibujaba el marco dentro del que trabajaba la ciencia objetiva, yo buscaba una definición mucho más concreta del hombre. Diría más bien del individuo, para evitar esta palabra y dar cuenta de su individualidad. Porque la propia definición del hombre por el sujeto que hace la ciencia no encuentra más que un espíritu impersonal. Y me parecía que no éramos solo una razón impersonal, presente en todos los individuos empíricos, sino que éramos fundamentalmente individuos. Entonces me incliné por una definición concreta de la subjetividad. Y en ese momento me di cuenta de que el cuerpo, nuestro cuerpo, estaba implicado en la definición que los filósofos, en la filosofía moderna que me interesaba, interpretaban como una suerte de espíritu impersonal. Era primero la conciencia de Descartes (1596-1650), que todavía era concreta, pero que pasó a ser la conciencia de Kant (1724-1804), que era pues esta conciencia impersonal, que hace la ciencia. Y era la filosofía que triunfaba hasta con gente como Brunschvicg (1869-1944) o incluso con Bachelard (1884-1962). Entonces, trabajando sobre una subjetividad concreta, encontré lo que era una subjetividad corporal, que no era solo un pensamiento conceptual del universo, sino un acceso por la sensibilidad. Que la sensibilidad era esencialmente individual. Y además, en el fondo de la sensibilidad, encontraba a algo que ya llamaba la vida, que era una suerte de prueba afectiva que hacemos de nosotros mismos, de la cual la experiencia del mundo era indiscociable. (…)

Entonces fui conducido a una reflexión sobre la experiencia anterior a nuestra apertura al mundo, que es la experiencia que cada uno hace de sí mismo y que era una experiencia para mí afectiva, sin distancia, sin separación, sin mundo, sin esta luz del mundo por la cual se definía al mismo tiempo el mundo y la conciencia, es decir, este estallido extático, que era la luz de mi ser. Y antes de eso, había una zona no explorada por los filósofos, no elucidada, que yo llamo la vida, en la cual esta vida se siente ella misma, en una experiencia que era de otro orden, que ignoraba el distanciamiento del mundo, pero que era una experiencia puramente afectiva, y como lo decía entonces, patética. Sin embargo el cuerpo precisamente era una suerte de ejemplo completamente significativo, porque se veía en él que se recubrían estos dos saberes: una apertura al mundo, en los sentidos, en el hecho de ver lo que está en el exterior, de sentido lo que es tocado. Pero esta conocimiento de una primera exterioridad por la sensibilidad presuponía una suerte de autoprueba del cuerpo que se conoce a sí mismo y que era de otro orden. Que ya no era esta apertura a una exterioridad, a un mundo, sino una prueba comprimida sobre sí misma, muda, afectiva. Y es eso lo que empecé a llamar la vida. Porque la vida antes de probar el mundo se prueba ella misma. Si usted toma, por ejemplo, una impresión, se prueba ella misma, incluso si no hubiese mundo, en una suerte de revelación que le es propia, y que es, creo, puramente afectiva.

Entonces, habiendo descubierto eso, por una parte intenté generalizar dicho problema de esta doble manera de la que se muestran las cosas, en la exterioridad de un mundo o, al contrario, en una interioridad radical que era puramente afectiva. Trabajé, pues, en un plan puramente fenomenológico, es decir, elucidando estas dos manera de aparecer, de manifestarse, estos dos modos de fenomenalidad. Y expuse esto en mi primer gran trabajo, en el cual el trabajo sobre el cuerpo era una suerte de caso particular, dado que el cuerpo aparecía como un caso ejemplar de esta dualidad de manifestación3. Pero no so trataba solamente del cuerpo. El cuerpo no solo era subjetivo, y así daba una idea concreta de la subjetividad, sino que también era la sede de la acción. Y, como consecuencia, era una nueva filosofía de la acción lo que se me imponía. No solo de la acción que aparece como un proceso que actúa sobre las cosas exteriores, sino que tiene en primer lugar como condición una experiencias puramente subjetiva del poder que actúa. Y sin esta relación original con el poder que actúa, y que coincide conmigo, ninguna acción sería posible.

Entonces es en ese momento en el que me volqué sobre otra investigación, que se trató de Marx. […] Me puse a leer a Marx desde esta óptica, mientras el marxismo decía una cosa muy distinta. El marxismo, que conocía por otras razones, como todo el mundo en esta época lo conocía, era un objetivismo. Hay que comprender que el marxismo era una suerte de objetivismo radical, que trataba todo lo que trataba de manera objetiva, tanto si es el caso de las clases sociales como de los fenómenos económicos. Todo aquello era considerado como objetos que debían ser tratados por las ciencias, volviendo al esquema del «sujeto conociendo el objeto». Sin embargo, Marx, según descubrí con sorpresa por no decir con estupor, de hecho, desde 1845, después de haber atravesado muy rápidamente todos los grandes sistemas filosóficos de su tiempo –que eran como un resumen de la historia del pensamiento occidental–, descubre lo que llamaba praxis. Y esta praxis la concebía como subjetividad –¡era la acción!–, la concebía como subjetividad, como individual. Y esta acción, era la acción real. La acción real no era más el desplazamiento objetivo que podemos ver en el mundo y que estudian las ciencias objetivas. La acción real era la acción del individuo, en cuanto acción subjetiva y viva. Y situaba a la vida más profundamente que la conciencia, diciendo que era la vida. De ningún modo la vida en el sentido biológico, de lo que no habla en ningún momento, sino la vida de la gente tal como la experimentan: que era una fuerza, un poder más profundo que la conciencia, es decir, que la relación con la objetividad, y que determinaba esta relación con la objetividad o esta representación.

Sin embargo, y resulta extraordinario, esta praxis subjetiva, viva, individual, y que define la realidad, se volvería el punto central de su estudio, porque el trabajo es de este orden. El trabajo es una acción y, en consecuencia, es subjetivo, vivo, individual. Y eso es el trabajo real. Y, en consecuencia, el trabajo del que hablaban los economistas no era el trabajo real. Y, en ese momento, Marx realiza uno de los descubrimientos más extraordinarios de la historia del pensamiento occidental. Es que en el momento mismo en el que retoma las tesis de Adam Smith (1723-1790), que es el gran fundador de la economía moderna (lo que coincide con el desarrollo de la gran industria), en el momento en el que lo critica (pero toma una de las tesis esenciales, y una de las más esenciales, que es el trabajo lo que produce lo que los economistas de entonces llamaban el valor de cambio, y en consecuencia, el dinero), en el momento mismo en el que retoma esta tesis esencial, dice: «Sí, pero ¿qué trabajo?». Y en ese momento dice: «Los filósofos y los economistas han hablado desde la confusión sobre el trabajo. Porque no hay un trabajo, hay dos. Está el trabajo real, que es subjetivo, vivo, individual, y que no tienen jamás en cuenta; y luego hay otro trabajo, que es de hecho la representación de este trabajo, y que es el trabajo del que hablan los economistas, y que es el trabajo social y abstracto». Y es a partir de este desdoblamiento del trabajo –que corresponde exactamente al desdoblamiento del cuerpo al que yo había llegado en mis investigaciones, ¿cierto?– que construye su propia teoría de la economía política, luego de la economía, con y contra la economía clásica de Adam Smith y después de Ricardo (1772-1823). Y en ese momento, se puede decir que en el fundamento de todo análisis económico de Marx hay unas tesis filosóficas fundamentales que fueron completamente ocultadas por aquellos que se convirtieron en «marxistas», pese a que sin estas tesis toda la teoría de Marx es completamente incomprensible. Sin embargo, esta teoría de Marx no es solamente una teoría de los fenómenos económicos. Dado que la economía está en los fundamentos de las sociedades, es una teoría de la sociedad, es una teoría de la historia. Luego los dos grandes temas de reflexión que son ampliamente aquellos de la filosofía moderna son abordados en una perspectiva filosófica fundamental.

P.: ¿Qué relación establece entre esta manera de considerar la obra de Marx y los trabajos que usted ha comenzado a realizar en torno a la vida?

M. H.: Es una identidad en la manera de ver, dado que Marx habla del «trabajo vivo» en los manuscritos de 1857 y a partir de entonces todo el tiempo. Porque no se trata aquí del joven Marx, es el Marx no solamente de El capital4, que es un libro didáctico, sino que es el Marx más profundo, el de los manuscritos económicos, que se publicarán después de su muerte, y que formarán lo que llamamos el tomo 2 y 3 de El capital. Y a partir de ese momento, Marx designa siempre el trabajo como la actualización de la fuerza subjetiva del trabajo. Y creo que por «fuerza subjetiva del trabajo» entiende exactamente este cuerpo que me he esforzado por describir y comprender como un «yo puedo». El individuo vivo es un «yo puedo», y el trabajo consiste en hacer pasar al acto, en poner a obrar este «yo puedo» fundamental que soy en mi cuerpo vivo […].

El problema del intercambio es un problema arcaico. Es un problema que se ha planteado en la historia hace mucho tiempo, exactamente en el momento en el que los grupos humanos han dejado de ser autárquicos, de estar cerrados sobre sí mismos, y han entrado en relación con grupos vecinos, de otra manera que con las guerras: en el intercambio. Donde el intercambio sustituyó al enfrentamiento por la posesión de un territorio. Este intercambio ha consistido en intercambiar los productos que han comenzado a fabricar unos, con los productos que fabricaban los otros, desde el momento en que estos grupos producían un poco más que para satisfacer sus necesidades inmediatas. Sin embargo, el problema del intercambio es uno de los grandes problemas metafísicos de la humanidad. Desde mi punto de vista, la humanidad prehistórica se planteó dos problemas metafísicos fundamentales: el de la medida del tiempo y el del intercambio. Entonces es un problema que está en los propios orígenes de la humanidad, que se ha resuelto de manera práctica, en aquel momento, y sobre el cual Marx arrojará una luz completamente diferente a la de la economía clásica. Hay que recordar, pues, muy rápidamente, la solución de la economía clásica y mostrar cómo Marx la descalifica hasta el punto de volverla aporética o absurda. Y cómo, centrado en este problema fundamental, se ve obligado a proponer una solución enteramente nueva, que, en mi opinión, explica la sociedad moderna y el problema para el que la sociedad moderna todavía es totalmente ciega.

Entonces se trata de un punto crucial del desarrollo humano, dado que es un problema teórico que en el siglo XIX ilumina lo que sucedió en el origen de los grupos humanos. Entonces el problema del intercambio es en efecto un problema muy difícil. En el texto, ¿como es el intercambio de x mercancía a por y mercancías b? Es decir, si cambias trigo o vino o, más adelante, sal por pieles, ¿cómo procedes? […] ¿Cómo haremos para intercambiar productos que son cuantitativa y cualitativamente diferentes? ¿Cuántos kilos de sal? ¿Cuántas pieles? Y luego, ¿qué hay en común entre la sal y las pieles? Y el intercambio supone un término común. Y la solución que adopta espontáneamente la humanidad, probablemente, es la de decir «¿Cuánto tiempo tardaron en hacer eso? ¿Y nosotros?» ¿Pero ni siquiera qué tiempo sino qué fatiga? ¿Qué penalidades hemos pasado para obtener todo este pescado? ¿Y ellos para presentarnos ese trigo o ese arroz? Era el trabajo. Entonces, lo que se ha intercambiado desde el origen de la humanidad no son –incluso antes de que tuviese conciencia ella misma de este cambio– cosas o productos. Se cambian los productos del trabajo, es decir, trabajos. Y la economía a inicios del siglo XIX saca esta solución. Dice: «Esto es lo fundamental: los hombres no cambian cosas, cambian productos del trabajo, cambian trabajos». Y cuando esta solución, que es una solución extraordinaria, llega a la conciencia europea, hay alguien llamado Marx que se da cuenta de que esta solución es una aporía y que en lugar de ser una solución es lo contrario de una solución.

¿Por qué? Dice: «Ah, ustedes intercambian trabajos. Pero, ¿si el trabajo es subjetivo, individual, vivo, si consiste en las penas, en un esfuerzo que no tiene nombre, ¿cómo quieren intercambiarlos?» Es mucho más difícil intercambiar experiencias subjetivas, fluentes, que cosas. Porque además, las cosas son de todas maneras las mismas bajo la mirada de unos y de otros. Pero el sufrimiento o las penalidades de alguien son absolutamente variables a partir de la fuerza de los individuos y las condiciones en las cuales produjo. Es mucho más difícil, pues, intercambiar trabajos que cosas, lo que resulta abismal, ¿no? Porque la solución se vuelve aporía, la dificultad mayor. Y ahí donde Marx es conducido a uno de los más grandes descubrimientos de la humanidad, es decir: «Efectivamente, vamos a intercambiar trabajos, pero estos trabajos no son trabajos reales». No podemos intercambiar momentos de existencia, de igual modo que no podemos intercambiar un amor contra un amor, una maldad contra un acto malo. Estamos en lo indecible de las existencias singulares. Y, en consecuencia, a partir del trabajo real, individual, subjetivo, vivo, invisible, se construirá un trabajo, una entidad, un trabajo abstracto, irreal, que se podrá intercambiar. Será entonces la construcción del trabajo económico lo que será intercambiado en lugar de las subjetividades mudas, indecibles, incognoscibles.

¿Entonces como se hace? Hay dos caminos que permiten esta sustitución, porque se trata de una sustitución. Se contará el tiempo objetivo. Estos esfuerzos mudos que nadie puede apreciar se realizan desde que sale hasta que cae el sol ¿durante cuántos días? Y podemos dividir. Por eso está ligado a la medida del tiempo. Son problemas conexos, entre los problemas metafísico que la humanidad resolvió en sus comienzos. Entonces, le han sido necesarios ocho días a un individuo, o x o a tal o cual cantidad de individuos. Y luego, la segunda cuestión: ¿era este un trabajo arduo? ¿Requería mucha fuerza? ¿O era más bien fácil? ¿Se arriesgaba la vida yendo a cazar? ¿O se estaba en un taburete cortando verduras? Así, pues, se construyó un trabajo que no existe, que es una entidad ideal y que es un objeto económico. Porque el objeto económico, no es para nada el trabajo vivo. El objeto económico es como un objeto geométrico. Es un objeto que fue construido a partir de la realidad. Y hoy todo el universo económico está construido de esa manera. Porque el trabajo abstracto o económico, o social, como él dice, es homogéneo con respecto al valor de cambio, homogéneo con respecto al dinero… El dinero, el valor de cambio, es trabajo abstracto. Hay, entonces, todo un universo económico perfectamente homogéneo, y financiero también, que esta constituido por sustitutos de la vida real de la gente. Y este abismo se abrió para siempre […]

Y la historia del mundo, ahora, es la historia de la separación entre la vida real de la gente, que continúa, y las entidades que funcionan, que han tomado la dirección del gobierno del mundo, y que funcionan ellas mismas y por ellas mismas: entidad económica y entidad financiera. Y este abismo se hace cada vez más grande, conduciendo frente a nuestros ojos a la humanidad a una suerte de abismo. Son los ciegos de Brueghel que van al precipicio, porque no comprendieron o no quisieron comprender, y todas la teorías económicas han apartado las tesis de Marx, sin comprender que su fundamento estaba más que nunca presente y actuando en el mundo moderno […]

Es por eso que Marx está mucho más cerca de teorías como las de Husserl y la fenomenología que del materialismo dialéctico, que cree, a la manera de las ciencias objetivas, que Marx ha creado nuevas ciencias objetivas de la historia o la economía. Y, como consecuencia, hoy, nuestro trabajo es mostrar a estas ciencias que en verdad son ciencias que, libradas a sí mismas, no son saberes, es decir, conocimientos, sino modos de ocultación en su conocimiento parcial. Son modos de ocultación de fenómenos mucho más primitivos a los cuales hay que volver, si queremos volver el mundo inteligible y practicar una nueva política, que no puede estar separada de una ética, es decir, de un regreso a la vida concreta y subjetiva de la gente. Ahora, esta es mi lectura de Marx. Tengo que decir que no se había hecho nunca. Pero considero que el marxismo es el conjunto de contrasentidos que se han hecho sobre Marx, es decir, una tentativa por reducir a Marx al movimiento científico, o incluso socialista, del objetivismo del último siglo, e intentar seguirlo hoy en día […]

«todas la teorías económicas han apartado las tesis de Marx, sin comprender que su fundamento estaba más que nunca presente y actuando en el mundo moderno»

Estamos frente a una desmesura en sentido propio. Y, como consecuencia, dado que no hay medida, sino equivalentes objetivos, después de todo, no se trata de una ausencia total de medida. Si alguien dedica un mes a realizar un trabajo, este trabajo es aprehendido de manera contingente con respecto al trabajo de aquél que dedicaría una jornada. Aún cuando hay afirmaciones de Marx que muestran que podemos admitir que, en ciertos ámbitos, el que trabaja una jornada, desde el punto de vista social, es más útil que el que trabajo un mes. Pero se trata de problemas que ha planteado con todas las letras en la Crítica del programa de Gotha (1875), y entonces, su solución, su sociedad ideal, es una sociedad que ya no tiene en cuenta esta medida. Es decir, que realmente se aparta del conjunto de cuantificaciones y cualificaciones objetivas de la vida. Lo que resulta un proyecto extraordinario, y que se llama, en el lenguaje que aparece en los textos, una sociedad de «sobreabundancia». Es decir, una sociedad en la que ya no es necesario establecer una equivalencia (sobre el fondo de estas reservas según las cuales la equivalencia es imposible). Pero, al final, hay de todas maneras una equivalencia relativamente posible. Las personas que ponen piedras para hacer un muro, grosso modo, si trabajan unas y otras, tienen más o menos el mismo rendimiento. Si tomamos a dos profesores que dan tantas horas de curso para enseñar cosas de tal o cual dificultad, hay de todos modos una correspondencia. Se admite, por ejemplo, que el trabajo cualificado es un trabajo formado. Se admite que es cualificado. ¿Y luego qué? Bachillerato más uno, dos, tres años… ¿Qué hay si no respuestas aleatorias aunque no del todo? Este es el problema. Tomó conciencia de esta contingencia. Y comprendió que la solución no estaba en la tentativa, a pesar de todo, de establecer una correspondencia rigurosa, sino más bien en la invención, tal vez utópica, de una sociedad en la que no haya que medir más eso. Y es lo que se llama sociedad de sobreabundancia. Pero ahí se topa con problemas que no pudo resolver, que eran los problemas del equivalente y del dinero, es decir, del valor de uso, de la utilidad social. ¿Es que un pintor que pinta de cualquier manera puede ponerse en el mismo plano que alguien que aporta trigo, que cría vacas? Ahí se vuelve incierto, pero incierto a causa de la profundidad de la mirada, diría, metafísica […]

Marx ha visto en el medio del siglo XIX una mutación. Es verdaderamente un gran genio porque vio mutaciones decisivas. La mutación decisiva es que el trabajo vivo, pues, –que plantea todas estas dificultades, estas aporías–, era cada vez menos necesario para la producción de bienes de consumo, que pertenecía a una técnica que tendería a autonomizarse y que estaba hecha de procesos objetivos tomados prestados de la naturaleza. Y, a partir de aquel momento, es toda la economía del mundo, desde el origen de los tiempos, que se tambalea. Es decir, que la ley fundamental que ligaba el valor de cambio (es decir, el dinero) al trabajo vivo por la mediación del trabajo –y que se calculaba por la mediación del trabajo abstracto, de un trabajo ficticio–, esta ley desaparecerá. Es decir, que podemos concebir un universo de automatización con robots, con ordenadores –en fin, lo que vemos con nuestros ojos–, de manera que se puedan fabricar bienes de consumo, y bienes que no son de consumo, por lo demás, cosas inútiles como artefactos interplanetarios y todo lo que se nos ocurra, que no tengan más relación con el trabajo vivo. Lo que quiere decir, concretamente, en el sistema de la economía, tal como existe desde el origen de los tiempos, que hay gente que no tiene ya nada que hace en la tierra y que, por otro lado, no tiene ya relación con el valor de cambio, es decir, con el dinero. Y nosotros vivimos esta situación. Y no es inteligible, pues, más que a partir de análisis metafísicos. Pero, a partir de estos análisis metafísicos, surge en una suerte de luz e inteligibilidad que permite probablemente abordar el problema. Mientras que hoy en día se hace todo lo contrario, es decir, con la globalización, con el libre mercado, es decir, el mercado mundial, se le da libre curso a estas entidades abstractas. Se piensa que su autofuncionamiento será benéfico, y el autofuncionamiento de la técnica sobre todo, lo que es todavía más grave. Porque de hecho el autofuncionamiento de la economía, luego del mercado, está completamente sostenido ahora por una suerte de autofuncionamiento de la técnica, que está completamente desconectado de toda finalidad humana y de enraizamiento humano. Es esto la mutación, es que la producción de cosas ya no está ligada al cuerpo vivo, luego al individuo. Podría hacerse en un mundo donde no hay individuos. Entonces se trata de problemas verdaderamente enormes, que son abordados en una completa ceguera con respecto a unos conocimientos que podemos llamar filosóficos y que emergieron en el siglo XIX gracias a personas de genio, sobre todo gracias a Marx. Y de los cuales hoy nos abstraemos totalmente en las grandes escuelas donde se pretende seguir considerando a las ciencias como ciencias autónomas. Y creo que el mayor error del mundo es no hacer lo que había hecho Husserl en un plano puramente teórico, pero que hoy debe tener consecuencias infinitas sobre un plano práctico, es no volver al enraizamiento de estas entidades, de estas abstracciones, en la vida. Incluso si, justamente, el análisis debe mostrar que ya no tienen su enraizamiento en la vida, y que un desplazamiento completamente nuevo se producirá entre la vida de las personas y todo el desarrollo científico, teórico y técnico del planeta. Sin embargo, creo que estos problemas, que están ahí, delante de nosotros, y que nos aplastan, deberían ser considerados a la luz de estos análisis, que deberían en primer lugar conducir a plantearlos, en lugar de enseñar que está muy bien, que en la economía… que no hay norma. La deslocalización, la eliminación de normas, todo esto son cosas que significan metafísicamente, para el hombre, un universo que lo borra, donde ya no es tenido en cuenta, luego un universo de locura y destrucción […]

P.: ¿No hay una tensión en Marx entre la perspectiva de otra economía, de una economía alternativa, y el hecho de que en él hay, si se sigue su lectura, una crítica de toda economía?

M. H. : Sí, ahora, yo claramente tomé partido en mi lectura por la segunda tesis: en Marx hay una crítica de toda economía. Ahora bien, una crítica de toda economía quiere decir de todas maneras dos cosas. Quiere decir crítica en el sentido de la Crítica de la razón pura5, es decir, hacer una teoría de toda economía y ver sus dificultadas de principios, es decir, dificultades ligadas al mismo nacimiento de la economía. Y en cualquier lugar que haya una economía se encontrarán estas dificultades. Y luego crítica de la economía, esto quiere decir tal vez una utopía, un universo donde no habrá más economía, que no hay en una familia, en las relaciones internas de la familia. En una pareja, normal, es decir, donde la ley la del amor, no hay relaciones económicas en el sentido estricto, ¿no? Estas relaciones son relaciones externas […]

P.: Me preguntaba si usted abordó la política…

M. H.: Pues bien, no puedo hablar de esta cuestión más que de manera limitada, es decir, que no tematicé esta cuestión. La abordé de todos modos a partir de mis presuposiciones generales […]. Y, en el fondo, a grandes rasgos, la política es una manera de aprehender la actividad humana, que es invisible, patética, singular, viva, etc., bajo una luz donde todas estas cosas no se muestran más que desde el exterior. Es decir, una manera de considerar desde el exterior un conjunto de actividades, pensándolas como actividades generales que interesan a todo el mundo (en la comuna, por ejemplo, un sistema de riego), de considerarlas desde el exterior tal como se presentan en el debate humano a partir del momento en el que este problema es colectivo y debe ser tratado por instancias colectivas. Y esta llegada en la luz del mundo de las actividades humanas es ineludible e inevitable. Pero la crítica comienza en el momento en que, cuando estas actividades, que son singulares, individuales, invisibles, incalificables, etc., aparecen en un debate público y en un debate político. Dicho de otro modo, no se pueden tratar políticamente, lo que es legítimo e inevitable, cuestiones que se dicen generales, por ejemplo, la modificación de un litoral –las asambleas políticas están hechas para tratar esto–, no se puede tratar correctamente más que si en el fondo, de manera bastante paralela con lo que pasa en el marco de la economía, no se olvida que estas cuestiones, que se tratan políticamente, son en sí mismas cuestiones que conciernen el pathos de individuos singulares y que siguen siendo singulares. […] Entones lo político tiene su derecho, como tal vez la economía, ciertamente, pero no es válido más que cuando se piensa constantemente como relación segunda con respecto a un esencial. Lo que ha hecho el marxismo: se trataron cuestiones, grandes cuestiones, no solamente olvidando al individuo, sino claramente matándolo, no solo teóricamente, sino prácticamente. Stalin quiso hacer sus grandes canales: ¡vamos! Hay reaccionarios, hizo campos de concentración. […] Los político planifica. Tiene una visión del conjunto, que si no es constantemente relativizada y pensada como un medio al servicio de un fin, que es de otro orden, si no sufre constantemente esta reducción relativista, es un totalitarismo, que produce lo que produce el totalitarismo.

1Véase sobre este punto mi propia lectura en La question individualiste – Stirner, Marx, Durkheim, Proudhon (Le Bord de l’Eau, 2003).

2Extractos de una entrevista realizada en su domicilio parisino el 24 de junio de 1996; el signo (…) indica cortes con respecto a la transcripción integral de la entrevista.

3Véase la gran obra de Michel Henry: L’essence de la manifestation (2 volumes, PUF, 1963 ; redición en un volumen en 1990), así como Philosophie et phénoménologie du corps – Essai sur l’ontologie biranienne (publicada en 1965 en PUF, pero acabada desde 1949; reeditada en 1997), dedicada a Maine de Biran (1766-1824).

4El libro I, único publicado mientras vivía, en 1867.

5El libro de Kant publicado por primera vez en 1781.

Entrevista publicada en ContreTemps, n°16, abril 2006, pp. 159-170.

Traducción realizada a partir del texto disponible en:

Michel Henry – Un Marx méconnu : la subjectivité individuelle au cœur de la critique de l’économie politique

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Los derroteros de la ideología (Jean-Marie Vincent, 1980)

La noción de ideología, aunque sea una de las más corrientes en las ciencias humanas, no es una de las más claras. A menudo se tiende a hipostasiarla, es decir, a hacer de ella un concepto que supuestamente debería abarcar por completo problemáticas que, sin embargo, son muy heterogéneas y responder a cuestiones de origen muy diferente. La ideología es tanto una suerte de ciencia general transhistórica de las ideas como una teoría de la falsa conciencia, o incluso una manera de delimitar el vasto campo de todo lo que no precisa procedimientos científicos. Si observamos el asunto desde más cerca, el empleo de la noción de ideología ha tenido sobre todo la función de desacreditar las concepciones y miradas que no se corresponden con lo que los grupos sociales dan por válido en materia de ideas. Todo lo que contraviene las normas de conducta, las reglas del pensamiento generalmente reconocidas en un grupo social dado, es considerado como ideológico. En los enfrentamientos políticos y sociales, la denuncia de las faltas «ideológicas» del adversario es siempre legítima, lo que no excluye que se combatan con el mayor celo posible las desviaciones que pueden producirse en el propio campo. Desde este punto de vista, la polisemia del concepto de ideología no le impide remitir, la mayoría de las veces, a una concepción dogmática de la verdad; la ideología es lo opuesto o lo contrario de la verdad que posee un grupo humano privilegiado, ya sea el de los gobernantes, el de los letrados o los sabios, o el de los representantes de las clases oprimidas. La opacidad ideológica y las variaciones infinitas del error se remiten así a un mundo de la transparencia donde el discurso no dice más que lo verdadero y discrimina sin dificultad entre lo blanco y lo negro, entre el bien y el mal, entre lo lícito y lo ilícito. Es cierto que son habituales las burlas hacia las perspectivas groseras que atribuyen los desarrollos de la ideología a la voluntad de engañar al adversario o a las masas crédulas. Más que la mentira parcial o completamente deliberada, es la autoilusión lo que se pretende señalar y denunciar. Pero para poder decir que ciertas categorías sociales no saben lo que hacen o que lo hacen con una conciencia oscurecida por intereses particulares, es necesario estar en posesión de instrumentos de medida que permitan definir los intereses no particulares, es decir, ser capaz de tener un punto de vista trascendental sobre la sociedad.

Siguiendo esta vía, la disputa de la ideología es evidentemente irresoluble; no es más que el enfrentamiento interminable de puntos de vista que se dan todos por verdaderos. Por esta razón, si se quiere avanzar en el conocimiento de esta constelación de problemas que representa la noción de ideología, parece preferible poner primero entre paréntesis la cuestión de la verdad e interrogarse sobre las condiciones de producción, de aparición y circulación de las ideas y las normas que rigen las conductas de los individuos y los grupos en la sociedad actual. Resulta evidente que la gran variedad de desarrollos ideológicos remite a procesos extremadamente complejos que no se pueden localizar solamente en una instancia ideológica. Las ideas se forman tanto a nivel de la socialización primaria (en el seno de la familia) como a nivel de la socialización secundaria (en la vida productiva, por ejemplo) se forman tanto a nivel de los «juegos del lenguaje» como en la sistematización de tipo teórico. Las ideas, los símbolos, dan forma tanto a las actividades económicas como a las actividades intelectuales más abstractas; tanto a las relaciones cotidianas como a los enfrentamientos políticos. No hay, en definitiva, un lugar privilegiado donde ubicar la producción de la ideología (los valores de la sociedad) sino una multiplicidad de lugares, de niveles interdependientes entre sí donde se producen de manera muy diferencial elementos dispersos aunque interconectados de lo que constituye el conjunto al mismo tiempo unificado y contradictorio de las ideas y creencias de una sociedad dada, de sus destrezas y sistemas de defensa contra lo amenazante y lo desconocido. La sociedad está repleta de conciencias individuales y colectivas, pero no puede desplegarlas de tal manera que haya una acumulación simple, no problemática, de los efectos del conocimiento. Los horizontes de unas y otras no coinciden –a pesar de las comunidades lingüísticas–, las perspectivas vitales (lo que podemos esperar, lo que estamos llamados a hacer) están a menudo francamente en oposición, y hay que admitir que las diferentes producciones ideológicas están ampliamente marcadas por el sello del inconsciente. Cada nivel produce con instrumentos propios pero a partir de materiales que le son impuestos y entregados sin planificación posible.

El estudio de la ideología, más precisamente el de las producciones ideológicas, pasa, pues, por una primera elucidación de los niveles (de prácticas sociales) donde se forman estas producciones, por la puesta en evidencia de un cierto número de sus articulaciones y de los efectos que tienen unos sobre otros, sin pretender descubrir, precipitadamente, un nivel determinante en primera instancia. El primer nivel, el de la socialización primaria, es sin duda el más difícil de tratar de cerca, ya que está caracterizado esencialmente por la adquisición del lenguaje y de mecanismos extraordinariamente complejos. Las ideas, la cultura, llegan a los hombres como «juegos del lenguaje» por cauces oscuros, particularmente por la vía del inconsciente, él mismo estructurado como un lenguaje, para retomar los términos bien conocidos de J. Lacan. No se trata, en el marco de este artículo, de seguir todas las controversias que salen a la luz sobre este tema, sino de guardar, en este sentido, cierto número de direcciones de investigación que parecen fecundas. El psicoanalista alemán Alfred Lorenzer muestra, por ejemplo, que la adquisición del lenguaje es al mismo tiempo destrucción de este lenguaje, desimbolización de toda una serie de fuerzas de interacción y aparición de clichés o de signos que esconden la desimbolización.1 Los hombres de la sociedad capitalista moderna se socializan desocializándose de manera paralela, porque su intersubjetividad se desarrolla en la contradicción y el desgarro, y esto sucede desde la fase preedípica. La díada niño-madre,2 para emplear la terminología de A. Lorenzer, está marcada desde el principio por fuertes presiones sociales que obstaculizan el buen funcionamiento desde los primeros momentos de la formación del yo –hay que tener especialmente en cuenta los problemas neuróticos que afectan a la madre–. La fase edípica es naturalmente la ocasión de conflictos difícilmente superables que desimbolizan formas de intercambio y de intersubjetividad ya simbolizadas. No es exagerado decir que el aprendizaje de la comunicación es al mismo tiempo aprendizaje de dificultades de la comunicación y de la no-comunicación; las relaciones entre los individuos se establecen la mayor parte de las veces entre individuos que las rechazan o que buscan lo que ahí no se puede encontrar. La intersubjetividad no está hecha de estos intercambios afectivos, cognitivos, etc., que suponemos inmediatos sino más bien de intercambios mediatizados por la búsqueda de valores ligados tanto a los objetos como a los seres humanos. El mundo de los objetos y de los sujetos sociales es un mundo construido que recubre sus bases materiales y humanas de apreciaciones sociales ampliamente reductoras: las relaciones objetuales e intersubjetivas, en este sentido, no son primarias, sino derivadas de toda una serie de arbitrios sociales. No se entra en relación con los otros y con los objetos en función de sus cualidades intrínsecas, sino por lo que representan y por las cualidades sociales que les son imputadas, sin que por ello se quiera admitir este vínculo con la valorización.

El recorrido social de los individuos es, de esta manera, una carrera de obstáculos, una sucesión de traumatismos difíciles de superar. De la socialización primaria a la socialización secundaria, chocan con sus semejantes, sin llegar a encontrarse ellos mismos, sin poder alcanzar otra cosa que estados de equilibrio precarios marcados por la neurosis. Para Freud, está claro que esta socialización desocializante de los individuos influye considerablemente en la psicología colectiva.3 Subraya, en particular, que la debilidad del yo, del ideal del yo más precisamente, favorece la identificación con jefes carismáticos a partir de pulsiones o reacciones inconscientes que no tienen nada que ver con lo racional. En el mismo sentido, Adorno muestra que esta debilidad del yo puede engendrar una socialización política autoritaria4 produciendo personalidades que se identifican fácilmente con las manifestaciones de autoridad y que están listas para excomulgar todo lo que provenga de grupos a los cuales no pertenecen. Los que poseen las características de la «personalidad autoritaria» están predispuestos a tener prejuicios raciales, a las soluciones políticas antidemocráticas y a la defensa de un orden social fuertemente jerarquizado, y cuando fuese necesario contra lo que parecen sus intereses materiales. Debemos, pues, decirnos que todo estudio de la ideología implica que se tenga en cuenta el tipo de individuo (los sistemas de personalidad) que predomina en un momento dado en una sociedad. Más precisamente, se trata de preguntarse por los diferentes modos de la percepción social, en los individuos y en los grupos primarios, para comprender qué tipo de mensaje están preparados para escuchar y qué tipo de mensaje rechazan o no pueden siquiera percibir. Existe, sin duda, un peligro de psicologización abusiva de los problemas de la ideología; por ejemplo, cuando se consideran los movimientos de masas bajo el único ángulo de la psicología colectiva. Sin embargo, no hay que olvidar que la eficacia de la ideología es incomprensible si no se cuenta con un mínimo de conocimiento sobre el material humano que ella elabora y por el cual es elaborada. Asimismo, el nivel del individuo y la intersubjetividad no tiene que ser abordada desde un punto de vista esencialmente psicológico, sino más bien desde el punto de vista de las estructuras objetivas de la comunicación interindividual. El individuo está socialmente determinado.

Esta comprensión de la interindividualidad y de los primeros elementos de la socialización es, en todo caso, una condición indispensable para el estudio de las prácticas cotidianas y de las formas de interacción que las sostienen. Los rituales de interacción, las estrategias y las tácticas que jalonan y dirigen las relaciones cotidianas intra e intergrupales no pueden, en efecto, ser tomadas desde sus características fundamentales, haciendo una simple prolongación de una subjetividad transparente siempre en búsqueda de la mejor inversión posible en su relación con los demás (obtención de ventajas recíprocas en todos los ámbitos).5 De hecho, hay que analizarlas como manifestaciones de individuos que son incapaces de adaptar armoniosamente su individualidad a su socialidad, incluso de ajustarla de manera satisfactoria y, sobre todo, como manifestaciones rutinarias, la mayoría de las veces conformes a esquemas y normas que es casi imposible cuestionar. Las formas de la interacción no nacen de la complejización de las relaciones entre el «Ego» y el «Alter», del ajuste pragmático de normas que facilitan los juegos con participantes múltiples, sino de una sobreimposición de intercambios de valores (mercancías, posición social, valores de uso de prestigio) a otros tipos de intercambios. En su práctica cotidiana, los individuos, como los grupos primarios, no pueden sino plegarse a mandatos objetivos que remiten ellos mismos a estructuras de la producción y circulación de bienes y servicios. En otros términos, los intercambios que queremos pensar que son desinteresados no pueden no estar influenciados por el lugar que los individuos y los grupos ocupan en los intercambios sociales (en los diferentes procesos de valorización). Es particularmente decisivo medir bien todas las implicaciones de la vida de trabajo, que es un hecho para la mayoría de los individuos de la sociedad capitalista. El gasto de trabajo abstracto que deben consentir para obtener una parte de bienes consumibles y de servicios de la sociedad es, en realidad, una captación de lo esencial de sus actividades por los mecanismos de la producción social, una transformación permanente de estas en actividades intercambiables, conmensurables, neutralizadas en una medida donde no tienen más especificidad que la de ser cualidades muy poco diferentes de trabajo socialmente abstracto. Esto quiere decir que los asalariados, aquellos que no tienen más que su fuerza de trabajo para vivir, deben valorizar capacidades de intervención de las que no controlan ni la formación ni el uso, que se vuelven exteriores en el momento mismo en el que se desarrollan. Los intercambios, capacidad de trabajo contra salarios (o aún la parte variable del capital) corresponden menos a voliciones individuales que a automatismos de mercado y a regulaciones sociales que van más allá del equilibrio de la oferta y la demanda. La organización del mundo cotidiano es, en consecuencia, ambigua, está dividida entre una orientación voluntarista que parece explicarlo todo por lo que pueden realizar los individuos y una sumisión fatalista a los acontecimientos u coyunturas que son, en apariencia, del orden de lo natural –subjetivación de relaciones efectivas, objetivación de relaciones subjetivas, dice Marx–.6

Las prácticas cotidianas son, en consecuencia, totalmente ambivalentes. Se presentan como prácticas conscientes, previsibles, incluso cuando son de orden afectivo, pero podemos preguntarnos incesantemente por lo que realmente significan y sobre los horizontes que ellas misma pueden plantear. Significaciones objetivas (el trabajo, el mercado, etc.) y significaciones subjetivas (el sentido que los actores creen poder darle a sus acciones) se mezclan y entrecruzan sin que los participantes de los intercambios sociales estén en condiciones de discriminar pertinentemente entre los diferentes aspectos de las prácticas. Lo cotidiano es el mundo del claroscuro, de la difícil adaptación de los horizontes particulares de cada uno a una socialidad exterior, de ilusiones sobre la reciprocidad, sobre la igualdad de los intercambios y la equivalencia de bienes y prestaciones. A cada momento, una relación (o un conjunto de relaciones) que se anunciaba como estable y definible a partir de un cierto número de referencias precisas puede bascular y transformarse en su contrario (la igualdad en desigualdad, la indiferencia en una búsqueda desenfrenada de autovalorización). Los sujetos individuales son formalmente iguales, ya que no tienen entre sí vínculos de dependencia personal (salvo a nivel familiar), pero no pueden pasar por encima del lugar que les fue asignado en la división del trabajo ni por encima de los roles correspondientes. Los individuos y los grupos se encuentran afectados de un índice de valorización que los sigue como su propia sombra y que sobredetermina todas las relaciones en las que pueden entrar. Así, detrás de la inmediatez engañosa del cara a cara o de la interacción multidimensional, los individuos tienen constantemente la experiencia del carácter amenazante y decepcionante de los intercambios sociales, de sus efectos competitivos y desigualitarios, y buscan protegerse. Para ello, encontramos en la vida cotidiana islas de solidaridad parcial, como la familia o los grupos de vecinos, por ejemplo, pero sobre todo observamos zonas de solidaridad más vastas: clases y fracciones de clases que desarrollan rasgos culturales específicos. Podemos señalar, primero, que en estos conjuntos sociales los «juegos del lenguaje» tienden a diferenciarse y a formar lo que A.J. Greimas llama «sociolectos», es decir, formas de hablar y discursos que presentan desviaciones semánticas y sintácticas con respecto a los discursos dominantes. Esto significa que las comunicaciones, los mensajes, están sometidos a un trato que los vuelve aceptables y utilizables para los grupos concernientes y les permite organizar un mundo soportable y de coordenadas más o menos situadas, incluso dentro de su incertidumbre. Las diferentes etapas de la vida deben ser integradas a una subcultura (sub-culture) que pone a los hombres y las cosas en lugares bien precisos y otorga explicaciones y reglas de comportamiento para las regularidades y los incidentes de la vida cotidiana. No hay una verdadera ruptura con el mundo de la valorización, de la discontinuidad jerárquica, hay, sobre todo, en lo que concierne a las clases inferiores, una adaptación reticente a una organización social vivida la mayor parte del tiempo de manera negativa. Mitologías cotidianas, sabidurías transmitidas casi siempre de manera oral, conjuran los peligros que amenazan a cada individuo y todo lo que pueda arremeter contra los equilibrios precarios.

Más allá de esta esfera de lo cotidiano, que constituye el fundamento o, más exactamente, el caldo de cultivo de las variaciones ideológicas, nos encontramos, claro, en el nivel de las actividades supracotidianas que tienen como punto de aplicación lo económico, es decir, actividades de producción y circulación de bienes y servicios enteramente subsumidas a los mecanismos de la valorización del capital (el valor que se autovaloriza). Las estrategias y tácticas de los agentes económicos (individuales y colectivos) tienen por objetivo aparente maximizar los ingresos monetarios o situarse en las condiciones necesarias para tal maximización. Entienden por esto conformarse a las leyes económicas que parecen «naturales» y delimitar un espacio económico, él mismo «naturalmente» autónomo con respecto al resto de niveles de las prácticas sociales. Si se quiere, remiten a una racionalidad económica que no parece tener en vista otra cosa que la adaptación óptima de los medios a los fines (la «Zweckrationalität» de Max Weber) y la racionalización de todas las actividades sociales, pero que, en realidad, se somete totalmente a las leyes y las limitaciones de la valorización. No hay que olvidar, entre otras cosas, que la moneda a la que se refieren todos los cálculos económicos no es solamente un numerario, así como tampoco es signo de signos, sino una cristalización de formas sociales irreductibles a simples fenómenos de simbolización. El nivel económico está, de hecho, animado por un movimiento propio, de esta autonomía que ya no resulta sorprendente, y no porque las estrategias y tácticas de los agentes económicos le insuflen vida, sino porque la puesta en valor del capital (o, más exactamente, de múltiples capitales) se opera a espaldas de los participantes de las actividades económicas, por el juego de formas sociales que se han vuelto ellas mismas autónomas. Las mercancías, los capitales, se ponen en relación entre sí, por empujes permanentes, impulsos de cambio y por una acumulación que los capitalistas no pueden pretender controlar. Como dice Marx, las cosas, de hecho cosas sociales, vienen a establecer relaciones sociales entre ellas y a regentear las relaciones entre humanos: la sociedad no está compuesta en su base por individuos sino por relaciones de relaciones, por intercambios de formas sociales. Además, si no se quiere sucumbir frente a esta realidad fantasmagórica, hay que remitirse a la separación de los productores directos de los medios de producción y a la exterioridad de los hombres con respecto a las relaciones sociales que les asignan sus posiciones, así como a la supremacía de los medios de producción poseídos como capital sobre las fuerzas productivas humanas. Los medios de producción no cesan, sin duda, de ser instrumentos de trabajo manipulados por los hombres, pero su intrincación en la producción social constituye una suerte de inmenso autómata anónimo que impone su «voluntad» a los asalariados que dependen de su funcionamiento. Los trabajadores no cesan, sin duda, de poner en marcha la prolongación automatizada de sus fuerzas productivas inmediatas, pero al mismo tiempo, no pueden evitar ponerlas al servicio de una relación social, el capital, que los domina.

El mundo se halla, efectivamente, cabeza abajo, como afirma Marx: la producción por la producción sumerge a los productores, los transforma en instrumentos de su valorización. Resulta de esto un hecho muy importante para la comprensión de la ideología, que las categorías de la economía política escapan doblemente a la influencia de los actores económicos. A nivel de las prácticas económicas, se encuentran confrontados a lo que Marx llama formas del pensar objetivas (objektive Gedankenformen), que expresan y ocultan al mismo tiempo el juego de las formas sociales. Dicho de otro modo, las relaciones sociales cristalizadas en su mediación por las cosas se le presentan al observador como conceptualizadas y animadas por una lógica interna que se puede considerar ella misma como conceptual. El movimiento de las formas sociales se afirma como un movimiento de cosas dotadas de inteligencia o que le dan en seguida al observador la inteligencia de sus movimientos. En todo caso, esta inteligencia no muestra sino lo inmediato, la circulación, el desfile caleidoscópico de todas las cosas sociales que se deben valorizar, sin mostrar todos los procedimientos sociales que condujeron a la constitución de la forma mercancía, de la forma dinero o moneda, de la forma valor. La producción de valores y de plusvalía, detrás de toda ostentación, sigue siendo un impensado de esta conceptualización espontánea en y por las formas cosificadas, porque los hombres, que son sin embargo la condición necesaria de toda producción, son relegados a un segundo plano como simples soportes de las relaciones de producción. Todos los procesos económicos se encuentran, por esta circunstancia, transformados en manifestaciones «naturales» que los hombres pueden plantearse hacer jugar a su favor hasta un cierto punto, pero que no pueden pretender apartar de manera voluntarista ni modificar considerablemente. A esta segunda naturaleza se la controla obedeciéndola, según las palabras de un viejo adagio, por que no puede ser cuestión de sustraerse a las imposiciones «objetivas». Se sigue, evidentemente, que la economía política, o la ciencia económica, como se dice corrientemente hoy en día, no puede ser sino una ciencia humana en el límite de las ciencias naturales. No puede plantearse el problema de la economía en tanto economía, en tanto formación social separada, sino simplemente plantearse una reconstrucción en un aparato categorial que exprese condiciones de acción eficaces y de intervención pertinentes. La ciencia económica no critica la realidad invertida, no busca ponerla del derecho, la redobla en una duplicación que transfigura el juego de formas sociales en distribuciones diversas entre los hombres, los recursos escasos y los medios de producción (primarios o derivados). Las categorías económicas (las de la teoría) no son abstracciones determinadas (histórica y socialmente), sino categorías generales, transhistóricas y suprahistóricas que tienen validez en todas las sociedades. La mercancía no es la manifestación de relaciones de intercambio específicas, es un bien intercambiable en general, el capital no es una relación social de apropiación particular de una sociedad dada, es simplemente un conjunto de medios de producción (o de desvíos de producción, como diría Böhm-Bawerk). La hipóstasis de los conceptos propios de toda producción oculta así la realidad de las relaciones capitalistas y conduce a considerarlos como simples modulaciones de relaciones económicas en sí mismas inevitables. Los individuos no son librados a la tempestad de sus propias relaciones sociales sino a los avatares de la asignación de recursos escasos y del cálculo económico.

En este sentido, no es falso decir que el nivel de la economía (como práctica y como teoría) fija límites a las variaciones de los otros niveles oponiéndoles una suerte de realidad masiva a la que no pueden ignorar ni hacer caso omiso. Si la economía capta y orienta la mayor parte de las actividades sociales, si es un punto por donde pasan las perspectivas vitales de cada hombre, si es el campo principal donde se ejercen las facultades creadoras de los hombres socializados, está claro que los otros niveles de la producción ideológica deberán pensarse en función de sus relaciones con la economía, incluso si se le oponen. Con anterioridad, el mundo de la intersubjetividad y de lo cotidiano no puede ser inteligible, si no se hace referencia a las prestaciones que los individuos deben proveer al mundo de la economía y a las gratificaciones que de él reciben. Posteriormente, lo político-jurídico no adquiere su sentido si no se tienen en cuenta las funciones que ejerce con respecto a lo económico y a sus diferentes manifestaciones. El Estado, garante de las condiciones generales de la producción, lo sabemos bien hoy en día, no cesa de preocuparse y de ocuparse de las actividades económicas, reaccionando frente a los problemas de la acumulación del capital. No hay, está claro, una autarquía del nivel económico, que es penetrado de mil maneras por prácticas de otro origen, como tampoco hay un nivel económico sin ideas. La economía se alimenta de bastantes fuentes, y hay que reconocer que la metáfora engelsiana de la determinación en última instancia se presta a confusión. De hecho, la economía no determina la ideología o la política, las encierra en un horizonte, el de la valorización, el de la competición y la afirmación competitiva. Dicho de otro modo, impregna todos los valores de la sociedad, incluso los que se defienden e intentan reaccionar contra su pasión calculadora, en la medida en que permanecen marcados por un individualismo que no se pregunta por sus propios fundamentos sociales.

El nivel político jurídico, que parece dominar lo económico, manifiesta él también esta impregnación de muchas maneras. En primer lugar es de subrayar que se presente de entrada como separado de lo económico, es decir, como un nivel de organización de lo social que debe a priori dejar jugar de manera espontánea los mecanismo sociales esenciales, los mecanismos económicos. Es cierto que el Estado providencia ha sido señalado desde los años treinta como un Estado intervencionista que no deja de aparecer o de llegar a las fisuras donde lo económico está debilitado. El activismo estatal, su tendencia a hacerse invasivo, no debe hacernos olvidar que las instituciones estatales no buscan imponer una lógica económica diferente y que deben, a la larga, cuando actúan como emprendedoras, plegarse a las reglas de la valorización. La política está, en consecuencia, en una posición ambigua: por un lado, se cree omnipotente con respecto al rumbo de la sociedad, por el otro, se pretende extranjera, exterior, incluso cuando está implicada de una manera muy evidente en el juego económico. El discurso político es unas veces de un orden que trasciende todas las «contingencias» materiales para exaltar el espíritu comunitario y otras veces un discurso de conciliación de intereses registrados y reconocidos de grupos que se encuentran en competencia económica. Esta ambigüedad se encuentra, claramente, en los fenómenos de la representación política que pretende transmutar el particularismo de los intereses privados en un modo de establecimiento o de definición del interés general, pero que, una vez examinado, se revela como un proceso de selección y de tratamiento de intereses que son dignos de ser valorizados a nivel estatal. Sin quererlo de manera explícita, la política se sitúa en la prolongación de la economía. Es producción y circulación de valores políticos, producción de influencia, de apoyos y de decisiones, circulación de opiniones y de orientaciones en vista de la puesta en valor del sistema político, de su buen funcionamiento en tanto que sistema regulador de intercambios sociales. En cierto sentido, la política refleja entonces los enfrentamientos entre grupos y clases, pero hay que observar que no lo hace de manera inmediata, es decir, por medio de los intereses individuales y de su coagulación temporal en un interés del mismo tipo, indiferentemente en tanto que intereses de productores o de consumidores. Porque el Estado no conoce más que sujetos jurídicamente iguales, titulares de derechos individuales, propietarios de bienes muebles e inmuebles, no conoce o, más exactamente, no quiere conocer antagonismos fundamentales entre el capital y el trabajo, es decir, intereses colectivos opuestos, constitutivos de la relación social. Los ciudadanos, de los que es la expresión, son lo poseedores de mercancías que encontramos en el nivel de la circulación de mercancías y de capitales y que pueden ser tratados formalmente de la misma manera si se consideran las desigualdades que caracterizan sus posiciones sociales respectivas como consecuencias lógicas de la competencia y de los méritos individuales.

No se trata, naturalmente, de negar que el Estado pueda intervenir socialmente para combatir las desigualdades más escandalosas y corregir los efectos de la competencia capitalista. El derecho civil y el derecho penal no son, de hecho, exclusivos de la codificación de un derecho social que concede un cierto número de derechos específicos a prestaciones estatales, paraestatales (incluso patronales) a ciertas categorías en derogación de los principios capitalistas (intercambio de equivalentes y búsqueda de rentabilidad). En todo caso, esto no debe hacer que se olvide que el Estado y lo político, en su normalidad, tienden sin cesar a recrear el aislamiento de los individuos, su atomización en un sistema de necesidades y de consumo reprimiendo las contradicciones que se manifiestan a nivel de la producción, tomándolas por efectos secundarios de los procesos mercantiles de asignación-distribución de bienes y servicios. El Estado duplica, de alguna manera, el fetichismo económico de la mercancía y del dinero, escondiendo, incluso para sus propios ojos, la defensa del salariado y de la relación de explotación detrás de la defensa de los consumidores y competidores, detrás de las intervenciones destinadas a disciplinar la competencia intercapitalista. La definición de interés general, dentro del marco capitalista, no está nunca, sin duda, dada de una vez por todas; resulta de los enfrentamientos en el proceso de representación-valorización y no puede ser asimilada a una pura y simple ficción. Es, al menos, sesgada y unilateral, en la medida en que no tiene en cuenta los intereses compatibles con el mantenimiento de la reproducción del sistema social. También el interés general es un fetiche que tiende a restringir el ámbito de lo políticamente posible y, por esto mismo, de los políticamente deseable. La política no es la creación de nuevas posibilidades sociales, es simplemente explotación y actualización de potencialidades existentes en el sistema. En negativo, es, pues, proscripción de lo que estorba, de lo que transgrede las fronteras de lo conocido y de lo indicado. Como tan bien lo han demostrado Max Weber y Joseph Schumpeter, el equilibrio político no tolera que los enfrentamientos programáticos vayan demasiado lejos, al contrario, impone un consenso bastante amplio entre los competidores, la marginación de todo cuestionamiento demasiado profundo de la sociedad. La política no puede ser desorden, abundancia descontrolada de orientaciones y de perspectivas, debe ser concentración de energías, búsqueda de las soluciones más adecuadas a los problemas planteados por el funcionamiento del Estado. Desde este punto de vista, la política es al mismo tiempo normatividad y tecnicidad; debe ir en el sentido de un cierto orden, el que asegura la reproducción de las relaciones sociales y por ello determina los medios más adaptados y los menos costosos. La política puede, de esta manera, transformarse en técnica, incluso en tecnología de la dominación más económica (para las clases dirigentes).

El reino de las ideologías políticas no es, en consecuencia, el de la libertad y la innovación; es, más bien, el de la rigidificación progresiva de las ideas y de las concepciones de la democracia. No se trata, está claro, de afirmar que toda contestación radical es imposible; aparecen todo el tiempo ideologías subversivas o al menos de implicaciones subversivas. Lo que hay que tener en cuenta es la tendencia de las ideologías a conformarse al juego de las formas políticas y a sus automatismos. En los países occidentales, las grandes formaciones políticas modulan sus temas ideológicos manera tal para que no se asusten los sectores indecisos de la opinión pública. Por lo demás, el discurso público tiene una notable propensión a esquivar los asuntos más candentes o demasiado delicados y a convertirse en un discurso reconfortante del orden y de la permanencia, incluso cuanto pretende ser un discurso a favor de los cambios sociales de gran envergadura. Las ideologías políticas, en su inmensa mayoría, participan del cierre del universo político, de su estrechamiento en torno a intercambios ritualizados y osificados; las formas institucionalizadas de la representación-valorización parecen agitadas por un movimiento incesante, pero no hacen más que reproducir el sistema político en sus características fundamentales. Las formas políticas, como las categorías económicas, imponen su lógica a los individuos que creen que estas son los vehículos de su voluntad y se pliegan por este motivo aún más a sus mandatos. Los procesos políticos, la formación de la opinión pública y la cristalización en corrientes y facciones de diferentes grupos sociales obedecen, lo queramos o no, a principios de agregación y de organización que trascienden las relaciones aparentes de los individuos-ciudadanos entre sí. Las estrategias y las tácticas no son los verdaderos motores de la vida política, representan más bien el rumbo, las orientaciones para adaptar los comportamientos de los individuos y de los grupos a equilibrios imprevistos, a modificaciones del juego de las formas políticas consecutivas a las modificaciones de las formas sociales. La vida política, en este sentido, no es el ascenso a una forma superior de socialidad, es más bien el trato, el modelado de los individuos para hacerlos aceptar una socialización antagonista y de relaciones sociales dominadas por las limitaciones exteriores de la economía.

El nivel siguiente, el de las concepciones del mundo, está aparentemente más abierto a la creatividad, a la exuberancia de las especulaciones más diversas. El predominio del capitalismo a escala mundial no impide que observemos grandísimas variaciones en el tiempo y en el espacio. Los procesos de sistematización se inspiran en numerosas fuentes, en tradiciones culturales que podían ser originalmente opuestas y que, en el presente, no coinciden en todo. El capitalismo se acomoda, efectivamente, a las tradiciones islámicas, judeocristianas, sintoístas, hindúes, etc., sin imponer en todos lados la secularización de los valores que se observan en Occidente. Aunque hay que admitir que encontramos algo fundamentalmente idéntico en las ideologías que se reparten la casi totalidad del mundo actual: la aceptación de un nivel económico autónomo, que se desarrolla según leyes propias, luego diferentes, si no totalmente distintas de las reglas propias de los intercambios sociales. Lo económico aparece como la actividad sierva o servil que es condición de todo el resto, como la producción previa a todas las producciones, como la materialidad que sirve de cimiento para la afirmación de las variedades infinitas de la espiritualidad y de las obras del pensamiento. Dicho de otro modo, la valorización económica, la focalización de las actividades de producción en la producción de valores nacidos de una explotación sistemática del trabajo, es considerada la única forma posible de producción, la única manera de satisfacer las necesidades de la sociedad. La actividad de la valorización es concebida como la racionalización irresistible de las actividades instrumentales, como un modo de relación inevitable de la sociedad a la naturaleza y a ella misma. Se sigue, lógicamente, que los procesos de sistematización ideológica asumen lo económico como una necesidad, luego de manera positiva, pero también de manera negativa, como un momento social que superar para llegar a los verdaderos valores, que son extraeconómicos. La paradoja es que, sobre esta base, las actividades de lo esencial de la humanidad, los trabajadores asalariados, se encuentran devaluados, y que para participar plenamente de los valores extraeconómicos, que quiere decir no estar demasiado absorbido por el trabajo abstracto, hay que ser relativamente un privilegiado. Esto quiere decir, en consecuencia, que la propia producción de valores extraeconómicos depende de la división del trabajo y, por esta misma razón, de la valorización económica. Los procesos de sistematización de las concepciones del mundo y de la sociedad aceptan como datos insuperables todo lo que llega de la vida económica y de sus presupuestos, la exterioridad de la relación social, la individuación aislacionista, las formas fijas de la interacción, la intersubjetividad mediatizada por el valor.

En un contexto tal, la actividad de sistematización no tiene ninguna función de verdadera anticipación, no hace más que trabajar en la repetición, en la vuelta a los mismos cuestionamientos y en la búsqueda desesperada de nuevas orientaciones a partir de lastres de los que no es posible deshacerse. El imaginario social se encuentra prisionero de lo que cree que son los puntos de partida y los medios previos para sus investigaciones y exploraciones; no hace otra cosa que renovar figuras y representaciones sin alterar realmente la reproducción social. El imaginario se vuelve de alguna forma un elemento particularmente dinámico de la reproducción ampliada de la sociedad actual. Puede ser tentador decir que se incorpora al enorme autómata, a la megamáquina que constituye el conjunto social. Como señala Heidegger: «¿Qué es la esencia de la máquina moderna sino una configuración del eterno retorno de lo mismo?».7 El mundo social gira sobre sí mismo en un movimiento que aparentemente nadie puede controlar (las sociedades del Este no lograron realmente romper con la producción valorizante) y las ideas circulan entre diferentes niveles de la producción ideológica sin poder asegurarse reflexivamente de sus propias bases. En consecuencia, si este recorrido topológico puede enseñarnos algo, es que el problema de la ideología no reside en la determinación social de las ideas, sino más bien en su determinación asocial, en su ser producto a espaldas de los supuestos productores. Por esta fórmula paradójica, no se trata, igualmente, de afirmar que las ideas y la cultura se producen por fuera de la sociedad, se trata de subrayar que no son la expresión inmediata y aún menos adecuada de los individuos y los grupos sociales. De cierto modo, las formas objetivas del pensar y las formas sociales piensan, en efecto, por los hombres, organizan su comunicación, sus formas de vida (lebensformen), sus percepciones del mundo social, piensan sus pensamientos en la segmentación, los particularismos y las oposiciones ciegas. Lo muerto toma lo vivo. No hay una maldición de la falsa conciencia propiamente dicha, una maldición del encierro ideológico, hay obstáculos objetivos para el pensamiento social, pesos muertos (de los valores cristalizados en la tradición a la subsunción de los humanos bajo el trabajo abstracto y las técnicas que de él se desprenden) que obstaculizan su marcha. Sin dudas, no habrá jamás transparencia en las relaciones sociales y en sus juegos del lenguaje, pero en la atmósfera actual, de crisis, del funcionamiento vacío de las ideologías,sería como mínimo sorprendente resignarse y dejar que se reproduzcan de manera indefinida las condiciones de cautiverio del pensamiento.

(El artículo original, «Les cheminements de l’idéologie» fue publicado en Gérard Duprat (ed.), Analyse de l’ideologie, París: Editions Galilée, 1980, pp. 23-40 y se encuentra en línea en http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article51).

1Alfred Lorenzer, Die Wahrheit der psychoanalytischen Erkenntnis, Frankfurt am Main, 1976; Alfred Lorenzer, Sprachzerstörung und Rekonstruktion, Frankfurt am Main, 1973.

2Terminología que sin duda se toma de René Spitz.

3Véase Freud, «Psicología de las masas y análisis del yo» (1921), en Freud, Obras completas, volumen 18, Buenos Aires: Amorrortu editores, 2013.

4Nos podemos remitir a Theodor W. Adorno, Studien zum autoritärenn Charakter, Frankfurt am Main, 1973,

5A propósito de estos problemas podemos dirigirnos a los trabajos de Erving Goffmann.

6Sobre esta cuestión véase El capital, que es mucho más importante para el estudio de la ideología que La ideología alemana.

7Citado por Henri Birault en Heidegger et l’expérience de la pensée, París, 1978, p. 568. Podemos encontrar este pasaje en una traducción ligeramente diferente en Martin Heidegger, Essais et conférences, París, 1958, p. 147. Está claro que no es cuestión de retomar aquí las tesis de Heidegger sobre la técnica por abstraerse demasiado del contexto social, de la valorización. N. del T.: La traducción castellana de Eustaquio Barjau en Martin Heidegger, Conferencias y artículos, Barcelona: Odós, 1994, p. 112., es: «¿Qué otra cosa es la esencia del motor moderno sino una forma del eterno retorno de lo Mismo?».

Publicado en General | Comentarios desactivados en Los derroteros de la ideología (Jean-Marie Vincent, 1980)

La dominación del trabajo abstracto (Jean-Marie Vincent, 1977)

¿Es el trabajo una realidad tan simple? A primera vista, parece que estamos en presencia de un dato antropológico irreductible. ¿No están los hombres obligados a trabajar para subsistir o para mejorar sus condiciones de vida? Sin embargo, estas evidencias se nos deshacen entre las manos cuando nos interrogamos sobre las modalidades y finalidades posibles de la actividad humana. Hay sociedades que jamás buscaron aumentar su consumo, tampoco, por lo tanto, su producción. Hay sociedades que atribuyeron una mayor importancia a las actividades religiosas o rituales y a las diferentes formas de festividad que a la producción material propiamente dicha. Ni siquiera está claro que en un número relevante de sociedades precapitalistas la producción, en el sentido en el que nosotros la entendemos, haya sido siempre una realidad palpable y distinta de otras manifestaciones de la vida social.

El trabajo no es, pues, una realidad tan natural como se pretende. Hoy no tiene una importancia y un carácter universal más que en función de la importancia y la universalidad de la producción (de una producción incesantemente ampliada de bienes materiales y servicios). Pero la propia importancia de la producción –la producción por la producción– es escurridiza. Su autonomización con respecto a otras actividades sociales no se explica simplemente por las limitaciones de la producción y de la reproducción de la vida. El crecimiento demográfico de la humanidad no explica de manera general fenómenos como la producción en masa más que a partir de teorías particularmente mecánicas y deterministas. Antes de defender tales hipótesis, ¿no hay que preguntarse por qué la población aumenta en lugar de estancarse? ¿Y por qué el aumento de la mano de obra disponible es en sí considerado como deseable, por no decir indispensable? La respuesta que se nos viene a la cabeza de manera inmediata es que la sociedad privilegia la producción de riquezas en cuanto medio de aumentar la satisfacción de sus miembros y su sentimiento de control sobre el entorno. Pero las propias nociones de satisfacción y control son ambiguas. ¿De qué satisfacción se trata y para qué individuos? ¿A qué control sobre el entorno natural y social nos referimos? No podemos comenzar a comprender todos estos problemas más que si partimos del hecho primordial de que la producción en la sociedad actual no tiene como fin el consumo inmediato, sino la acumulación de valores que permiten diferir y diversificar el disfrute que se puede esperar de los productos materiales y los servicios. La producción concreta es, de algún modo, vector de una producción abstracta de satisfacciones futuras y universales. La cristalización del valor de cambio en la moneda permite disociar producción y consumo en el tiempo y el espacio, y una muy gran escala. En la sociedad capitalista moderna, no se produce con el fin de aumentar al máximo los valores de uso disponibles, se produce la mayor cantidad posible de valores de uso con el fin de realizar el máximo de valores en el mercado.

Dicho de otro modo, hay que partir del hecho de que la producción capitalista es una producción de plusvalor y capital. Hay que reconocer al mismo tiempo que el trabajo –al menos el que realmente cuenta en la producción– es un trabajo productor de valores. A su manera, los economistas clásicos, Smith y Ricardo, entre otros1, lo admiten. Este reconocimiento, sin embargo, no excluye una profunda perplejidad en cuanto al estatuto real del trabajo. ¿Se trata de una manifestación de la inventividad y creatividad humanas? ¿Se trata, al contrario, de una actividad particularmente limitante porque está sometida a una creciente división de las tareas? Sin reconocer, en sentido estricto, que hay dualidad y oposición entre dos formas de actividad, el trabajo de elaboración, de mando y supervisión por un lado, y el trabajo de producción y ejecución por el otro, los teóricos más lúcidos de la burguesía, como Hegel2, se encuentran obligados a atribuirle una naturaleza profundamente ambivalente. En primer lugar está el trabajo que se presenta como una actividad mediadora entre el sujeto y el objeto, luego está el trabajo que se presenta como el medio socialmente autorizado para satisfacer las necesidades y para entrar en relación con los otros sujetos en cuanto propietarios de mercancías. El trabajo como práctica transformadora –transformación recíproca del sujeto y el objeto– es apreciado de manera positiva (contrariamente a lo que los antiguos pensaban de la poiesis). Sin embargo, el trabajo bajo su forma más socializada aparece como una realidad negativa, aunque articule entre sí a los individuos. Es que, en efecto, la división del trabajo –condición de la progresión y diferenciación de la producción, luego de la progresión y diferenciación de las necesidades– suprime en apariencia todas las cualidades atribuidas a las relaciones dinámicas del sujeto y el objeto. La participación en la producción como trabajador parcial no puede en particular ser considerada como una actividad teleológica, como el hacer que corresponde a un ajuste inteligente de los medios (instrumentos y objetos de trabajo) a los fines que el hombre se da libremente en función de las relaciones que quiere establecer con el mundo. Hay, en consecuencia, un trabajo noble, auténtico, manifestación de una praxis individual y rica en significaciones o incluso como una interacción compleja con el otro (competencia y colaboración por la posesión del mundo), y, en segundo lugar, el trabajo industrial que, en verdad, no es más que un reflejo degradado del primero y no es en el fondo más que una actividad mecánica determinada por los desarrollos de la producción y la técnica.

De este modo, llegamos al resultado paradójico de que la civilización del trabajo elogiada por los economistas y filósofos clásicos no puede ser real más que para una pequeña parte de la sociedad. El trabajo que se encumbra no es el trabajo real, sino una transfiguración ideológica donde la actividad artesanal idealizada se mezcla con los hábitos del trabajo intelectual. De esta manera, el trabajo puede tomarse como una actividad totalizadora y como un medio privilegiado de realización del hombre. Lo que se oculta detrás de este culto a la actividad demiúrgica es la dependencia de todas las acciones libres o que pretenden serlo con respecto a la labor heterónoma de la mayor parte de los miembros de la sociedad. Las figuras más celebradas de la sociedad burguesa –el sabio, el jefe en la industria, el hombre de Estado– no pueden desarrollar su «creatividad» y capacidad de trascender lo dado más que sobre la base de una actividad limitada, controlada y, para que todo sea dicho, sierva de los que están directamente insertos en el proceso material de producción. El esclavismo asalariado es, en este sentido, la condición del desarrollo de la individualidad burguesa, de su hipertrofia aparente con respecto a la objetividad de lo económico y lo social, de la amplificación de su potencia en las esferas más diversas de la vida en sociedad. Sin duda, es posible minimizar esta relegación de la mayoría de los productores inmediatos a las catacumbas del trabajo sin teleología haciendo referencia a la movilidad social y a las múltiples posibilidades de pasar a un estadio superior de actividad, pero no hace falta reflexionar demasiado para darse cuenta de que solo una minoría poco significativa es susceptible de acceder al estatuto del trabajo noble después de haber sufrido las imposiciones del trabajo vulgar. El mérito o el trabajo sobre uno mismo no juegan en definitiva más que un rol secundario en los fenómenos de ascensión social y movilidad profesional. El modelo de la actividad teleológica –el trabajo como autoproducción del hombre– no es sino una norma ideal cuya función esencial es hacer que se acepte la segmentación de los trabajadores, la separación de unos con respecto a otros y con respecto a las condiciones materiales y sociales de la producción. Por supuesto, la ideología burguesa no puede ignorar lo duro del trabajo explotado –sus «aspectos negativos», para hablar como los defensores del sistema capitalista–. Pero todo eso lo entiende como recaídas, más o menos inevitables, de toda actividad humana: la obra que escapa a su creador, los medios que hacen olvidar los fines, el trabajo que se impone en detrimento de otras funciones vitales del hombre. Como decía Hegel, la objetivación es alienación, lo que quiere decir en términos más simples que el hombre se pierde en el trabajo y que no puede reencontrarse más que recuperando el conocimiento. Así se riza el rizo, el trabajo en la realidad cotidiana es un destino inevitable que hay que trascender en la actividad espiritual.

Es a estas operaciones de sustitución o de inversión, la valorización de la actividad de los explotadores o de los parásitos, la devaluación del trabajo de los productores inmediatos o incluso la instalación del trabajo creador mítico en el sitio del trabajo real, a lo que se opone Marx. Es cierto que él también, en sus obras de juventud, hizo sacrificios por las ilusiones de la actividad teleológica, particularmente en los Manuscritos de 1844 donde felicita a Hegel por haber centrado su atención en este problema3. Pero toda su obra posterior está marcada por un prolongado y sistemático esfuerzo por despojarse de este tipo de discurso antropológico y sustituirlo por análisis cada vez más diferenciados sobre los fenómenos del trabajo en la sociedad capitalista. Es lo que le ha permitido descubrir que la generalidad del trabajo y su universalidad omnipresente en la sociedad actual no se remiten al trabajo en general o a lo que sería la realización de la actividad humana liberada de los límites del feudalismo (vínculos de dependencia personal, delimitación rígida de los fines asignados en la producción) sino a una organización muy específica de la producción, donde la variedad de trabajos se vuelve completamente secundaria. Sobre esta cuestión, Marx escribió4: «Se progresó inmensamente cuanto Adam Smith rechazó cualquier especificación acerca de la actividad creadora de la riqueza, considerándola trabajo sin más: ni trabajo manufacturero, ni comercial, ni agrícola, sino tanto uno como otro. Con la abstracta generalización de la actividad creadora de la riqueza, tenemos ahora la generalización del objeto determinado como riqueza, el producto en general o, una vez más, el trabajo en general, pero en cuanto trabajo anterior, objetivado. […] Podrá parecer ahora que de este modo se habría encontrado únicamente la expresión abstracta para la relación más simple y antigua en que entran los hombres −en cualquier forma de sociedad– en tanto que son productores. Esto es cierto en un sentido, pero no en otro5. En efecto, la indiferencia de todo tipo particular de trabajo supone que existe un conjunto muy diversificado de modos concretos de trabajo y que ninguno de ellos predomina sobre el resto. Así, entonces, las abstracciones más generales no surgen más que con el desarrollo concreto más rico, y es entonces cuando la gran masa o la totalidad de elementos se reducen a una misma unidad. Es entonces solamente cuando deja de concebirse bajo una forma particular».

Todo esto aclara de manera muy precisa la famosa oposición entre trabajo abstracto y trabajo concreto, que a menudo se reduce a la oposición de dos perspectivas, una que considera el punto de vista social, la otra que toma su concreción individual. El trabajo abstracto no es el fruto de una simple operación intelectual, una media estadística que homogeniza bajo ciertos aspectos trabajos individuales fundamentalmente heterogéneos. En realidad, el trabajo abstracto supera por mucho la mera comparación de trabajos individuales y corresponde a una serie de operaciones precisas, reducción de la fuerza de trabajo a una mercancía, transformación del trabajo muerto o cristalizado en capital, utilización de la fuerza de trabajo en vistas a la producción de mercancías (valores de cambio) y la plusvalía. Lo que la producción y el mercado capitalistas ponen en relación no son las relaciones concretas de los trabajadores entre ellos, con sus objetos e instrumentos de trabajo o incluso sus relaciones con las finalidades concretas de la producción, son las actividades estimadas por su única capacidad de producir plusvalor y de ampliar el capital. En este marco, el trabajo concreto, productor de valor de uso, no tiene más que una importancia secundaria. Sirve simplemente de soporte para trabajos intercambiables, indiferentes a todo lo que les resulta particular. Tal como señala Marx, el trabajo del individuo toma la forma abstracta de la generalidad, no es más que una participación aislada de una masa de trabajo social abstracto que se coagula sin la intervención de los productores inmediatos. En efecto, los trabajadores, una vez separados de los medios de producción, están desprovistos, por los mecanismos de la sumisión al mando del capital en la empresa, tanto de las potencias intelectuales de la producción como de la fuerza colectiva que desarrollan en la cooperación. Es el trabajo cristalizado, objetivado en el capital el que encarna la socialidad de la producción por encima de la cabeza de los que producen. El muerto se apodera del vivo, el trabajo vivo como el trabajo abstracto se separa de los que le dan nacimiento para volverse contra ellos como potencia del capital sobre los productores parciales. En las propias palabras de Marx6: «Tanto el trabajo como el producto no son más la propiedad del trabajador particular y aislado. Es la negación del trabajo parcial, porque el trabajo es de ahora en adelante colectivo o combinado. Sin embargo, este trabajo colectivo o asociado, tanto bajo su forma dinámica como bajo su forma detenida o solidificada del producto, es puesto directamente como diferente al trabajo singular realmente existente. Es al mismo tiempo la objetividad de otro (propiedad ajena) y la subjetividad ajena (del capital)».

Evidentemente no se trata, en este contexto, de una totalización en y por el trabajo, dado que es el capital el que totaliza las relaciones sociales al reproducirse. En otros términos, en la producción y reproducción de la relación social, el trabajo concreto no solamente tiene una importancia secundaria, sino que tiende a tener una existencia residual o derivada. Cada trabajador, tomado aisladamente, no tiene sino relaciones extremadamente limitadas y tenues con las condiciones materiales de la producción. La mayor parte del tiempo no manipula más que objetos parciales con la ayuda de instrumentos cuyos mecanismos no controla para realizar productos que no conocerá jamás en su integridad. En última instancia, el discurso sobre el obrero parcial no tiene mucho sentido, en la medida en que, en la gran industria moderna, el trabajador individual se encuentra ceñido a procesos de producción integrados que determinan con antelación no solo las tareas y las funciones, sino también el lugar en la jerarquía de la empresa y la sociedad. El trabajador moderno no es un artesano reducido a tareas repetitivas –forzado a particularizar su oficio, para retomar un tema apreciado por Adam Smith–, es desde un principio un engranaje de la máquina de producir ganancias. Por esta razón el discurso de Proudhon sobre el trabajo como hecho creador de la economía debe ser derribado. El trabajo totalizador del artesano no se descompone bajo los efectos de la división manufacturera del trabajo, se desplaza, se remodela bajo la férula de los movimientos aparentemente irresistibles del capital. Se vuelve otra actividad que no es más que la emanación de actividades ya abstractamente coaguladas, ya sea por que son un pasado cristalizado en medios de producción, o porque son definidas hic et nunc por fuera de las voluntades individuales. Los diferentes vendedores de fuerza de trabajo, confrontados a normas inviolables y a barreras infranqueables, ya no son más que órganos-soportes del trabajo social abstracto.

Todo sucede, en consecuencia, como si el trabajo abstracto absorbiera al trabajo concreto, no dejando de este último sino una existencia que es una excusa para facilitar la integración de los humanos a sus movimientos de acumulación. Paralelamente, todo sucede como si el valor bajo su forma fenomenal de valor de cambio absorbiera el valor de uso, transformándolo en simple ideología justificativa de las operaciones del intercambio. Podemos, pues, estar tentados de declarar que ya no hay trabajo concreto o valor de uso, y que la producción capitalista no es más que una vasta producción de signos a partir de una base material que no tiene más que un valor de pretexto. Así, el capital, el trabajo, no son más que categorías fantasmagóricas, códigos sobreimpuestos a la sociedad, según los análisis que avanza desde hace algunos años Jean Baudrillard, uno de aquellos que han sacado las consecuencias más extremas del declive aparente del valor de uso y el trabajo concreto. Desde esta perspectiva, en el fondo es la noción misma de economía que debe ponerse en tela de juicio, y con ella todas las concepciones basadas en el valor o la valorización: escasez, abundancia, riqueza, pobreza. Se trata, por el contrario, de volver a darle prioridad a la intersubjetividad sobre el sistema de objetos (la valorización de los individuos en función de la posesión de riquezas u objetos de prestigio), al gasto sobre la acumulación, al intercambio simbólico reversible sobre el recambio-producción de símbolos sociales fijos7. Para ello hay que deconstruir los códigos, los conjuntos de significantes que son el capital y el trabajo, es decir, proclamar que no son lo que pretenden ser, necesidades inevitables, realidades impermeables a la decodificación. El capital y el trabajo abstracto son siempre tiránicos, pero no se reproducen más que repetitivamente, llevando al absurdo la producción de pseudosatisfacciones. La lucha contra ellos no podría ser entonces una lucha para que triunfen unas fuerzas productivas superiores o un nuevo sistema de producción, sino al contrario, sería una lucha contra la forma de producción en cuanto actividad social separada del resto. La crítica de la economía política es superada, así como lo es el materialismo histórico.

Se ve con claridad todo lo que puede tener de seductora esta manera de decretar la muerte del capital: los problemas de la subversión social se reducen, según tales esquemas, a la deconstrucción de los códigos y a la desobediencias civil (o a formas más o menos activas de sabotaje de las instituciones). Pero, al mismo tiempo, es difícil cerrar los ojos frente a todo lo que esto comporta en cuanto a flaquezas del análisis. En primer lugar, hay que subrayar con fuerza que el paso del trabajo concreto y del valor de uso bajo el despotismo del trabajo abstracto y del valor no implica su completa desaparición en cuanto referentes materiales de la producción.

Sin duda, como lo ve acertadamente J. Baudrillard, resulta falso hacer del trabajo concreto y del valor de uso las bases «naturales» de un derribo revolucionario del capitalismo. Con respecto a sus opuestos del valor y el trabajo abstracto, ciertamente no representan la actividad y el disfrute humanos en su pureza o su incorruptibilidad pretendidamente originarias, pero estarían desprovistas de toda originalidad hasta el punto de no aparecer más que como reflejos del capital que recordarían a este último la imposibilidad de seguir su marcha hacia adelante sin presupuestos materiales y humanos. No hay valorización del capital que no descanse en proceso materiales muy complejos que sobrepasan por mucho los intercambios de valores –relaciones entre los participantes en el juego social, relaciones entre los participantes con la producción y los procesos físiconaturales determinados por la producción, relaciones entre relaciones de producción complejas, tomadas como puntos de partida–. Dicho de otro modo, las relaciones cuantitativas entre mercancías, entre mercancías y dinero, entre producción realizable y demanda solvente, entre fuerza de trabajo disponible y fuerza de trabajo demandada, entre recursos naturales y productos valorizados, no son necesariamente armoniosas, o más exactamente, no se armonizan si no es muy mal. El capital en cuanto valor que se autovaloriza ignora sus propios límites, es decir, los límites de la materialidad de la que se apodera. La tendencia a la acumulación no tiene límites, no tiene fronteras identificables, mientras que los elementos que concurren en la producción ampliada del capital, por su parte, no son extensibles a voluntad. No se pueden explotar arbitrariamente los recursos naturales, no se puede tampoco aumentar a gusto la explotación de la fuerza de trabajo en unas circunstancias dadas, es decir, aumentar el plusvalor sin tener en cuenta el trabajo necesario. Como Marx lo muestra muy bien en El capital, la acumulación se encuentra incesantemente confrontada a la resistencia obrera que se niega a plegarse a las imposiciones de la rentabilización –por ejemplo, el aumento de la parte del trabajo no pagado por el aumento de los ritmos o de la duración del trabajo–. Se puede decir, por supuesto, que la reivindicación obrera es perfectamente integrable, dado que puede tener como efecto empujar a los capitalistas a hacer concesiones en el ámbito del consumo popular e incitarlos a recurrir a innovaciones técnicas a gran escala, todas cosas que pueden tener consecuencias muy benéficas para el equilibrio dinámico del sistema. Pero detenerse en estos fenómenos (que no se trata de negar) es no ver lo que es más importante: la afirmación de procesos que no son reductibles al proceso de valorización y que, a tal o cual momento, pueden contradecirlo directamente. El proceso de valorización domina, evidentemente, todos los procesos materiales de la producción o del metabolismo entre los hombres y la naturaleza socialmente trabajada, pero no puede nunca hacerlos coincidir enteramente con su propio despliegue en el espacio y el tiempo. La valorización no es toda la vida de la sociedad, incluso si la impregna muy profundamente.

Esta constatación es decisiva, no solo porque permite comprender que el trabajo y el capital no son puras visiones fantásticas, sino también porque permite asumir que el trabajo abstracto como actividad solidificada y cifrada se articula sobre procesos irreductibles a lo simbólico o a lo imaginario. El trabajo abstracto se encarna en masas infinitas de mercancías tanto como en una masa de medios de producción poseídos como capital. Se trata menos de un encadenamiento de actividades sociales que del gasto de energía para alimentar el movimiento de las mercancías y las metamorfosis del capital. Es él, en cuanto entidad abstracta, el que parece imponer sus condiciones a los trabajadores (modos de inserción en el mundo de la producción, modos de relación con los otros participantes de la producción). Del mismo modo que la mercancía, se presenta como un fetiche, como una realidad ajena, exterior a las relaciones sociales y a las variaciones de la organización social. Es la necesidad del trabajo, el medio fetiche que conduce a la satisfacción de las necesidades fetichizadas. Pero esta abstracción real no puede serlo más que sobre la base de procesos de separación reales entre los trabajadores y las diferentes manifestaciones de la producción. El trabajador asalariado se encuentra realmente separado de su objetivación en el trabajo porque todas las condiciones de la producción se le escapan, los medios de la producción, los objetos de la producción, las destrezas de la producción, las formaciones de la producción y, sobre todo, las relaciones colectivas en la producción. Para el trabajador aislado, el acceso a los procesos combinados y socializados del trabajo no es una integración en los intercambios socialmente controlados, sino una asignación a un lugar predeterminado donde solo puede disponer de una información limitada. Está organizado sin disponer de ningún medio para controlar la organización que se le impone en función de los imperativos impersonales de la producción. No controla ni siquiera el cara a cara con sus colegas o con su superior inmediato, aunque estas relaciones se presenten como intercambios directos. Esto quiere decir que su participación en la socialidad se da de manera completamente indirecta. No guarda ningún vínculo con el mundo de la producción si no es por la intermediación del mercado de trabajo (cualificación y venta de su fuerza de trabajo) y no se afirma en las esfera de las relaciones intersubjetivas más que por la intermediación del juego de la imitación y de la distinción en el consumo (distribución-reparto de objetos de prestigio), cuyas reglas no controla. La propia producción simbólica es exterior a los individuos, porque su interacción, sus vínculos de reciprocidad, no dependen por decirlo de algún modo de sus proyecciones e intercambios espontáneos, sino de las relaciones sociales de producción sostenidas y representadas por flujos materiales incesantemente crecientes. Hay quiproquo, sustitución de una materialidad que es vista solamente en la inmediatez de las relaciones e intercambios sociales –las relaciones sociales de las cosas, dice Marx–. Esta exterioridad de los vínculos sociales, cristalizados en las estructuras objetivas del mercado, de la empresa, etc., excluye que podamos razonar en los términos de una dialéctica del sujeto y el objeto. Los sujetos humanos no se alienan en el mundo de los objetos, están más bien librados a los movimientos incontrolables de una objetividad ajena –la sociedad como segunda naturaleza hostil–, como animada por una subjetividad también completamente exterior (el capital). Los sujetos humanos, como su intersubjetividad, no tienen, en verdad, más que una realidad segunda, derivada, con respecto a la consistencia y a la resistencia de la relación social de producción. Sin duda esta inquietante ajenidad del mundo de la mercancía y del trabajo abstracto no es posible sin múltiples inversiones libidinales y simbólicas o sin captación del imaginario, pero no se trata de una mera coagulación de flujos afectivos y simbólicos (las máquinas molares de Deleuze y Guattari). Se trata, por el contrario, de una real absorción y domesticación de las diferentes formas de actividad que deja lejos tras de sí la autonomización de los códigos, del significante y el significado de los que habla Baudrillard. Hay, pues, una dominación objetiva del trabajo abstracto sobre la materialidad de las relaciones sociales, y, desde este punto de vista, la progresión de la producción –el crecimiento– no puede sino conducir al refuerzo de esta dominación. Es cierto que asistimos a procesos que se renuevan sin cesar de sustitución del trabajo vivo por máquinas en numerosas ramas de la actividad económica. Pero de ahí a concluir que la «revolución científica y técnica» está volviendo superfluo el trabajo abstracto hay un paso, y hay que evitar darlo. En efecto, no hay que olvidar que la sustitución del trabajo vivo por trabajo muerto no se opera en el vacío económico y social. Los capitalistas invierten en tecnología para ahorrar trabajo, luego para mejorar las condiciones de la explotación de la mano de obra. Su meta no es a priori la reducción de la masa total de la fuerza de trabajo, incluso si están llevados a despedir trabajadores en un lugar y en un momento dado. Su sed de plusvalor –condición de la reproducción ampliada del capital– no puede, por el contrario, más que empujarlos a emplear el máximo de trabajadores una vez que están cubiertas ciertas condiciones de rentabilidad. Por lo demás, es suficiente con dirigirse a la historia económica de los últimos treinta años para darse cuenta de que el trabajo asalariado ha conocido un crecimiento casi ininterrumpido. Incluso los trabajadores de cuello azul han aumentado, si no en términos porcentuales, de manera absoluta en la mayor parte de los países de Europa occidental. En los años cincuenta y sesenta, el trabajo femenino ha hecho verdaderos saltos adelante, lo que da testimonio de la necesidad del trabajo de la economía capitalista en el momento mismo en el que se moderniza en proporciones hasta ahora desconocidas. La automatización, o la automación –el vocabulario poco importa–, no tiene como meta suprimir el trabajo vivo, sino extender su utilización más beneficiosa. El capital está constituido, por supuesto, por una parte muy importante de capital constante (capital fijo y capital circulante), pero no puede ser conservado o reproducirse en una escala más grande sin absorber fuerza de trabajo. Es el trabajo vivo el que presta o da su dinámica al capital, y un crecimiento demasiado rápido del capital constante (en valor) con respecto al capital variable que lo valoriza hipoteca el crecimiento. Al cabo de cierto tiempo, la masa estancada de capital variable es insuficiente para asegurar una producción satisfactoria de plusvalor, luego una reproducción ampliada del capital total. La muerte (el trabajo muerto o cristalizado) no puede apoderarse de lo vivo (el trabajo vivo –el gasto de fuerza de trabajo–) si no es con la condición de emplearlo masivamente y transformarlo sin cesar en trabajo abstracto. Desde el punto de vista del capital, su propia composición orgánica no puede crecer hasta el infinito, está claro que no, en todo caso, en proporción al crecimiento de la composición técnica y a la utilización sistemática de innovaciones tecnológicas. Los trabajadores ponen en movimiento masas cada vez más grandes de trabajo objetivado (máquinas, materias primas, infraestructuras), pero esto no debe manifestarse más que como un control del capital de su propio crecimiento y del de la fuerza de trabajo. Es lo que Marx constata al escribir8: «El capital mismo es la contradicción en proceso, [por el hecho de] que tiende a reducir a un mínimo el tiempo de trabajo, mientras que por otra parte pone al tiempo de trabajo como única medida y fuente de la riqueza. Disminuye, pues, el tiempo de trabajo en la forma de tiempo de trabajo necesario, para aumentarlo en la forma del trabajo excedente; pone por tanto, en medida creciente, el trabajo excedente como condición —question de vie et de mort— del necesario. Por un lado despierta a la vida todos los poderes de la ciencia y de la naturaleza, así como de la cooperación y del intercambio sociales, para hacer que la creación de la riqueza sea (relativamente) independiente del tiempo de trabajo empleado en ella. Por el otro lado se propone medir con el tiempo de trabajo esas gigantescas fuerzas sociales creadas de esta suerte y reducirlas a los límites requeridos para que el valor ya creado se conserve como valor. Las fuerzas productivas y las relaciones sociales —unas y otras aspectos diversos del desarrollo del individuo social— se le aparecen al capital únicamente como medios, y no son para él más que medios para producir fundándose en su mezquina base». Lo que dice en otro lado de manera todavía más lapidaria: «El robo de tiempo de trabajo ajeno, sobre el cual se funda la riqueza actual, aparece como una base miserable comparado con este fundamento, recién desarrollado, creado por la gran industria misma».

Solo en este marco podemos comprender los problemas planteados por el progreso técnico y su rol en la dinámica de la economía. Al parecer, es la innovación tecnológica lo que regularía la vida económica. Está en el origen de la mayor parte de inversiones, influye considerablemente sobre las modalidades mismas del trabajo y parece determinar en gran medida la dinámica global de la economía. Cuando la innovación tecnológica se ralentiza, el crecimiento se hace menos rápido. Inversamente, cuando las inversiones en la renovación del capital fijo son considerables, la actividad económica se desarrolla con gran rapidez. La función esencial del emprendedor parece ser entonces la de allanar el camino para el progreso técnico que es la ley inmanente de la progresión económica y el cambio social. Es, luego, el progreso técnico el que parece responsable de todos los «aspectos negativos» del capitalismo, su marcha económica ciega, el desempleo llamado tecnológico, el poder otorgado a las élites tecnocráticas, la diferenciación creciente de las tareas, las nocividades de la vida colectiva, etc. Pero en cuanto se plantea más seriamente la pregunta del porqué de la innovación tecnológica y se renuncia a hacer de ella un deus ex machina o un factor exógeno de la vida económica, hay que admitir que el progreso técnico mismo es una función de la búsqueda de plusvalor en la acumulación. No hay técnica en sí, sino, según los términos de Marx, un empleo capitalista de las máquinas y una utilización capitalista de la ciencia como fuerza productiva. El horizonte de la ciencia y todavía más el de la técnica están estrechamente limitados por los imperativos de la acumulación del capital: es en vistas a producir ganancias que se producen y aplican las nuevas técnicas, es en función de la búsqueda de rentabilidad que se organiza una parte cada vez más importante del trabajo científico. Sin duda, la investigación fundamental escapa a las imposiciones más inmediatas de la producción, pero no escapa a las leyes generales de la división del trabajo, a las leyes del orden social dominante. La ciencia y sus aplicaciones no se separan hoy en día de las organizaciones burocráticas tentaculares que encarnan frente a los científicos mismos las exigencias impersonales del progreso. Los fines y los medios de la ciencia (como los de la técnica) no están controlados colectivamente, están, de hecho, fuera del alcance de la mayor parte de los científicos, reducidos a un estado de trabajadores atomizados. Así, hay un contraste impactante entre los efectos a menudo inconmensurables del progreso científico y técnico y las capacidades de acción y reacción de los científicos confrontados a estos mismos efectos. En este contexto de socialización asocial, de producción de la impotencia y aislamiento de una parte aparentemente favorecida de la humanidad (los sabios, los científicos, los tecnólogos), no es sorprendente que la autonomía del movimiento científico y técnico con respecto a los individuos que lo sostienen se transforme en una suerte de fatalidad. Los medios, es decir, la organización, los instrumentos, la realización de los descubrimientos científicos, parecen prevalecer sobre los fines reales o posibles de la ciencia y la técnica y parecen desconectados de las aspiraciones más razonables de los seres humanos. Ya no son los hombres los que utilizan los instrumentos de trabajo, es el sistema de máquinas y técnicas el que se apodera de los hombres y los somete. El determinismo del capital se presenta, pues, como determinismo tecnológico, como el desencadenamiento del racionalismo tecnológico de la producción en detrimento de toda consideración. Se trata de combinar los factores de producción de la manera más eficiente posible sin preocuparse demasiado de lo que le suceda a los agentes de la producción –es suficiente con que estén disponibles al mejor precio posible y en una cantidad suficiente–. Las fuerzas productivas humanas ya no son más que las esclavas de las fuerzas productivas materiales y de su dinámica incontrolada. La relación social de producción, independiente con respecto a sus componente esenciales, se afirma como un conjunto insuperable e indestructible de medios materiales puestos a la disposición de los individuos para dominarlos mejor. El individuo como mónada puede rebelarse contra los inconvenientes de la producción social, contra las mutilaciones que le provoca, pero, en cuanto parte de la sociedad, no puede abstraerse de las múltiples conexiones que esta le permite establecer en la producción material y en los intercambios con otros individuos. Esto explica que el determinismo tecnológico –el trabajo abstracto transformado en automatismo irresistible de las máquinas– parece acorralar a la sociedad contemporánea con el siguiente dilema: hay que contentarse con acondicionar la evolución «natural» de la sociedad y sus técnicas, o bien rechazar esta evolución y buscar situarse más allá y por debajo de la producción moderna. En el primer caso, debemos plegarnos a las abstracciones reales de la sociedad capitalista, a sus formas intelectuales objetivas que expresan los diferentes momentos de la valorización, de los productos del trabajo como de las relaciones humanas en general (los individuos no valen los unos con respecto a los otros más que en función de su lugar en el proceso de reproducción del capital). En el segundo caso, nos vemos llevados a cuestionar la práctica misma, identificada con las formas que toma en la sociedad capitalista o, más exactamente, confundida con las formas que toma a ojos de los individuos mutilados de la sociedad capitalista. La actividad no gratuita, es decir, la que se fija objetivos precisos y para ello utiliza conjuntos coordinados de medios, parece a priori sospechosa. Se supone que es fundamentalmente una actividad de dominación –dominación sobre la naturaleza y los hombre–. Si podemos fiarnos de uno de los críticos más agudos del pensamiento occidental, Heidegger, al final de la cadena de la técnica, del pensamiento instrumental y la ciencia, es el pensamiento teórico mismo el que debe ser sino totalmente rechazado, al menos interrogado y superado en sus aspectos fundamentales –pensamiento de la voluntad de poder, de la representación de lo real para que se pliegue mejor a esta voluntad–. La búsqueda de la verdad ya no debe ser la búsqueda de la eficacia del pensamiento –la adecuación entre las cosas y la mente–, sino una vía hacia el descubrimiento del ser (más exactamente hacia la apertura al ser9).

Este dilema –el abandono a los automatismos del trabajo abstracto y la técnica, la búsqueda de un más allá o de un por debajo que deje las cosas como están– no puede, evidentemente, ser superado si se permanece en la dinámica de la técnica o de la producción por la producción. Muy distinto es si nos interesamos por la dinámica social, es decir, por el enfrentamiento recurrente del capital y el trabajo que constituye la trama de la relación social de producción. La prosperidad capitalista de los años cincuenta o sesenta, desde este punto de vista, no es una excepción a la regla. No solo está marcada por una rápida progresión de la tecnología, sino también por la acumulación de fuertes contradicciones económicas y sociales, primero subterráneas, luego cada vez más aparentes. Durante muchos años, la progresión del poder de compra de los trabajadores ha garantizado un mínimo de paz social. Una parte muy importante de la clase obrera accede a bienes de consumo durables y consigue modificar sensiblemente su modo de vida y sus comportamientos cotidianos fuera de la producción. Incluso parece que asistimos a la desaparición gradual del particularismo obrero y que una parte no desdeñable de los temas ideológicos de la burguesía de la posguerra penetra profundamente en los trabajadores. El crecimiento económico y el progreso técnico se entienden como medios privilegiados de la lucha contra las desigualdades sociales, como medios de hacer que retrocedan muy rápidamente las formas más diversas de la miseria. En buena medida, la lucha de clases no se trata más que del reparto de los beneficios de la expansión económica y también de un reparto más equitativo de las las obligaciones (a nivel del Estado, de las empresas y de las grandes organizaciones burocráticas en general). Sin embargo, detrás de estas apariencias que sirven de justificación a las diferentes concepciones de la sociedad industrial se producen transformaciones de los procesos de producción que señalan un desplazamiento, no una atenuación, y hasta en ciertos casos una exacerbación, de la lucha de clases. Los capitalistas no le conceden más autonomía a los trabajadores al renunciar a los aspectos más abiertamente represivos y militares de la disciplina del trabajo. La mayor parte del tiempo, reemplazan obligaciones demasiado personalizadas por otras mucho más «objetivas», aquellas que pasan por el sistema de máquinas. La cooperación en el proceso de trabajo está cada vez menos basado en los intercambios directos entre los trabajadores y cada vez más en procesos integrados e interdependientes de combinaciones de máquinas, pero eso no conduce a una recomposición del trabajo, como pueden postular algunos. Por supuesto, una parte importante del trabajo en la gran industria no está ya caracterizada por los movimientos descompuestos, parciales y repetitivos–, lo que no puede decirse del trabajo en serie. Se trata, al contrario, de actividades de supervisión de las máquinas en interacción, lo que implica muy pocas manipulaciones materiales. Incluso se puede sostener, como lo hace el sociólogo Elliot Jacques, que lo importante en este marco es el aumento de la responsabilidad de los trabajadores, dado que deben servir o controlar conjuntos de máquinas cada vez más complejos y costosos. Pero no por ello dominan el proceso de trabajo más que antes. Los objetos e instrumentos de trabajo son ahora todavía menos accesibles para el trabajador tomado individualmente, confrontado en realidad a una suerte de «desmaterialización» de la producción. El lugar que se le asigna en la marcha de una empresa depende cada vez menos de su habilidad real o supuesta, entiéndase, de la experiencia acumulada a lo largo de los años, sino más bien de datos sociales como la edad, el sexo, el nivel de instrucción y educación, el medio de origen (pertenencia a tal o cual sector de la clase obrera). La cualificación, como bien lo demuestra Pierre Naville, es menos una cualificación de los trabajadores que de los puestos de trabajo, establecida en función de criterios complejos que tienen en cuenta tanto la relación de fuerza entre la patronal y la clase obrera a un momento dado como la necesidad permanente de reproducir la atomización de esta última. La evolución tecnológica sirve, en este caso, de medio para la renovación de las relaciones de trabajo, para la reproducción de diferencias y desigualdades entre los trabajadores, para la reproducción de su impotencia frente a las condiciones generales del trabajo y la producción. Esto explica que la modernización capitalista de una economía como la economía francesa no supone ningún aumento general de la cualificación, sino al contrario, pronunciados y recurrentes procesos de descualificación para ciertos sectores de la clase obrera. El crecimiento de la categoría de los obreros especializados no es solo el hecho de un crecimiento extensivo de la producción (sobre una base tecnológica poco evolutiva), se remite también al crecimiento de las industrias llamadas punteras10.

Sin embargo, estos cambios y reestructuraciones incesantes del proceso de producción, cuyo fin es una dominación más completa de la fuerza de trabajo, tienen efectos inesperados o por lo menos que no estaban previstos. El modelo de los oficios –la contribución individualizada, incluso irreemplazable, de los diferentes momentos de un proceso de trabajo de por sí muy diferenciado– se muestra cada vez más ilusorio. Son las máquinas o la agencia de las máquinas lo que parece seleccionar a los trabajadores –o sus perfiles, como se dice ahora–, más que lo contrario. De ello se desprende que, para los trabajadores, la contribución personal que pueden aportar al proceso de producción es algo particularmente difícil de vislumbrar. Existe, por supuesto, una apreciación social sobre cada actividad, la valoración de cada puesto y el salario correspondiente, pero la parte de arbitrariedad en este punto es tan importante que preocupa incluso a los trabajadores circunstancialmente favorecidos. Desde la crisis de 1974-5, cada uno sabe que la situación que ha conseguido está en suspenso. En cuanto se ocupa un lugar como prestatario de trabajo explotado, no está nunca asegurado que pueda conservarse, sin importar los esfuerzos consentidos durante muchos años. Los despidos económicos vuelven a formar parte del horizonte de cada trabajador, por bien pagado que esté en sus mejores años y por más decidido que esté a satisfacer lo que se le exige en la marcha cotidiana de la empresa. La impresión arbitraria que sienten los trabajadores además se refuerza con las dificultades cada vez más grandes que supone medir la parte de participación de cada uno en la producción de mercancías. Sin duda, se puede medir –sin mayores inconvenientes– el tiempo de trabajo y definir un trabajo social medianamente productivo, pero resulta de lo más arduo pasar del trabajo simple al complejo, sobre todo cuando los criterios objetivos como el tiempo de formación o la participación directa en el producto son inciertos o incluso inexistentes. Para llegar a un resultado mínimamente satisfactorio, hay que tener en cuenta la contribución de los diferentes trabajo a la producción general de plusvalor y a la reproducción de las relaciones sociales de producción. Dicho de otro modo, hay que poner en juego consideraciones de estrategia social y política en el interior mismo de las relaciones económicas. Aquí volvemos a encontrar una arbitrariedad de clase que es tanto más sorprendente si consideramos que la productividad física (en valores de uso) de un trabajador es prácticamente imposible de medir. ¿Cuál es la parte individual correspondiente a los diferentes trabajadores en un tren de laminado moderno? Basta con plantear la pregunta para darse cuenta de que no puede haber una respuesta simple o unívoca. La productividad física (producción en valores de uso) dependen de tantos factores –combinaciones complejas de trabajadores e instalaciones– que la unidad de referencia ya no puede ser el trabajador tomado individualmente. Entonces no podemos sorprendernos de que ciertas formas de salario sean cada vez más cuestionadas, en particular las diferentes formas de salario por tareas o rendimiento. Para un número creciente de trabajadores se demasiado evidente que estas formas no tienen otra finalidad que la de aumentar la intensidad general del trabajo y al mismo tiempo dividir las diferentes categorías de personal en las empresas. Es por este motivo que la presión por desconectar los salarios en cuanto ingresos de los avatares de la producción de valor y plusvalor se hace cada vez más fuerte del lado del movimiento obrero (lo que renueva una vieja tradición tristemente olvidada en los años cincuenta). Se persiguen garantías para el empleo e ingresos contra todas las políticas capitalistas de fragmentación del trabajo oponiéndoles condiciones de inserción en la producción y la casi identidad de las necesidades por satisfacer en la vida fuera de la producción. En paralelo –y no es más que la extensión lógica de este cuestionamiento de las formas del salario–, los signos de la crisis de la jerarquía se multiplican, crisis de la jerarquía de salarios y competencias como de las redes de control y comunicación. Los trabajadores luchan de forma cada vez más neta contra sus propias divisiones y en este mismo sentido se ven llevados a rechazar más o menos abiertamente los métodos de condicionamiento y captación del trabajo abstracto y, por supuesto, la organización concreta de la extracción de plusvalor. En casi todos lados en la gran industria se encuentra un fuerte oposición al aumento de los ritmos y, en general, a todas las formas de intensificación del trabajo (por ejemplo, frente a las tentativas de eliminar los tiempos muertos). Se observan igualmente fuertes tendencias al absentismo entre los obreros menos cualificados, particularmente después del fin de semana y en periodos de fiesta, lo que otra expresión del rechazo hacia las imposiciones de la producción de plusvalor. No podríamos negar, naturalmente, que las reacciones de los capitalistas a este «repliegue» obrero pueden ser eficaces11. La necesidad de trabajar para vivir y el anhelo de cada uno de valorizar una actividad a la que está condenado durante una gran parte de su vida son igualmente armas en las manos de la dirección (cf. el job enrichment). Pero esto no impide que los obreros se identifiquen cada vez menos con su trabajo, incluso que tomen cada vez más distancia con respecto a él. La clase obrera no intenta recuperar o controlar el trabajo abstracto que la máquina capitalista extrae de ella, intenta actuar y vivir de otro modo.

Esta crisis rampante de las relaciones de trabajo es tanto más profunda en la medida en que las ideologías del crecimiento en este momento están mucho menos ancladas en la realidad, en función de las propias dificultades actuales del mundo occidental y de los problemas llamados medioambientales. Sin embargo, lo que le otorga toda su gravedad y resonancia es que se acompaña de una crisis de las formas de trabajo no industrial. A partir de ahora, se vuelve cada vez más difícil presentar un modelo de trabajo aparentemente no opresivo, es decir, un modelo de realización del individuo. El trabajo que se realiza en las oficinas, y en general en los servicios, aparece cada vez más como una copia certificada del trabajo industrial, como un simple gasto de trabajo abstracto, mientras que durante mucho tiempo pudo considerarse como un medio para escapar al trabajo repetitivo y parcial, tal como el trabajo de los artesanos. Los trabajadores que no podían soportar su condición de explotados en la gran industria debían y podían conservar algo de esperanzas pensando que existía para ellos, y sobre todo para sus hijos, una escapatoria hacia formas de actividad menos dolorosas y más próximas al ideal de un oficio –autonomía de la orientación, autonomía en el proceso de trabajo, etc.–. Sin duda, era inevitable que se establecieran una serie de degradaciones entre los trabajos «nobles» del artesano hasta las profesiones liberales, pasando por el trabajo más independiente, aunque a menudo mejor remunerado, de los auxiliares de las direcciones de las empresas, pero todo esto no era realmente un inconveniente. La escala jerárquica del trabajo o de los trabajos era la prueba de que cada uno podía superarse y de que no había solución de continuidad entre la actividad de supervisión y vigilancia (del trabajo de los demás) y el trabajo «sans phrases» de un obrero cualquiera. Las ideologías de la movilidad social podían encontrar ahí muchas más justificaciones y afirmar que la circulación de los individuos entre los diferentes roles sociales era una circulación de méritos. Hoy, la extensión del trabajo asalariado altera considerablemente esta situación. En primer lugar, está claro que, a ojos de la mayoría de los trabajadores, la evasión hacia el artesanado y el pequeño comercio no es más que una solución extremadamente aleatoria. Lo que se puede ganar en este tipo de actividad es a menudo inferior a lo que gana un obrero especializado, y la independencia que puede esperarse es la mayoría de las veces extremadamente ilusoria. El artesano o el pequeño comerciante son aparentemente los amos de su empresa, pero en general debe explotar su propio trabajo más duramente de lo que explotaría el trabajo ajeno (exceptuando a los miembros de su familia) y debe endeudarse bajo durísimas condiciones con los bancos. En muchos casos los artesanos o los pequeños comerciantes no son en realidad otra cosa que trabajadores a domicilio, una suerte de asalariados para terceras personas que verdaderamente no pueden acceder a condiciones mejores que las que se le ofrecen a los obreros de la gran industria. Las perspectivas que se abren en el terreno de las actividades burocráticas no son para nada mejores. En los bancos o en las compañías de seguros, una parte creciente de los empleados no tiene más que actividades completamente heterónomas y repetitivas. La mayoría entre ellos ya no retocan y elaboran la información que se les transmite, simplemente la transmiten de nuevo tras una intervención muy limitada. En otros términos, aplican procedimientos de los que no conocen los detalles ni los fines. Incluso si no se trata de trabajadores directamente productivos, deben restituirle un trabajo no pagado a los capitalistas que, gracias a ellos, mejoran la puesta en valor del capital. La proletarización del trabajo de cuello blanco es, ciertamente, menos pronunciado en la administración pública. A los funcionarios no se le imponen los mismos ritmos que a los trabajadores del sector privado (exceptuando el sector industrial del Estado y los grandes servicios públicos como los P. T. T. y la S.N.C.F.), pero eso no impide que la racionalización capitalista del trabajo penetre también en estos sectores privilegiados. Hoy se le hace honor a los diferentes métodos de medida y control del trabajo administrativo, aunque podemos plantear bastantes dudas en cuanto a su cientificidad. Es cierto que su utilización da testimonio de la voluntad de la alta burocracia de disminuir los costes de la mano de obra del estado. En las circunstancias actuales, en efecto, no puede admitirse que crezcan demasiado los gastos estatales extrayendo demasiados medios de la acumulación del capital, al contrario, hay que reducir todo lo posible los gastos de personal y de funcionamiento con el fin de conservar importantes medios para los gastos de soberanía y para ayudar al capital. En este sentido, hay una presión cada vez más fuerte del Estado sobre los pequeños funcionarios, lo que pone en marcha un proceso de desposesión de ciertos privilegios de los cuales podían disponer con respecto al resto del mundo del trabajo. Categorías relativamente numerosas como lo auxiliares y los trabajadores temporales ya no se benefician de garantías tradicionales de la función pública en lo que concierne a la seguridad del empleo, y manifiestamente la tendencia no es el refuerzo de los derechos de otras categorías.

A lo que hay que prestar atención es a que todos estos fenómenos, lejos de ser puramente coyunturales, no hacen más que reflejar una desvalorización general del trabajo intelectual, al menos una parte muy importante y decisiva de este. Cierto, subsisten numerosas actividades intelectuales que, incluso asalariadas, no pueden ser asimiladas al gasto de trabajo abstracto. Un periodista de renombre, un investigador científico que dirige un laboratorio, el director de una editorial no pasan directamente por las horcas caudinas de la organización capitalista del trabajo. Su autonomía sigue siendo poco desdeñable, y pueden tener la ilusión de controlar en buena medida lo que producen (servicio, mercancía, descubrimientos científicos). No sucede lo mismo con los trabajos intelectuales que suponen una multiplicación de la actividad organizadora del Estado o incluso la diferenciación del proceso de producción. Al lado de las tareas caracterizadas por el ejercicio de una autoridad o por un trabajo de concepción, vemos cómo se multiplican las funciones intelectuales subordinadas, que ya no se benefician de ese prestigio que durante mucho tiempo estuvo asociado al trabajo intelectual. Más precisamente, se trata de funciones que, en los primeros tiempos del capitalismo, podían aparecer como delegaciones de autoridad del jefe de orquesta capitalista –contabilidad, venta de los productos, elaboración de nuevos métodos de producción–, y que ahora se diversifican y se hacen más complejas hasta el punto de recurrir de manera cada vez más masiva al empleo de trabajadores parciales. Subsiste, inevitablemente, una capa relativamente fina de fundamentos del poder del capital y una capa relativamente más amplia de participantes de la gestión capitalista, pero los empleados más numerosos son un nuevo tipo de asistentes, estrechamente controlados y muy intercambiables. Con respecto a ellos, no es exagerado hacer referencia a los procesos de sumisión real bajo el mando del capital descritos por Marx en lo que concierne a la gran industria. Las innovaciones en el terreno de la informática y los métodos contables permiten, efectivamente, reducir al mínimo la parte de iniciativas personales e introducir en las oficinas ritmos de trabajo a los cuales los empleados no pueden oponerse solo con la mala voluntad o con formas desorganizadas de resistencia pasiva. En sectores mucho más cercanos de la producción material, en aquellos que se dedican, por ejemplo, a la renovación y racionalización de los métodos de producción, las cosas no cambian demasiado, incluso si los procedimientos parecen menos brutales; los dibujantes y los técnicos de ciertos servicios de puesta a punto deben producir (planos técnicos, manipulaciones, etc.) en condiciones que se les escapan casi por completo. En términos globales, este trabajo de origen intelectual –hay que haber pasado más tiempo en el sistema escolar– sigue estando mejor remunerado que el trabajo manual, pero las diferencias tienden a borrarse. Hoy en día, en ciertos países, los trabajadores manuales al menos los de ciertas cualificaciones, pueden jugar con su relativa escasez para imponer a la patronal salarios bastante buenos, mientras que los demandantes de empleo tienden a volverse cada vez más numerosos entre los cuellos blancos y los técnicos. El acercamiento se acentúa todavía más por la polarización social que surge en lo que se llama el sector terciario en función de la penetración de la división social del trabajo. La jerarquía hoy es más funcional, menos marcada por los fenómenos de lealtad personal que la vieja jerarquía de los despachos, y apela a la competitividad y al espíritu de innovación porque se preocupa mucho más por el rendimiento y la eficacia, pero el precio de esta racionalización capitalista es la transformación del personal burocrático en fuerza de trabajo flexible, tanto a nivel de los procesos de trabajo como en la contratación. La cúspide de la jerarquía se confronta sin cesar a una masa de subórdenes que tienen pocas esperanzas de que su situación cambie por las vías tradicionales para avanzar, dado que de todas maneras hacen falta muchos trabajadores de la escritura, de los archivos o del cálculo, y relativamente pocos jefes. De esto resultan la oposición y las luchas colectivas permanentes, como puede verse con el crecimiento del sindicalismo de los cuellos blancos.

En definitiva, como consecuencia, resulta cada vez más difícil presentar a la sociedad burguesa actual como la sociedad de la promoción social y las oportunidades ofrecidas a todo el mundo, por decir que se vuelve casi imposible esconder todo lo que esta sociedad tiene de rígida. Los medios dirigentes de la economía se encuentran bajo la obligación de producir de manera permanente nuevos discursos ideológicos sobre las posibilidades de la promoción, con el fin de que la inmensa mayoría de la población olvide que está condenada a ser mera mera proveedora de trabajo abstracto. Pero, precisamente, la redundancia de los discursos sobre la promoción por lo artesanal, por la formación profesional o por la formación permanente no puede evitar que se descubra que las posibilidades de ascender están ligadas a unas condiciones de salida muy precisas. Un individuo que al comienzo de la edad adulta no posee un mínimo de «capital» cultural e intelectual está de manera casi invariable destinado a las actividades profesionales menos consideradas y remuneradas. Al precio de grandes esfuerzos y del cambio frecuente de ocupación, puede obtener un nivel de vida un poco más alto que la media de los trabajadores. Esto no le dará, a pesar de todo, el mismo nivel de vida que el de los capitalistas, los agentes de la gestión o la burguesía intelectual media. En el mejor de los casos, accederá al nivel de los llamados cuadros medios –portadores de una parcela de la autoridad patronal o aparentes poseedores de una cualificación muy apreciada–12. La mayor parte del tiempo se agotará en sus tareas para obtener resultados decepcionantes, incluso si tiene tras de sí un mínimo de formación (técnica, secundaria, incluso universitaria). Además, uno de los hechos más importantes de los últimos diez o quince años es el descubrimiento de que el sistema de enseñanza, en principio abierto a todos, no distribuye más que miserablemente los títulos de entrada al mundo privilegiado en el que se evitan los aspecto más opresivos y dolorosos del trabajo. Hace algunas décadas, el éxito escolar y universitario podía considerarse como el principal medio para escapar a la condición de asalariado dependiente. No todo el mundo llegaba a la universidad, pero todos los que salían de ella estaban más o menos seguros de que harían carrera. Ahora ya no es lo mismo, dado que la gran apertura de la universidad a las clases populares (pequeña burguesía; en una menor medida, clase obrera y campesinado) estuvo acompañada de la eliminación progresiva de ciertas salidas para la mayoría de los titulados. En Francia, hoy en día hay que salir con un alto rango de las grandes escuelas o de ciertos sectores muy reputados de la universidad para estar seguro de que se formará parte de la élite del poder, de la economía o de la cultura. Desde que la universidad y la escuela han dejado de reproducirse de manera ampliada y de proveer empleos de forma masiva (como es el caso a partir de los años setenta), lo que le espera a una gran parte de los titulados es, al contrario, la incertidumbre del mañana; la búsqueda dificultosa de un empleo insatisfactorio, periodos de desempleo más o menos prolongados y muy a menudo el rápido abandono de las esperanzas que podían depositarse en el porvenir. Esta agravación de la selección a la salida de las universidades, que no está basada más que en parte en los resultados obtenidos en los exámenes –y en una parte no desdeñable en las condiciones materiales y culturales de los estudiantes– repercute, naturalmente, en las consideraciones que se tienen del trabajo intelectual y del trabajo en general. La vieja ética del esfuerzo, de la ascesis del trabajo que garantiza el éxito a más o menos largo plazo ya no puede suscitar ecos tan positivos como hace treinta o cuarenta años. Para una mayoría de los estudiantes, no es ya más que una ideología ridícula, incluso una superchería por la cual no hay que dejarse engañar. Se sienten tanto más justificados en esta actitud en la medida en que hoy la universidad es el teatro de un proceso de desposesión que afecta a la mayoría de sus participantes. Los medios de estudio, los que al menos enseñan a aprender, poco a poco se ven reservados a una pequeña parte privilegiada de los estudiantes, mientras que el estudiante «del montón» solo tiene derecho a condiciones de estudio miserables para las llamadas formaciones cortas. La universidad ya no proporciona el saber social, lo transmite (y lo produce) de manera extremadamente fragmentaria: concentra un cierto número de sus elementos más importantes en una pequeña élite de privilegiados de la fortuna o la cultura, mientras que dispersa sus elementos socialmente más utilizables (en la producción de valores) sobre una masa importante de portadores de formación parcial. En realidad, ya no hay universidades, hay lugares cada vez más diferenciados donde se reproduce la separación entre los trabajadores y los medios de control y dirección de la producción. Por un lado, se producen y reproducen especialistas de la gestión, del poder y del trabajo científico elitista, por el otro, los poseedores de una fuerza de trabajo un poco más cualificada que en la media de los trabajadores, pero intercambiables con innumerables ejemplares del mismo tipo. Hay, por un lado, como un ámbito reservado donde se entregan a la embriaguez del saber como poder, sacrificado al mito de la ciencia pura y desinteresada o cultivando un cinismo satisfecho de la posesión de la información esencial; hay, por otro lado, lugares donde se preparan los trabajadores intelectuales para plantearse las menos preguntas posibles y adaptarse a las tareas que les impone la evolución de las relaciones de producción. Todas las formas de trabajo o de actividad (excepto el ocio) parecen estar atrapadas en un dilema insuperable: o bien el trabajo como dominación sobre los hombres y la naturaleza, o bien el trabajo como sumisión a unas leyes sociales crueles, pero absolutamente necesarias. El trabajo intelectual, en el sentido tradicional del término, el trabajo creador que trasciende lo cotidiano y las imposiciones de la producción, no es pues más que una realidad evanescente o una actividad artística de protesta, pero impotente. Lo que tiene lugar de ahora en más como creatividad social en el trabajo no es más que una parodia o una caricatura de gestos forzados, producción en serie de los mass media donde las asperezas más pronunciadas de los problemas que confrontan los individuos y la sociedad son limadas: la industria cultural se apodera de la cultura y le dicta sus leyes.

De este modo, el encierro en el trabajo abstracto, es decir, en las formas de actividad que son exteriores con respecto a aquellos que son sus elementos propulsores, es casi perfecto. Casi no hay un verdadero escape si no es volviéndose cura o un apologista del trabajo abstracto que busca imponérselo al resto. Por supuesto, se puede simple y llanamente rechazar el trabajo, pero se trata de una actitud que es difícilmente generalizable para el conjunto de la sociedad. Muy pronto se revela como la manifestación de un desprecio aristocrático, como el lujo de una pequeña minoría que se encuentra situada en unas condiciones excepcionalmente favorables. Además, el rechazo del trabajo abstracto se presenta a menudo como la restauración de formas de actividad antiguas: artesanado practicado colectivamente y regreso mítico a la cultura de la tierra por parte de comunidades que adoptan formas de vida frugales. Pero es difícil olvidar que el éxito de algunas de estas empresas presupone en el fondo el contexto económico y social actual, un nivel complejo y diferenciado de intercambios y actividades económicas así como una red de relaciones sociales muy restringidas. La sociedad entera no puede volver, por por arte de magia, a una economía dominada por las actividades artesanales y agrícolas, incluso si puede tolerar formas de trabajo marginales. Es por este motivo que la revuelta contra la abstracción del trabajo, contra la absorción por parte de este de las fuerzas vitales de los hombres, debe expresarse en la mayoría de los casos de manera menos directa. No se rechaza el trabajo completamente, se lo evita y rehuye lo más posible, y, dado que traduce un conjunto de imposiciones exteriores, se busca alejarlo lo máximo posible de lo que constituye el centro de la vida de cada uno. Se busca la menor implicación posible en el trabajo y vivir por fuera de él, en las relaciones afectivas y sexuales, en el ocio y en las actividades que en parecen opuestas al trabajo, por su autonomía y libertad (prácticas artísticas, bricolaje, etc.). Sin embargo, estas escapatorias se chocan muy rápido contra muros infranqueables. Las latitudes donde se da el disfrute por fuera de la producción son estrechamente dependientes de los que somos y hacemos en la producción. Las propias relaciones que se establecen con los demás dependen del valor que tenemos para ellos, es decir, del estatuto que tenemos con respecto a la producción. No se pueden tener vidas totalmente diferentes en el trabajo y fuera del trabajo y al mismo tiempo cumplir roles sociales opuestos en estas dos esferas de la vida social. Es posible evadirse temporalmente, dejándose llevar por sueños estandarizados de los mass media, replegándose en la vida privada, etc., pero siempre aparecen dolorosos recordatorios. Se termina por descubrir que jamás se deja de ser fuerza de trabajo, nada más que fuerza de trabajo, dado que solo en cuanto tal se está integrado en los mecanismos sociales. Lo mejor que se puede esperar es oscilar, en el malestar, entre los dos polos del trabajo degradante y el del ocio sin realización, buscando dolorosamente los contados momentos de satisfacción u olvido. La crisis de las relaciones del trabajo se extiende de este modo hacia una crisis de la individualidad de la sociedad burguesa y de todos los mecanismos de su socialización. Ya no hay, en sentido estricto, un centro alrededor del cual se organizan el individuo y la red de sus relaciones con el mundo. El trabajo, o más exactamente la representación que podemos hacernos de él, no tiene ya valor como principio de unidad, de punto de reunión de los esfuerzos que hace el individuo para situarse positivamente en la sociedad. Ya no provee los medios para discriminar entre las acciones deseables y aquellas que hay que evitar, entre los individuos que hay que cultivar o imitar y aquellos que hay que despreciar. Por supuesto, podemos refugiarnos en el cinismo o en el único reconocimiento de los valores «materiales» (dinero, éxito, etc.), pero esto solo es posible cuando no se está obligado a soportar durante toda la vida adulta el peso del trabajo abstracto y, de todas maneras, al adoptar esta actitud, nos vemos forzados a volver a las bases mismas de la ideología dominante –valor que se autovaloriza–. Para la mayoría de los individuos, la búsqueda de punto de anclaje se vuelve de hecho una empresa particularmente azarosa y con resultados totalmente aleatorios. Las relaciones intersubjetivas o, más exactamente, la comunicación entre los individuos no reemplazan realmente la brújula del trabajo. En vano podemos buscar intercambios libres o relaciones basadas en la reciprocidad más allá de la acumulación de riquezas y la apreciación de los equivalentes, los individuos mónadas de la sociedad capitalista no pueden librarse a juegos de gasto social libre sin el riesgo de perderse de forma irremediable. Los sujetos se confrontan entre sí sin saber sobre qué pie bailar, sin saber si deben acumular restricciones mentales con respecto a sí mismos, consideraciones sobre la ventaja personal y la defensa del propio territorio o, por el contrario, si deben entregarse sin reservas a las relaciones con los demás, sin preocuparse por que se reconozca su valor social. En un mundo donde las conexiones que vinculan a los individuos con otros individuos y con las diferentes instituciones se multiplican, donde el horizonte de cada individuo se aleja un poco más cada día, esta indecisión permanente en las relaciones sociales inmediatas y esta misma ambigüedad de los vínculos que los sujetos guardan entre ellos favorecen un verdadero quiebre y fragmentación de la personalidad. El individuo, solicitado desde mil lugares, no sabe literalmente a qué santo rezarle, no sabe cómo resistir a las presiones que no por ser poderosas son menos contradictorias: sumisión a la socialidad exterior del mercado, de la valorización y la producción, entrega a las tentaciones del disfrute individual, búsqueda (en general ciega) de valores de reciprocidad y solidaridad. Se adapta cada vez peor a la suerte que le ha tocado.

Esta crisis conjunta de las relaciones del trabajo –del trabajo abstracto– y de los individuos aislados de la sociedad capitalista –los soportes del trabajo abstracto– contiene la promesa de una transformación social radical, al mismo tiempo que una redefinición de las relaciones entre la sociedad y los individuos. En este momento, el capitalismo puede seguir reproduciéndose, pero no puede borrar de un plumazo, de forma milagrosa, el alejamiento de partes cada vez más importantes de la sociedad con respecto a las diferentes manifestaciones del fetichismo del trabajo. Todavía queda por saber cómo luchar contra la realidad opresiva del trabajo abstracto y prolongar las diferentes formas de rebelión contra el orden social. Como hemos visto, el puro y simple rechazo del trabajo no constituye una verdadera solución. En efecto, no es posible imaginar una sociedad poscapitalista que pueda prescindir de una forma cualquiera de producción altamente desarrollada, incluso si nos encontramos entonces más allá de las fronteras de la economía en el sentido habitual del término. Para que los individuos puedan desarrollar libremente sus intercambios es preciso que estén liberados de un cierto número de imposiciones –necesidades, obligación de trabajar– que no pueden dejarse de lado simplemente con el rechazo del productivismo y el culto al consumo. Pero, más allá de estas consideraciones ordinarias, hay que tener en cuenta también que un alto grado o nivel de intercambios materiales entre la sociedad y la naturaleza es necesario si queremos enriquecer y extender los intercambios entre los propios hombres. El intercambio simbólico es tanto más rico, tanto más abundante en la medida en que puede establecer relaciones entre los hombres y su entorno que son también exuberantes, es decir, cuando se trata de posibilidades casi ilimitadas de combinación entre las acciones humanas y el contexto socionatural en el que se desenvuelven. Los medios audiovisuales de hoy permiten comunicaciones infinitamente más diversificadas y extendidas que la utilización ya compleja de la voz y la escritura de hace un centenar de años. Lo medios de transporte actuales hacen posibles los contactos frecuentes y prolongados entre individuos o grupos humanos que, de otro modo, se ignorarían. No es un progreso en sí mismo, como lo afirman los turiferarios del capitalismo, pero está claro que los hombres, o más exactamente los trabajadores, no pueden vislumbrar su propia liberación si no es a partir de la situación objetiva en la que están situados, luego, a partir de las relaciones establecidas en el conjunto de la producción y el intercambio. Las fuerzas productivas humanas no pueden poner fin a su servidumbre más que sometiendo a las fuerzas productivas materiales tal como son –incluso si luego hay que modificarlas considerablemente–. La producción de una simbiosis entre los hombres, el sistema de máquinas y la naturaleza que los rodea no se efectúa en el vacío, es una transformación de las relaciones materiales, es el derrocamiento concreto de un mundo que está patas arriba (los medios de producción poseídos como capital dictando sus leyes a los agentes de la producción). Pero no hay que confundirse, las fuerzas productivas humanas no están realmente liberadas si se agotan en la producción, si no la controlan para evadirse de ella y dedicarse profundamente a terrenos que por mucho tiempo han estado ahogados o abandonados (desde el arte hasta las diferentes actividades lúdicas). Esto quiere decir que la transformación de la relación social de producción no se reduce a la democratización de la producción, aunque tome esta la forma de la autogestión más desarrollada de las empresas. En realidad, debe ser al mismo tiempo control consciente de la producción (de sus modalidades y finalidades), socialización de las diferentes expresiones del saber y liberación de todas las formas de comunicación. No hay más centralidad de la producción, sino organización y realización de la producción de manera que se liberan las múltiples actividades no productivas. De este modo, la progresión de las fuerzas productivas materiales no está condicionada por una dinámica incontrolada de las necesidades, sino por lo que requiere en general la vida social, por las prioridades de diversos órdenes que los hombres se dan a sí mismos. Solo en esta perspectiva, que ya no es la del trabajo, se movilizarán todos los que hoy se rebelan contra la explotación y la opresión o contra la dominación de una relación social abstracta sobre unos individuos disociados y mutilados.


El texto original proviene de Critiques de l’économie politique nouvelle, série, n° 1, «Travail et force de travail», pp. 19-49, Maspero, octubre-diciembre, 1977. Puede encontrarse en http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article329 y en http://www.palim-psao.fr/article-la-domination-du-travail-abstrait-par-jean-marie-vincent-62261201.html

1Véase, por ejemplo, Adam Smith, Recherches sur la nature et les causes de la richesse des nations, Les Grands Thèmes, editado y con prefacio de C. Mairet, 1976, p. 46-51.

2Los textos más significativos se encuentran en System der Sittlichkeit y en Jenenser Philosophie des Geistes. Se encuentran en C. W. F. hegel, Frühe politische Système, editado por G. Gohler, Berlin, 1974.

3También Lukács cae en esta trampa, véase Georg Lukács, Der junge Hegel, Zürich, 1948.

4Cf. Fondements de la critique de l’économie politique, París, 1967,1.1, p. 33-34. [Karl Marx (2004). Contribución a la crítica de la economía política, traducción de J. L. Monereo Pérez, Editorial Comares].

5Nota del traductor: aquí Vincent utiliza la traducción de Dangeville, citada en la nota anterior, que dice «C’est apparemment juste, mais en réalité faux» [«Es aparentemente justo pero en realidad es falso»], pero en otras ediciones francesas (Rubel, 1963; Husson y Badia, 1957) y en la edición en castellano de Siglo XXI de los Grundrisse(Scarón, 1972) la traducción coincide con la de Monereo.

6Ibid, p. 435 (N. del A.: traducción ligeramente modificada [N. del T.: dada esta nota de Vincent, traduzco directamente la cita sin remitirme a la fuente y dejo en esta nota la traducción de Scaron: El trabajo aislado negado es ahora, de hecho, el trabajo combinado o colectivo puesto. No obstante, el trabajo combinado o colectivo puesto de esa suerte —tanto en cuanto actividad, como transmutado en objeto, de forma estática— es puesto a la vez directamente como un otro del trabajo individual realmente existente: en cuanto objetividad ajena (propiedad ajena) e igualmente como subjetividad ajena (la del capital) (1971, p. 432)].

7Véase, por ejemplo, Jean Baudrillard, Le Miroir de la production, París, 1973.

8El capital, p. 222 [N. del T.: error en la cita, pues se trata de un pasaje de los Grundrisse]. Utilicé la traducción de Scaron (1972).

9Véanse Essais et Conférences de Heidegger y los muy interesantes comentarios de Pierre Naville en Vers l’automatisme social, París, 1963.

10Sobre estos aspectos, consúltense las obras de de Pierre Rolle, Introduction à la sociologie du travail, París, 1971, y de Klauss Düll, Industriesoziologie in Frankreich, Frankfurt am Main, 1975.

11Basta con pensar, por ejemplo, en los incentivos colectivos.

12Pero cada vez más víctimas del desempleo.

Publicado en General | Comentarios desactivados en La dominación del trabajo abstracto (Jean-Marie Vincent, 1977)

Nota de lectura, resumen, del texto de Robert Kurz y Ernst Lohoff El fetiche de la lucha de clases [1989]

(A partir de la siguiente edición: Robert Kurz y Ernst Lohoff (2021). El fetiche de la lucha de clases. Tesis para una desmitologización del marxismo. Crise & Critique).

Primera tesis

La clase obrera es una categoría real lógica del capital y no una entidad transhistórica del polo del trabajo. Esta primera tesis es fundamental, pues avanza la idea que define a la crítica del valor: la lucha de clases ocupa un lugar secundario en la teoría de Marx, ya que la categoría de clase está subordinada a la mercancía. Como antagonista de la ideología burguesa, cuya identidad está marcada por la unidad a partir de la democracia o la nación, el marxismo reivindica la división clasista en tanto fundamento social detrás del velo ideológico y entiende a la clase obrera de manera afirmativa. Según los autores, esta posición esquiva una crítica de las categorías del valor (la forma mercancía, el Estado, el dinero…).

 

Segunda tesis

Inversión de la esencia y la apariencia. Refuerza la primera tesis: el marxismo relega el fetichismo de la mercancía a la circulación y ubica a las clases en el lugar de las categorías esenciales. Lo que está velado o que no puede asimilarse desde el marxismo es el fetichismo de la forma mercancía en el centro del modo productivo. «La verdadera no identidad de los miembros de la sociedad es su existencia como productores de mercancías sin más, es decir, la escisión entre el proceso de trabajo concreto y la socialidad del trabajo real en sí pero inconsciente». «El fetiche de la mercancía, lejos de cubrir con un velo el «verdadero» antagonismo de clase, lo constituye». «Capital y trabajo son idénticos en cuanto formas de existencia social del fetichismo de la mercancía que está basado en la no identidad de los sujetos humanos en general con la socialidad de su propio trabajo».

 

Tercera tesis

Cuestiona el carácter revolucionario del interés de clase, dado que este aísla y reafirma la mercancía fuerza de trabajo como si no fuese el resultado de una mediación social negativa orientada a la producción de valor. No se trata, pues, de apuntar a la mera reproducción, a través del metabolismo con la naturaleza, de la clase como productora de valores de uso. En este sentido, «el dinero, como encarnación del trabajo abstracto, también constituye para el obrero el punto de partida real de su reproducción y no la producción de un valor de uso material».

 

Cuarta tesis

El antagonismo de clase no tiene primacía y se ha vuelto «banal» desde que la clase obrera, victoriosa en su esfuerzo por ser reconocida como clase y deshacerse de los vestigios de elementos precapitalistas, se encuentra integrada como momento y parte integrante del capital. Por un lado, la competencia atañe también a la relación entre asalariados y, por otro, «las oposiciones y lo intereses comunes en este nivel no son menos reales que aquellos entre capital y trabajo, no menos reales que las mismas oposiciones e identidades entre las diferentes ramas, naciones, bloques, etc. De la diversidad y la universalidad de la competencia nace, en su existencia total y mundial, un inmenso campo de fuerzas hecho de intereses antagonistas e idénticos cuyo resultado y trayectoria no pueden ser realmente englobados y dominados de forma duradera por el “antagonismo de clase”».

 

Quinta tesis

Insisten Kurz y Lohoff en la naturaleza de los intereses de la clase obrera, pero, en esta tesis, a partir de la distinción entre «clase en sí» y «clase para sí». Según los autores, la crítica de la economía política desaparece del uso que hace el marxismo en su afirmación de la clase obrera y esto supone una vuelta a la distinción en términos hegelianos, esta vez como conciencia del proletariado. La superación práctica de la crítica marxiana, que apunta a las categorías del valor, brilla por su ausencia. Sin embargo, si es justa la aplicación de la distinción en términos hegelianos, es en la realización de las condiciones sociales burguesas con el reconocimiento del proletariado como ciudadanos de pleno derecho en cuanto propietario de mercancías.

 

Sexta tesis

Contra la clase, lo revolucionario es su abolición, no su afirmación. Crítica a Lukács y a tutti quanti. «La organización (incluso armada) que busca abolir [aufheben] el trabajo asalariado excluye toda conciencia de clase positiva, los sujetos revolucionarios se organizan no como obreros sino en cuanto comunistas cuyo objetivo inmediato no puede ser sino deshacerse para siempre de la existencia del trabajador». La clase, pues, en sentido negativo: «es la anticlase que se niega en la conciencia de clase negativa; no es la clase obrera que, en tanto clase, construye “el socialismo”, sino al contrario, la “construcción del socialismo” es inmediatamente idéntica al autodesmantelamiento de la clase obrera. Un “socialismo” en el que la clase obrera se afirma como clase y permanece como clase obrera no es más que otro nombre para el capitalismo».

 

Séptima tesis

Imposibilidad del marxismo para llevar hasta sus últimas consecuencias una teoría del colapso del capitalismo y la abolición de las clases. A partir de una visión sociologizante de las teorías de Marx, consideran que el crecimiento demográfico del proletariado, a partir del desarrollo del propio capitalismo, conduce al socialismo. El marxismo, en general, aborrece cualquier teoría que plantee el derrumbe del capitalismo por su propia lógica absurda fundada en la valorización. Se trata, entonces, de fortalecer a la clase obrera para el relevo. No solo apuntan los autores a los marxistas socialdemócratas, también a los leninistas, que ven en la crisis una amenaza para el sujeto revolucionario. En la medida en que las crisis sean cíclicas, dado que «no hay crisis permanentes», no pueden sino preparar al proletariado. Incluso los teóricos más radicales de las crisis, como Grossman o Luxemburgo, no llegan a las últimas consecuencias de la crisis del capitalismo (esto lo repite Kurz con más detalle en La sustancia del capital).

 

Octava tesis

«Mientras el proceso histórico de socialización del capital no había llegado al agotamiento y la “misión de la clase obrera” que contenía todavía estaba pendiente de realizarse de manera positiva en cuanto “venir a sí” de la mercancía fuerza de trabajo, el “punto de vista de clase» positivo, inmanente al valor, tampoco podía superarse». Importancia de las nuevas tecnologías y la posibilidad de sustituir el trabajo humano. El marxismo no puede aceptar su obsolescencia en el estadio final de la dinámica capitalista. Este empecinamiento «paraliza toda perspectiva positiva que vaya más allá de la relación con el capital». Todo reformismo queda imposibilitado con la crisis del trabajo, que es también la crisis del capital. La contradicción principal es que la reproducción social en los límites de la valorización precisa del trabajo abstracto del productor inmediato y al mismo tiempo, en razón de la competencia y la cientifización, lo abole. «El comunismo se encuentra realmente por la primera vez históricamente a la orden del día, no como realización y triunfo de la “conciencia de clase proletaria”, sino como su crisis y su negación». Para los autores, las luchas que surgen bajo la vieja forma de la lucha de clases son pervivencias fantasmagóricas del pasado y, cuando se afirman en el trabajo son reaccionarias. Incluso cuando apuntan a una crítica de las fuerzas productivas o cuando rayan el luddismo, no se pueden orientar en la dirección de «una perspectiva comunista». «La incorporación del interés obrero constituido por el valor no hace desaparecer la crisis objetiva de la formación social burguesa. No desaparecen ni la necesidad ni la condición fundamental de un movimiento revolucionario».

 

Novena tesis

«Conciencia comunista y conciencia de clase proletaria se excluyen mutuamente». La crítica del marxismo y de la clase obrera en cuanto categoría del capital permite la conformación de una anticlase. «Un nuevo sujeto revolucionario ha de buscarse ahí donde, en el seno mismo del trabajo social global, ya aparecen en las condiciones capitalistas los elementos de una negación ideal y práctica del propio trabajo». Kurz y Lohoff encuentran que los lugares privilegiados para esta tarea son los sectores más desarrollados científicamente donde, contra los emprendedores más entusiastas del capitalismo o los cooperativistas, se busca escapar al trabajo. Insisten, pues, en la no identificación con la propia categoría social. «El programa de la crítica fundamental de la mercancía y del dinero no puede encontrar un eco más que en individuos modernos que, en su propia concepción de sí mismos, no “son” ni médicos, ni beneficiarios de una ayuda, ni obreros, ni estudiantes o empleados bancarios, incluso si, por el momento, ocupan una u otra ocupación». Advierten, hacia el final del texto, que no se trata de un «hedonismo posindustrial», sino de una negación consciente y revolucionaria de una forma social que está agotada.

 

 

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Marx, el obstinado (Jean-Marie Vincent, 1997)

 

El pensamiento de Marx marca un corte en la historia de la teoría: lo queramos o no, hay un antes y un después de Marx, y un después de Marx que no quiere ni puede darse por terminado. A pesar del derrumbe del «socialismo real» y la crisis de las organizaciones políticas que reivindican la herencia del autor de El capital, su obra sigue siendo objeto de controversias y enfrentamientos recurrentes más allá de las modas. Esto resulta paradójico en la medida en que Marx es un hombre del pasado (del siglo XIX) y también porque hubo discípulos suyos que extrajeron de su pensamiento dogmas de pretensión universal. ¿No debería Marx, como cualquier otro, rendir cuentas por todos los crímenes y daños que fueron cometidos en su nombre? ¿No es preciso hacer el duelo para darle el lugar que le corresponde y mostrar que está superado? Las respuestas a estas preguntas, que a priori no tienen nada de ilegítimo, no son simples, pero podemos abordarlas de la siguiente manera: el pensamiento de Marx, en su carácter inacabado y su tensión con otras maneras de teorizar, molesta, desestabiliza tanto a sus adversarios como a quienes pretenden ser sus sectarios. Nunca descansa o se satisface de sí mismo, porque plantea preguntas que no son habituales y se replantea sus propias elaboraciones. Para más precisión sobre esta revolución teórica, podríamos decir con Adorno, en una primera aproximación, que Marx concibe el conocimiento como una reflexión sobre el proceso de trabajo y como una relación social (cf. Adorno, Kants Kritik der reinen Vernunft, Frankfurt, 1995, p. 260).

Es cierto que Hegel antes que él ya había intentado destacar los aspectos objetivos (no trascendentales en sentido kantiano) del pensar, es decir, sus aspectos procesuales en sus intentos de apropiación simbólica de lo real. El pensar debía medirse con la objetividad, pero no permaneciendo encorsetado en la subjetividad, sino introduciéndose en las relaciones objetivas para penetrarlas mejor. Pero este trabajo del concepto, si bien para Hegel era un trabajo en el sentido fuerte del término, se encontraba desligado de las relaciones efectivas de la sociedad de su tiempo. El pensar accediendo a la idea (al pleno desarrollo conceptual) escapaba, según Hegel, a la división del trabajo, mientras que para Marx, los procesos del pensamiento y la producción de conocimientos no podían no estar articulados con las relaciones de trabajo y de producción. Como lo indican los textos del periodo de Iena, especialmente los textos sobre la filosofía del espíritu, Hegel no ignoraba la economía política clásica, había reflexionado detenidamente sobre los efectos negativos del trabajo subordinado y dominado en la economía, y concluía que para ser verdaderamente libre y fecundo el pensamiento debía elevarse por encima de la materialidad de este trabajo. El joven Marx, al contrario, muy pronto estuvo persuadido de que la conciencia de sí, incluso cuando está despojada del subjetivismo, como lo requería Hegel, no puede no estar profundamente afectada por la división del trabajo. La propia elevación del pensamiento por encima del trabajo está ligada a la diferenciación de las actividades en el seno de la sociedad burguesa. La práctica teórica de la razón (Vernunftpraxis) depende de prácticas reales que vuelven posible su ejercicio y está situada necesariamente en el terreno de las fuerzas sociales. Tiene que asumir una posición, algo que Hegel admitía de buena gana, pero también interrogarse sobre sus propias implicaciones en las relaciones sociales y políticas, cosa que Hegel no estaba dispuesto a tener en cuenta. El proceso de conceptualización, para él, era un proceso teleológico de paso de lo finito a lo infinito, es decir, un proceso de transfiguración del trabajo en la potencia del pensamiento con el fin de reconciliar la idea y la efectividad (Wirklichkeit) y a la sociedad consigo misma.

La crítica del idealismo hegeliano que lleva a cabo Marx en los manuscritos parisinos de 1844 tiene una clara inspiración feuerbachiana. Desaprueba claramente la desvalorización hegeliana del mundo sensible y objetivo en beneficio de la abstracción especulativa, pero al mismo tiempo lo vemos preocupado por preservar los elementos esenciales de la crítica filosófica tal como la concebía Hegel, en particular su voluntad de pensar su época de manera rigurosa. No quiere volver al trascendentalismo kantiano ni aceptar la sobrevaloración activista de la conciencia de sí que encontramos en los jóvenes hegelianos que creen disponer con ella del medio privilegiado para cambiar el mundo. Un tiempo más tarde, toda la carga polémica de la Sagrada familia apuntará precisamente contra las ilusiones de una crítica que no se plantea la cuestión de su rol en la sociedad, pero que afirma de entrada su superioridad con respecto a esta última a partir de consideraciones normativas. El verdadero pensamiento crítico, según Marx, debe probar su capacidad de analizar el mundo social y la manera en la que los hombre están integrados en él, y esto sin oponer a lo real un deber ser abstracto que no puede sino revelarse muy pronto como impotente. No puede haber libertad sin que haya relaciones sociales que sean ellas mismas portadoras de libertad. Dicho de otro modo, la conciencia de sí no puede ser solamente conciencia filosófica, sino que debe ocuparse de forjar instrumentos intelectuales para la acción y simultáneamente intentar determinar los obstáculos que puede ella misma ponerle a la transformación de la sociedad. Se pueden además leer los textos sobre la filosofía hegeliana del derecho y el Estado como un cuestionamiento de la conciencia filosófica en sus relaciones con el poder y las formas de dominación. Marx allí denuncia con vigor la complicidad o la connivencia del filósofo Hegel con las figuras contemporáneas del poder (el Estado racional hegeliano), pero no hay riesgo de equivocarnos si afirmamos que también incrimina al «materialismo sórdido» (la aceptación del hecho consumado) de la conciencia filosófica en general y su incapacidad para plantearse seriamente este tipo de problemas.

Por ello no es pertinente atribuirle al joven Marx una concepción restrictiva del proyecto de crítica de la economía política. Desde 1844 es multidimensional y polifónico, incluso si permanece marcado por una concepción esencialista del hombre y de la alienación. Diferentes temas se cruzan y entrechocan, se completan y combaten empujando a la crítica marxiana de la economía más allá de una crítica de las meras relaciones económicas. La crítica de la economía política es, claramente, una crítica de la episteme de la economía clásica, especialmente de su manera de tratar las relaciones de trabajo. Al mismo tiempo, es una crítica de la economía como lugar donde se gestan y cristalizan relaciones sociales y relaciones de los hombres consigo mismos que Marx califica de abstractas. De entrada, esta reflexión se sitúa más allá de los discursos sobre la injusticia o la inhumanidad del capitalismo, se fija como objetivo dar con lo que constituye y caracteriza el vínculo social. La agrupación de los individuos en las relaciones sociales es abstracta, porque son ellos mismos los aislados sociales que, en la competencia, deben abstraerse de sus propios presupuestos sociales (conexiones con los demás y con el mundo social) para afirmarse y preservarse. No es posible producirse a sí mismo sin la sociedad (el conjunto de ensamblajes y relaciones sociales), pero debemos hacerlo también contra ella. Como resultado, la conciencia de sí (un aspecto de la producción de sí mismo) es ella misma abstracta y no puede ser otra cosa que una base muy problemática del trabajo teórico. La crítica de la economía política también consiste en generar las condiciones de una crítica eficaz de la conciencia teórica y darse los medios para pensar de otra manera.

Esta temática está particularmente presente en el «San Max» de La ideología alemana, texto a menudo pasado por alto en virtud de su carácter polémico, cuando contiene desarrollos de gran alcance. Hay, en particular, pasajes muy clarificadores sobre la explotación mutua, es decir, sobre la utilización que los individuos hacen los unos de los otros en la vida social. Marx no tiene problema en mostrar que existe un rasgo fundamental de la sociedad burguesa, la relación de posesión y la búsqueda de dominio que los seres humanos mantienen con el mundo que producen. Sin duda, la explotación mutua puede aparecer en un primer momento como una manifestación de vitalidad de los individuos, o incluso como el establecimiento de relaciones recíprocas. En realidad, se trata de relaciones asimétricas, desigualitarias y conflictivas que suponen la ventaja de unos y la desventaja de otros e implican además una relación utilitaria consigo mismo, es decir, una relación de autoposesión como condición de la relaciones de posesión en general. Pero hay que ir todavía más lejos y darse cuenta de que la explotación mutua, más allá de lo que diga Stirner, se despliega sobre todo como apropiación individual de elementos de producción colectiva. Más allá de la utilización de los individuos en las relaciones intersubjetivas, hay, en efecto, una utilización de los individuos en la producción y más específicamente en la división del trabajo así como en las formas del comercio (Verkehrsformen), es decir, en las formas del intercambio y la comunicación. Digamos que la extensión de los intercambios y la diversificación de la producción va aparejada con la extensión y la intensificación de la explotación y las relaciones utilitarias. La razón que preside estos desarrollos no solo es una razón utilitaria y calculadora, sino también una razón depredadora que apunta a los intercambios materiales y simbólicos entre los seres humanos bajo el prisma casi exclusivo de la posibilidad del beneficio. En un marco así, el saber se presenta como un conjunto de competencias unilateralmente orientadas hacia la producción de conocimientos que puedan valorizarse y que sean utilizables en la división del trabajo.

Todo este trabajo crítico y autocrítico de Marx se pone como meta dejar tras de sí lo que llama la «putrefacción del espíritu absoluto» y la especulación (en el sentido hegeliano), con el fin de promover la «ciencia positiva». Se puede advertir, efectivamente, que ciertos desarrollos de La ideología alemana tienen resonancias empiristas. Sin embargo, hay que evitar convertir a Marx en un positivista, incluso si pueden plantearse dudas en torno a la dialéctica de las relaciones de producción y las fuerzas productivas en cuanto explicación de la dinámica histórica (que aparece en el texto dedicado a Feuerbach). El Marx de 1845 retiene toda una serie de elementos de la crítica filosófica hegeliana, crítica de las categorías del entendimiento, crítica de las representaciones, crítica de las oposiciones rígidas entre lo objetivo y lo subjetivo, pero los sitúa en un marco de referencia muy distinto, el del cuestionamiento de las categorías económicas, de su rigidez, de su abstracción y de los efectos sobre los modos del pensamiento. En ese momento, no se considera en posesión de una teoría ‒conocer no puede ser poseer o disponer del mundo‒ sino de un modo de aprehensión y formulación de problemas. Es lo que vemos desarrollarse en las tesis sobre Feuerbach, y algo más tarde en Miseria de la filosofía y en el Manifiesto comunista. Este proceso de conceptualización crítica y abierta se detendrá, o al menos se aplazará, por la participación de Marx en la Revolución de 1848 en Alemania. Pero, un poco más tarde, exiliado en Londres, retomará en el British Museum lecturas relevantes para continuar con la crítica de la economía política (a partir de 1850). Este trabajo frecuentemente alterado por las vicisitudes políticas de la emigración y los trabajos de subsistencia, llega a una momento muy importante en 1857-1858.

Marx se emplea a fondo en la crítica de la economía política y se libra a un trabajo minucioso de desmontaje de las relaciones económicas y sociales del capitalismo. Ya no se trata, para él, de ceñirse a consideraciones generales sobre la propiedad o la división del trabajo. Lo que le importa es abordar de más cerca las determinaciones formales de los movimientos del capital y sus metamorfosis en cuanto manifestaciones de la valorización, del valor que se valoriza. Como dice en los Grundrisse, el trabajo para el capital no es en primer lugar un dato antropológico sino una actividad que crea valor (wertsetzende Tätigkeit), y en este sentido forma parte del propio Capital y se encuentra arrastrado por sus movimientos. El capitalista no compra al trabajador ni su actividad en general, sino una actividad totalmente específica desde el punto de vista de su valor de uso, una actividad que conserva y desarrolla el capital. Dicho de otro modo, el capitalista compra la parte variable de su capital con la intención de que el trabajador se adapte a esta incorporación condicionando él mismo su manera de trabajar. El asalariado está llamado a desligar de sí mismo su capacidad de trabajo abstrayéndose de lo que quisiera hacer o de lo que le gustaría ser. La capacidad de trabajo (más tarde Marx se referirá a la fuerza de trabajo) no es de este modo otra cosa que un elemento en la circulación y la producción de Capital y la relación social se vuelve una relación del Capital consigo mismo en sus diferentes figuras y momentos. Esto quiere decir que la sociedad está dominada en su funcionamiento y en sus relaciones esenciales por el formalismo del valor y del Capital, y que la socialidad es la circularidad del Capital. Marx también dice que el trabajo objetivado está dotado de una alma por el trabajo vivo, pero se constituye como una potencia extraña frente a este último. La capacidad de trabajo aparece sin sustancia frente a una realidad que no le pertenece: su proceso de efectuación es a la vez proceso de su desrealización (Grundrisse, p. 358).

De igual manera, con respecto la fuerza productiva general de los capitales, la habilidad y la inteligencia de los trabajadores tienen poco peso, tal como lo señala Marx. Es en las máquinas y el maquinismo, es decir, en la utilización capitalista de la tecnología, donde se cristaliza el saber socialmente apreciado y el saber hacer. La acumulación del saber y las fuerzas productivas del cerebro social se vuelven propiedades del capital (cf. Grundrisse, p. 586). En el sentido fuerte del término, la realidad es establecida por el Capital, es, de alguna manera, el resultado de su ser-ahí (Dasein) (Grundrisse, p. 364). Las formas de la valorización en su movimiento (mercancía, dinero, precio, competencia, capital, salario) se afirman en consecuencia como los elementos formadores de formas de vida para los individuos y los grupos. Las relaciones cotidianas se encuentran bajo el signo de los intercambios mercantiles monetarizados, bajo el signo de los intercambios entre los múltiples capitales y el Capital en general. Los ritmos de vida van marcados por los ritmos del trabajo, el horizonte vital está delimitado por lo que se puede esperar en la competencia y del dinero del que se dispone. En la circulación de mercancías y capitales, los individuos son abstractamente iguales, en cuanto cambistas de valores, pero por lo mismo también son indiferentes entre sí. Son libres en los intercambios (de acuerdo a sus medios monetarios). La independencia personal no puede jugar más que en los espacios abiertos por la serie de dependencias objetivas a las cuales todos están sometidos. Evidentemente, ello no excluye que haya resistencias a este formalismo nivelador de la valorización. Podríamos incluso decir que Marx lo considera inevitable, dado que el capital, dejado a su suerte, libera fuerzas terriblemente destructivas. De este modo, hay resistencias contra la extensión del tiempo de trabajo, contra su intensificación, contra el estancamiento de los salarios, etc., en la esfera de la producción. Se pueden incluso descubrir nichos de resistencia en la vida privada, especialmente en las relaciones familiares, de amistad, afectivas. Estas relaciones constituyen de hecho un gran número de medios para no dejarse llevar o hundirse por la indiferencia y la frialdad de las relaciones mercantiles. Permiten especialmente tener un mínimo de relaciones intersubjetivas y no dejarse reducir al estado de muerto viviente o al embrutecimiento (Vertierung) en lo cotidiano. Sin embargo, no hay que esconder que estas múltiples maneras de resistir son ambivalentes en la medida en la que no cuestionan directamente los movimientos y las formas de la valorización, también en la medida en que no impiden y hasta presuponen procesos de identificación con las relaciones capitalistas, con las jerarquías resultantes tanto como con las relaciones de poder. Se puede decir, pues, que las oposiciones y resistencias al Capital no escapan necesariamente a su dialéctica general de la valorización y pueden incluso actuar sobre ella como un acicate para su transformación.

Es por este motivo que en los Grundrisse Marx habla de la subsunción de los seres humanos y sus relaciones bajo la dinámica del Capital. Su actividad se inserta efectivamente en los movimientos del capital y en los campos que este estructura. Los objetos que producen o consumen son objetos formados o preformados por el capital y en cuanto sujetos son sujetos del Capital. Que sean asalariados o capitalistas poco importa, son los soportes de procesos que los superan. Su subjetividad no es, por supuesto, inexistente, pero en el momento mismo en el que intenta expresarse en el objeto y dominarlo se ve arrastrada por él hacia las finalidades del Capital. En términos hegelianos, el autodesarrollo del todo, es decir, la accesión conceptual a la objetividad en la superación del subjetivismo y de la subjetividad particularista, lo garantiza literalmente el autodesarrollo del capital. Los individuos atrapados en las redes de la valorización no pueden dar razón de lo que les adviene, de los sufrimientos que deben afrontar aceptando lo simbólico del Capital (el encantamiento de la mercancía, la acumulación demiúrgica y creadora del Capital, el tiempo completo, las fantasías de control). El pensamiento que quiere dejar atrás lo fortuito, lo contingente, no tiene al parecer otro recurso que el de seguir las vías del Capital, aquellas de la sublimación y la transfiguración, es decir, de la desrealización. Para los individuos, el reino del Capital es en consecuencia el reino de lo esquizoide, de una vida que no se vive (cf. Adorno, Minima Moralia), en la medida en que está dividida, repartida entre exigencias y experiencias incompatibles. Todos los asalariados sometidos a la explotación sufren cotidianamente la experiencia de la violencia del Capital, violencia de su incorporación en el Capital, violencia ejercida sobre sus cuerpos y mentes en la formación y el consumo productivo de su potencia de trabajo. Pero esta violencia omnipresente en las relaciones sociales es constantemente negada, reducida a límites objetivos, es decir, «economizada» y «naturalizada» según las líneas de fuga hacia una imposible normalidad. El capital agresor logra realizar la hazaña de culpabilizar al agredido, obligado generalmente a volver contra sí mismo y contra su entorno la totalidad o una parte de la violencia a la que debe enfrentarse. Al mismo tiempo, el sometido al Capital, acechado constantemente por la desvalorización (de su potencia de trabajo o de sus posesiones), debe emprender un combate por el reconocimiento social, es decir, por la valorización de sí mismo ante los ojos de los demás y ante la propia mirada. Para algunos, el fin de este combate parece ser positivo y estar coronado por el éxito, pero deja un gusto amargo porque se obtiene al precio de la automutilación, de relaciones tensas y degradando a los demás. Para la mayoría, este combate está marcado por esperanzas y ambiciones frustradas, así como por las sucesivas renuncias; es en realidad una fuente de humillaciones interminables. Acaba en la resignación, la búsqueda de sustitutos del éxito y en consuelos más o menos ilusorios. Para evacuar el sufrimiento, los individuos que no pueden ver lo que hacen ni lo que son, porque se encuentran insertos en subjetividades disociadas, deben recurrir a diferentes formas de evasión y sublimación.

Además, a pesar de la acumulación constantemente ampliada de los valores y capitales, el individuo de la sociedad capitalista ‒constata Marx en los Grundrisse (p. 448)‒ es un individuo pobre, acaso sin individualidad (individualitätslos). La sociedad, paradójicamente, no está compuesta de individuos, sino de relaciones que actúan por la intermediación de capitalistas o de trabajadores asalariados. La transformación de la sociedad implica que en lo sucesivo se termine con este estado de las cosas y aparezcan individuos universalmente desarrollados (cf. Grundrisse p. 79), en estado de actualizar sus múltiples conexiones con el mundo (naturaleza y sociedad) remplazando por su socialidad aquella del Capital y su subjetividad monstruosa. Esto quiere decir, entre otras cosas, que hay que poner fin a la sobrecodificación del Capital (el espíritu objetivo) y liberar las relaciones interindividuales y entre grupos gracias a la decodificación de los flujos y las comunicaciones de la valorización (para emplear la terminología de G. Deleuze y F. Guattari en Mil mesetas, 2002, p. 449-482). Desde este punto de vista, Marx está muy lejos de toda idea de filosofía de la praxis (en el sentido, por ejemplo, de Antonio Labriola), entendida como praxis de sujetos creando su mundo objetivo en relaciones de autotransformación y autorrealización a través de la historia (cf. Giovanni Gentile, La filosofia de Marx in «Opéré filosofiche», 1991, pp. 97-224). No acepta ni una idea de una historia acumulativa y finalizada, ni la idea de un ser humano en posesión de virtualidades que no buscan más que actualizarse. En los Grundrisse habla bastante de la autoefectuación de los individuos, pero esta autoefectación es todo lo contrario de una autoefectuación monológica, predeterminada. Se presenta como autoefectuación múltiple, como un descentramiento progresivo con respecto a la unilateralidad maníaca del Capital y como lucha contra los fenómenos de desrealización resultantes. La autoefectuación o autorrealización es tanto una socialización individuante como una individuación socializante, no surge de las profundidades de las subjetividades separadas, se apoya en nuevas prácticas sociales, ellas mismas apuntaladas por la eficacia de nuevas enunciaciones sobre la sociedad y sobre el mundo.

Sin embargo, todas estas conquistas parecen contradichas por la vuelta forzada de Hegel en los Grundrisse (referencias, giros, terminología, etc.). Como es sabido, Marx escribe en una carta a Engels del 14 de enero de 1858 que la lógica de Hegel le resultó muy útil para determinar mejor su propio método y que le gustaría en algún momento explicar todo lo que hay de racional en el método hegeliano. La carta es muy elíptica, pero las cosas se aclaran un poco más en una carta del 22 de febrero de 1858 dirigida a E. Lasalle donde Marx hace explícita su concepción de la crítica de la economía política:

El trabajo de que se trata es, en primer lugar, la Crítica de las categorías económicas, o bien, si quieres [if you like], es el sistema de la economía burguesa presentado en forma crítica. Es a la vez un cuadro del sistema y la crítica de ese sistema a través de su propia exposición (Marx-Engels, Ausgewahlte Briefe, Dietz Verlag, 1953, p. 124).

La lógica hegeliana, que es una lógica de la acción y una dinámica de la conceptualización, luego de su transposición, debe servir para desplegar la exposición crítica del sistema de las categorías económicas. Entre ella y el encadenamiento y los movimientos de la economía hay afinidades que pueden ser significativas. Dicho de otro modo, la procesualidad lógica (según Hegel) que se hace y enriquece con los contenidos (lo finito) presenta analogías con el formalismo del Capital que incorpora a los hombres y la materialidad a través de las metamorfosis de las formas del valor. La Darstellung (la exposición crítica) puede utilizar particularmente los silogismos hegelianos porque esclarecen el paso de una forma a otra y las mediaciones necesarias (cf. Stavros Tombazos, Le temps dans l’analyse économique. Les catégories du temps dans le Capital, 1994). Del mismo modo, es posible referirse a las críticas hegelianas de la representación (Vorstellung) para cuestionar las representaciones espontáneas de la economía. Además, puede resultar interesante la crítica hegeliana de la reflexión que evidencia la insuficiencia de las distancias normativas con respecto a lo dado.

La cuestión es que la Darstellung no es la especulación hegeliana, sino un contraformalismo crítico. La representación-exposición de las formas del valor no solo se ajusta al movimiento de estas formas, sino que muestras las relaciones de absorción-captura del mundo de la vida, del valor de uso y de la materialidad. También muestra que la dinámica de las transformaciones del valor y el Capital suscita incesantemente choques que requieren reajustes: la valorización (creación y realización de valor) puede entonces dar lugar a la desvalorización (Entwertung) de los capitales, de las mercancías y de la fuerza de trabajo. Las formas y su substrato humano y material, pero también las formas mismas, guardan entre sí relaciones que pueden coincidir o no según los avatares de la valorización. Esto significa que en su tarea crítica, la exposición nunca debe permanecer en la superficie, es decir, en el nivel de la realidad económica y social que hace aparecer y al mismo tiempo disimula el funcionamiento del Capital en sus aspectos contradictorios. Tiene que mostrar las distancias y los vínculos, por ejemplo, entre valores y precio, plusvalor y ganancia, explicitando las confusiones recurrentes entre formas y materialidad en el proceso de la valorización que hacen que el capital sea tomado por un conjunto de medios de producción. La exposición crítica se sitúa en una pluralidad de relaciones, eliminación de las barreras simbólicas contra las letanías monológicas del capital y el valor, lo que le permite producir nuevos conocimientos y abrir la perspectiva de una reapropiación de la inteligencia confiscada por los movimientos de la valorización. La teoría ‒lo concreto de pensamiento, para retomar la terminología marxiana de la introducción de 1857‒ ya no pretende limar las asperezas de la empiria, volverlo todo liso para hacer que sobresalgan las regularidades, desenredar lo que está enredado por las abstracciones objetivas del valor, estas formas del pensamiento cristalizadas fuera de los seres humanos e inscritas en las formas del valor. Da una nueva vida a experiencias no reglamentadas, ocultas o reprimidas. Como dice Adorno en Einleitung in die Soziologie (Frankfurt, 1993, p. 91), es una rebelión contra la empiria. Ya no busca dominar las prácticas sino liberarlas estableciendo con ellas nuevos vínculos, premisas de nuevas relaciones sociales del conocimiento.

Después de los Grundrisse, Marx se pone manos a la obra modificando en diferentes ocasiones sus planes para encontrar el modo de exposición crítica más adecuado. Las cosas, sin embargo, se demoran, no solo en razón de sus actividades en la Primera Internacional y por una salud muy frágil, sino también por las tensiones que marcan esta empresa. Marx debe al mismo tiempo abrir un campo teórico y rivalizar con los economistas en su terreno sin quedarse atrapado en él (mostrar las inconsistencias y los errores de Smith y Ricardo, por ejemplo). Necesita encontrar las herramientas teóricas para formular las leyes del movimiento del Capital y mezclar un enorme material empírico para respaldar sus posiciones. No se cansa nunca de retomar los puntos que se consideraban ya conquistados y de intentar nuevas formulaciones. La exposición crítica (Darstellung) no es, de hecho, una secuencia más o menos relajada de argumentaciones y demostraciones, es antes que nada un despliegue ordenado, lógico (la lógica del anti-Capital), de dispositivos conceptuales que desestabilizan los dispositivos conceptuales y los enunciados de la economía. En 1867, Marx logra publicar el libro I de El capital y no consigue más que el éxito de la crítica, en general fundado en errores y malentendidos. La novedad de esta crítica de la economía política es tan radical que la obra no es comprendida. La mayoría de las veces es tomada por lo que no es, un tratado de economía, y se le reprocha de buena gana un lenguaje abstruso (las dificultades del capítulo I sobre la mercancía). En general, se le atribuye al autor de El capital una concepción materialista del valor que lo refiere a una sustancia medida por el tiempo de trabajo, lo que hace desaparecer toda la complejidad de la elaboración marxiana, y particularmente lo que Marx dice de manera muy clara en el capítulo I de El capital:

En contradicción directa con la objetividad sensorialmente grosera del cuerpo de las mercancías, ni un solo átomo de sustancia natural forma parte de su objetividad en cuanto valores. De ahí que por más que se dé vuelta y se manipule una mercancía cualquiera, resultará inasequible en cuanto cosa que es valor. Si recordamos, empero, que las mercancías sólo poseen objetividad como valores en la medida en que son expresiones de la misma unidad social, del trabajo humano; que su objetividad en cuanto valores, por tanto, es de naturaleza puramente social, se comprenderá de suyo, asimismo, que dicha objetividad como valores sólo puede ponerse de manifiesto en la relación social entre diversas mercancías. (El capital, libro primero, vol. 1., 1975, p. 58).

Sobre tales bases, es evidentemente imposible dar con el alcance de la oposición entre trabajo concreto y trabajo abstracto sobre la cual Marx insiste tanto. Inevitablemente, nos vemos conducidos a no ver sino una oposición de puntos de vista o de modos de presentación de la actividad productiva cuando se trata de una oposición-escisión en el interior mismo de las actividades humanas. El trabajo abstracto y concreto no se encuentra en un espacio tiempo homogéneo. Por un lado, el trabajo concreto como trabajo útil (produciendo valores de uso) es ejecutado por individuos de carne, por cuerpos e inteligencias en acción en contacto activo con su entorno (natural y técnico). Por el otro, este trabajo vivo se concede a sí mismo al Capital en cuanto trabajo abstracto acumulado. Entra en la esfera del trabajo abstracto donde los gastos individuales son atropellados y tratados por múltiples agenciamientos: despotismo empresarial, repartición del trabajo entre diferentes ramas, escalas de cualificación, entrada de los productos de trabajo en la circulación de mercancías, combinación de fuerzas de trabajo entre sí por la intermediación de la tecnología y la ciencia aplicada. Marx subraya particularmente este último punto: la jornada laboral del asalariado es una jornada combinada, a efectos múltiples en razón de sus entrecruzamientos con otras jornadas laborales. El trabajo no pagado que se apropia el capitalismo desborda pues la fracción no pagada del gasto de trabajo del trabajador tomado aisladamente. Se sigue que si el trabajo necesario puede ser llevado por los asalariados a medios de subsistencia individualizados, no sucede lo mismo con la plusvalía o plusvalor que no puede nunca ser completamente individualizado (es cierto que hace falta, de todas maneras, individuos que la produzcan). En realidad, resulta de una confrontación permanente entre le conjunto de los agenciamientos y procesos del Capital (proceso de trabajo, proceso de producción, proceso de circulación, proceso de realización de la plusvalía) y los trabajadores aislados en sus gastos de fuerza de trabajo.

Para comprender todo esto hay que ir hasta el final de la exposición crítica (Darstellung) para permitirle ser una totalidad concreta de pensamiento deconstruyendo las generalidades abstractas del Capital. El trabajo en sus manifestaciones inmediatas, enceguecedoras, debe ser mediatizado, es decir, desarrollado en sus múltiples determinaciones para no ser fetichizado. Sin embargo, Marx debe constatar que a su alrededor se apresuran a tomar al trabajo por una realidad inmediata que no necesita ser mediatizada. Se irrita cuando ve en lo que se convierten sus elaboraciones bajo la pluma de los cuidadosos divulgadores que realizan resúmenes del libro I de El capital. Anota e intenta corregir desde la consternación el resumen o compendio de Johann Most; prohíbe, por lo demás, que su nombre aparezca bajo cualquier forma como colaborador en una reedición de este compendio. Más grave, para él, es la dirección que toman las cosas en la socialdemocracia alemana en formación. En una carta a W. Bracke en mayo de 1875, luego en las notas marginales, habla de toda la cólera que suscita en él el programa de Gotha por la unificación de los lassalleanos y los eisenachianos (Liebknecht, Bebel). Se rebela especialmente contra el culto al trabajo que ve operando en el texto. Señala que el trabajo no es el creador de todas las riquezas (si nos referimos a valores de uso) y que hay que tener en cuenta a la naturaleza. Critica también con amarga ironía la recuperación que hace el programa de la noción lassalleana de derecho del asalariado al producto del trabajo, porque esto supone borrar los aspectos sociales más esenciales del trabajo y reducir la teoría del valor a una teorización de tipo ricardiano (sin las sutilezas de Ricardo). De manera significativa, estas quejas de Marx tienen poco efecto o ninguno, y le toca resignarse y ver cómo sus críticas se guardan en un cajón por un largo periodo.

A lo largo de este periodo, Engels apoya a menudo a Marx contra las tonterías o burradas de los dirigentes socialdemócratas, para citar algunas de las palabras poco amables proferidas por el autor de El capital. Pero no podríamos hablar, a pesar de ello, de una identidad de posiciones entre ambos, al margen de la estrecha colaboración y de su profunda amistad. Engels es un segundo violín (para emplear su propia expresión) que toca su propia partitura y de una manera muy original. No repite a Marx, interpreta y adapta sus propias concepciones.

En una artículo sobre Marx publicado en 1878 en el Volkskalender de Braunschweig (cf. MEW, tome 19, Berlin Dietz Verlag, 1962, pp. 96-106), subraya lo que constituye según él los dos descubrimientos más importantes de Marx. En primer lugar, está la lucha de clases como motor de la historia que encuentra su origen en la necesidad para los seres humanos de producir y reproducir su propia vida en condiciones y modos de organización determinados. El segundo gran descubrimiento es la explicación de la relación Capital-trabajo como relación entre los capitalistas dueños de los medios de producción y de subsistencia y los proletarios que no tienen más que su fuerza de trabajo para vivir y que producen valor para los capitalistas. Este texto de divulgación muestra claramente que los dos amigos están en posiciones sensiblemente alejadas, incluso si coinciden en bastantes puntos, contra las excesivas simplificaciones de los dirigentes socialdemócratas. Al menos desde los Grundrisse, Marx ya no hace de la lucha de clases una clave de lectura de todas las sociedades y ya no funda la noción de producción social sobre la simple producción y reproducción de la vida (beber, comer, refugiarse), sino sobre la producción y la reproducción de los individuos y sus relaciones sociales (lo que evidentemente implica lo material y lo simbólico). Asimismo, podemos constatar que Engels, a propósito del segundo descubrimiento, tiende a sustituir las formas del Capital y el valor por relaciones derivadas entre capitalistas y asalariados, lo que deja de lado aspectos fundamentales del análisis marxiano.

Tras la muerte de Marx, las divergencias se hacen más profundas, incluso si Engels quiere ser el fiel ejecutor de su testamento y se entrega de lleno a la publicación de lo que se llamará libros II y III del Capital. En un texto titulado Complemento y suplemento al libro III de El capital, donde expone detenidamente su concepción del valor y su perspectiva sobre el famoso problema de la transformación de valores en precios de producción, salta inmediatamente a los ojos del lector atento que desarrolla una teoría histórico genética del valor. Comentando los textos de Werner Sombart y Conrad Schmidt, que hacen del valor un hecho lógico (Sombart) o una ficción teórica necesaria (Schmidt), afirma de manera significativa que:

Ni Sombart ni Schmidt […] toman suficientemente en cuenta que no sólo se trata aquí de un proceso puramente lógico, sino de un proceso histórico y su reflejo explicativo en el pensamiento, de la consecución lógica de sus conexiones internas (El capital, libro tercero, vol. 8, 2009, p. 1131).

Para justificar esta toma de posición es cierto que cita un pasaje ambiguo de Marx donde este escribe que

el intercambio de mercancías a sus valores o aproximadamente a sus valores requiere un estadio muy inferior al intercambio a precios de producción, para el cual es necesario determinado nivel de desarrollo capitalista (El capital, libro tercero, vol. 6, p. 224).

Pero si miramos el texto marxiano de más cerca nos damos cuenta fácilmente de que Marx1 no pretende realizar el historial de la mercancía, sino aclarar su argumentación, como hace a menudo, con razonamientos auxiliares e ilustraciones históricas. En cambio, para Engels, como lo demuestra en el prefacio del libro IV, desarrollar no es desplegar un antiformalismo crítico, ajustarse a las formas para que aparezcan las contradicciones. En un pasaje totalmente sorprendente, escribe:

resultará claro, sin duda, por qué Marx, al comienzo del primer tomo, en el cual parte de la producción mercantil simple en cuanto su supuesto histórico, para luego llegar desde esta base hasta el capital, por qué, decíamos, parte precisamente de la mercancía simple y no de una forma conceptual e históricamente secundaria, de la mercancía ya modificada de manera capitalista […] (El capital, libro tercero, vol. 6, pp. 16-17).

Aquí hay un contrasentido evidente, porque Engels ha leído en el texto de Marx algo que allí no se encuentra. En el libro primero de El capital, realmente no se habla de la producción simple, sino de la circulación mercantil simple, es decir, de un momento del despliegue de las formas de la valorización capitalista. Procediendo tal como lo hace, Engels simplemente elimina el corte entre los modos de producción precapitalistas donde la mercancía no remite al trabajo abstracto y el modo de producción capitalista donde la mercancía está intrínsecamente ligada al trabajo abstracto. Introduce la continuidad donde hay discontinuidad, lo que no deja de tener graves consecuencias. El valor se vuelve de alguna manera una prolongación natural de las actividades inmediatas de la producción sin que se pueda poner en un primer plano la cuestión de la modalidades sociales, de captación de estas actividades. El trabajo practicado en la sociedad capitalista ya no puede desmontarse, se vuelve una realidad imponente, evidente, y que en su evidencia permanece como indiscriminada y discreta2.

Todo ello explica que Engels haya subestimado el alcance de las implicaciones del problema de la transformación de valores en precios de producción. Para él, se trata esencialmente de un problema técnico donde hay que determinar y calcular las relaciones entre dos tipos de magnitudes. Sin embargo, en los textos legados por Marx se trata indiscutiblemente de un problema lógico, en el sentido en que él lo entiende, es decir, un problema de relación del Capital con sus propios componentes y determinaciones tanto como de relación con sus presupuestos materiales y humanos (cf. sobre este problema Stavros Tombazos, op. cit., y Daniel Bensaïd, Marx l’intempestif, París, 1995). No considera pues los valores como ficciones teóricas o incluso hipótesis científicas útiles, sino como determinaciones esenciales del Capital (Daseinsbestimmungen). No puede, en efecto, renovación o reproducción ampliada del Capital si no hay procesos de creación de valor (Wertschöpfung), es decir, utilización masiva de la fuerza de trabajo, es decir, de jornadas de trabajo para producir valores nuevos que implican el plustrabajo (o el plusvalor). Desde luego, la creación de valores, como nexo indestructible entre el capital y las jornadas de trabajo en su dinámica de metamorfosis en trabajo abstracto (y en plusvalor), no es visible, pero produce efectos incontenibles. Más exactamente es una mediación en acto, una diferenciación del Capital consigo mismo que se manifiesta en un primer momento como interiorización, es decir, como movimiento de incorporación. No obstante, esta explotación global del trabajo por el Capital total, para emplear los términos de Marx, no puede ser suficiente para el Capital, precisa completar la incorporación por la exteriorización, es decir, por la realización de la plusvalía y su propia realización. El plusvalor o plusvalía, producida socialmente, es, por estos movimientos, repartida proporcionalmente a los capitales implicados (capital constante más capital variable). En este nivel, que es el de la apariencia o los fenómenos por oposición al de la esencia (la Wertschöpfung), dice Marx que

El valor de las mercancías ya sólo se manifiesta directamente en la influencia de la fluctuante fuerza productiva del trabajo sobre la baja y el alza de los precios de producción, sobre su movimiento, y no sobre sus últimos límites. (El capital, libro tercero, vol. 8, p. 1054).

En el proceso de transformación y en el punto en el que culmina, el Capital termina por hacer que se olvide de dónde viene y de dónde saca su fuerza. Parece no confrontarse ya más que con problemas de distribución entre factores de producción; Marx escribe sobre este asunto:

los componentes de valor de la mercancía se enfrentan unos a otros como réditos autónomos que en cuanto tales están referidos a tres fuerzas operantes en la producción totalmente diferentes entre sí — el trabajo, el capital y la tierra— y que, por ende, parecen brotar de éstas. La propiedad de la fuerza de trabajo, del capital y de la tierra es la causa que hace que esos diferentes componentes de valor de las mercancías recaigan en esos respectivos propietarios y, por ende, los transforma en réditos para ellos. Pero el valor no surge de una transformación en rédito, sino que debe existir antes de que pueda transformarse en rédito y asumir esa figura. La apariencia inversa se consolida con tanto mayor necesidad, por cuanto la determinación de la magnitud relativa de esas tres partes obedece a leyes heterogéneas entre sí, cuya conexión con el valor de las mercancías mismas y cuya limitación por dicho valor en modo alguno se muestra en la superficie (El capital, libro tercero, vol. 8, p. 1101).

La bulimia del Capital puede de esta forma disimularse detrás de la competencia entre los réditos, es decir, detrás de lo que Marx llama relaciones de distribución, ocultando simultáneamente las relaciones de producción. Por este motivo, en razón de esta intermitencia, hay apariencias a nivel del modo de aparición triple de los réditos y triplicidad de los procesos de fetichización, es decir, luego del fetichismo de la mercancía y el del trabajo (confundido con sus aspectos inmediatos), el fetichismo del modo de adquisición de los réditos. Las categorías económicas tal como se presentan a los agentes de la sociedad capitalistas son las de la superficie o del modo de aparición: proveen explicación como trampantojos que no ofrecen los medios para ubicarse realmente en la dramaturgia del capital. En su producción y reproducción de las categorías económicas, el capital no puede más que suscitar lo inexplicable y lo irracional por estas máscaras de carácter en las que son transformados los seres humanos.

Esto vale para los capitalistas, pero también para los trabajadores asalariados, porque el salario en su modo de aparición como precio del trabajo, como dice Marx (cf. El capital, libro tercero, vol. 8, p. p. 1048), no es más que una expresión irracional del valor de la fuerza de trabajo. Apoyarse en el trabajo bajo su forma inmediata y en el salario tomado como precio del trabajo en cuanto elementos de orientación para la construcción de organizaciones de explotados es, en consecuencia, integrarse nolens volens en la reproducción de las relaciones sociales. En función de sus propios errores teóricos, es esto lo que Engels no llega a percibir con claridad, y lo que lo lleva a subestimar el peligro que pesa sobre las organizaciones del proletariado de estancarse en el orden capitalista. No comprende demasiado las relaciones dubitativas, interrogativas e inquietas que Marx guarda con el movimiento obrero. Consejero y censor a menudo escuchado de la socialdemocracia, no le otorga más que un limitado crédito a los ataque de Marx contra las nociones de «Estado libre» o de «Estado popular» que propaga la socialdemocracia alemana. Sería injusto, sin duda, acusarlo de estatolatría, pero está muy alejado de las reflexiones críticas de Marx sobre el estatismo, sobre los vínculos que puede haber con el fetichismo del trabajo y el igualitarismo abstracto. En El origen de la familia, de la propiedad privada como en el Estado como en El anti-Dühring no encontramos el desarrollo de análisis sobre la inclusión de mecanismos estatistas y políticos en la reproducción ampliada del Capital. En cambio, encontramos puntos de vista bastante sorprendentes sobre la crisis de la sociedad capitalista y la dinámica de la transformación social (o de la revolución social). El capital es concebido esencialmente como anarquía de la producción, como ausencia de planificación consciente de los procesos económicos. En este marco, las relaciones de producción que crean la anarquía se enfrentan a una revuelta creciente de las fuerzas productivas y más precisamente de los medios de producción. Engels llega a escribir lo siguiente en Socialismo utópico y socialismo científico: «La fuerza expansiva de los medios de producción rompe las ligaduras con que los sujeta el modo capitalista de producción». (MEW, tomo 19, p. 224).

Lo que Marx llama en el libro primero de El capital subsunción real bajo el mandato del Capital en la gran industria es entonces para Engels letra muerta, y este no teme afirma en su texto De la autoridad que no se puede suprimir la autoridad en la industria (incluyendo el autoritarismo de las mercancías) sin suprimir la propia gran industria (cf. MEW, tomo 18, p. 307). En esencia, lo que propone es sustituir por la organización proletaria la organización capitalista gracias a la toma del Estado que pasará progresivamente a la administración de las cosas, y esto sin que las relaciones de trabajo sean verdaderamente cuestionadas. Desde este punto de vista, el contraste con Marx no puede ser más evidente, dado que él, en sus notas sobre el libro de Bakunin Staatichkeit und Anarchie (Estatismo y anarquía) dice que el proletariado en el curso del periodo en el que vive para derrocar a la vieja sociedad, actúa todavía sobre la base de ésta y posteriormente pasa a formas políticas que pertenecen al pasado y en consecuencia no alcanza su constitución definitiva (cf. MEW, tome 18, p. 636).

Después de esto puede sorprender que Engels pueda, al contrario, calificar de «concepción genial del mundo» la teoría de Marx, contradiciendo sin darse cuenta todo lo que Marx intenta pensar bajo los términos de crítica de la economía o de exposición (Darstellung). Aparentemente, para Engels, la obra de Marx no está verdaderamente inacabada, no hay tensiones entre proyecto y ejecución, dudas sobre los caminos que hay que seguir para progresar hacia la crítica. Para él, está completa, porque parece proveer un marco de interpretación universal de la historia y la sociedad que es suficiente alimentar con nuevos hechos y teorizaciones secundarias para perfeccionarla y volverla más operatoria. Esta tendencia a limar las asperezas, a hacer desaparecer los problemas y las dificultades se encuentra en lo que sigue siendo uno de los grandes méritos de Engels, la edición póstuma de los libros II y III de El capital presentados como obras cuasiconcluidas. Sin embargo, los investigadores que trabajan en la nueva MEGA (Marx-Engels Gesamtausgabe) lo dicen de manera bastante cruda: no hay manuscritos cuasiterminados de El capital sino una masa considerable de textos a menudo dispares, con numerosas variantes de las que encontramos solo una parte en los libros II y III seleccionados y ordenados por Engels. En consecuencia, preparan una edición más completa de los libros II y III, pero la edición más completa posible con los manuscritos de Marx dejándoles el carácter de trabajos en curso de elaboración (véase sobre este tema el artículo de un colaborador de la nueva MEGA Rolf Hecker Zur Herausgeberschaft des Kapitals durch Engels. Resümee der Bisherigen, Edition in der MEGA in Utopie Kreativ, Berlin, novembre 1995, pp. 14-24). La exposición (Darstellung) debería retomar de esta manera todas sus características críticas y sin duda abrir nuevos horizontes para la crítica de la economía política.

Pero, sin necesidad de esperar, nada nos impide intentar de inmediato una nueva lectura de los textos innegablemente auténticos legados por Engels. Esto puede resultar particularmente interesante a propósito de las numerosas anotaciones sobre las clases sociales, especialmente en el libro III. A este respecto se puede hacer una primera constatación: en ningún sitio Marx habla de clases como sujetos actuantes o como actores colectivos que intervienen conscientemente en las relaciones sociales. Para él las clases son conjuntos de procesos y movimientos sociales que no pueden ser asimilados a entidades estables. Las clases no se reproducen nunca de manera idéntica, porque son permanentemente reestructuradas por la acumulación y circulación del capital. Los cambios en las relaciones entre capital-mercancía, capital-dinero y capital industrial desplazan, sin romper su continuidad, las relaciones entre los diferentes segmentos de la burguesía y los cambios ininterrumpidos de las maquinarias (tecnologías) imponiendo además transformaciones rápidas de los modos de gestión de la fuerza de trabajo y de su reproducción. De igual manera, la clase de los asalariados explotados (todos aquellos que producen plustrabajo) está sometida a mutaciones incesantes en su composición (jerarquía de tareas, cualificaciones, modalidades de formación, modos de inserción en el proceso de trabajo y en el proceso de producción, etc.) y se ve renovada con gran frecuencia por las migraciones y el aporte de la movilidad social (éxodo rural, por ejemplo). Por supuesto, las clases se confrontan y se enfrentan, se articulan entre sí de múltiples maneras, condicionándose en sus propias relaciones, pero hay que tener en cuenta que en estos intercambios siempre se encuentran en mediación con el capital, se transmiten los movimientos del capital al mismo tiempo que se adaptan a ellos. Además no hay, en sentido estricto, una unidad de los comportamientos dentro de las clases, porque la competencia entre los individuos y los grupos es la regla más que la excepción. Sin duda entre los explotados y los dominados hay modos espontáneos de resistencia a la explotación (contra la intensificación del trabajo, contra el aumento de su duración, contra la disminución de los ingresos, etc.) que reúnen a muchos de ellos, pero sigue siendo esporádico, intermitente y no excluye las divisiones y oposiciones sobre la manera de defenderse o de obtener el mejor precio por el trabajo.

En cuanto funcionarios del Capital, los capitalistas consiguen con mayor facilidad su unidad, porque les alcanza con plegarse a los movimientos del Capital y acompañar la presión que ejerce sobre la fuerza de trabajo para incorporarla como capital variable. Como dice Marx, ni siquiera están obligados a comprender lo que sucede, porque fundamentalmente solo tienen que vigilar los beneficios empresariales, las tasas de interés y las fluctuaciones del mercado de trabajo para determinarse. La irracionalidad de lo que sucede en la superficie de los procesos económicos no los altera excesivamente, porque esta irracionalidad no es una obstáculo para el mantenimiento y la reproducción del capital. Para los explotados, al contrario, los efectos devastadores de la dinámica del capital, su carácter a menudo ininteligible a partir de la forma salario (como precio del trabajo) en su oposición a otras formas de ingresos (ingresos del capital y renta de la tierra) crean una situación de «incertidumbre ontológica» difícil de soportar (cf. Adorno, Einleitung in die Soziologie, p. 130). Es esto lo que explica las numerosas oscilaciones entre inestabilidad y rigidez existencial: no sabemos a qué santo rezarle o, al contrario, nos aferramos a identidades y certezas forzadas. Todo esto repercute naturalmente en los modos de agregación y solidaridad y en las formas de acción colectivas. Son los individuos sacudidos por la competencia y marcados por el aislamiento frente a los dispositivos del capital los que deben actuar. En lo cotidiano, se dan a menudo los medios para ser solidarios frente a la represión patronal, la enfermedad y el accidente, pero en cuanto se trata de forjar los instrumentos para intervenir colectivamente en campos más amplios y de manera sostenida, tienen tendencia a construir organizaciones que son exteriores con respecto a ellos mismos. La mayoría de las veces buscan la seguridad contra lo que los desestabiliza y un mínimo de apoyo frente a los sentimientos de impotencia que los asaltan regularmente. Se proyectan en mitos milenaristas o en relatos sobre el fin del capital, entregan de más o menos ciegamente su confianza a figuras carismáticas y a potentes organizaciones burocratizadas a nivel político y sindical. En un contexto como este, sin duda puede existir una vida asociativa intensa (asociaciones mutualistas, culturales, clubs de ocio, etc.) que moderan en parte los efectos de la burocratización de las organizaciones de masas. Pero hay que advertir que esto no modifica de manera fundamental la relación de delegación que los explotados guardan con las organizaciones que se supone que los representan y no cambia tampoco las formas de vida dominadas por los movimientos de la valorización. Por este motivo, también a su manera, el mundo de la organización es para ellos un mundo decepcionante y y desconcertante, lo que puede conducir a muchos a la angustia y la resignación.

Es cierto que sin estas instituciones buena parte de las batallas no podrían llevarse a cabo y Marx, en sus textos contra los anarquistas, no se cansa de repetir que las mejoras conseguidas en materia de duración del trabajo y aumento de los salarios tienen efectos positivos para la vida de los trabajadores al disminuir la presión que el Capital ejerce sobre ellos. Sin luchas ni organizaciones los trabajadores asalariados estarían aún más aislados como individuos y sería nefasto adoptar una actitud de todo o nada (por ejemplo, rechazar la intervención en el ámbito de la legislación laboral). Sin embargo, esto no debe impedir que se plantee el problema de las relaciones de desconocimiento que producen las instituciones llamadas proletarias con respecto al mundo del Capital. Al defender los salarios como ingresos del trabajo, ocultan la captación y los condicionamientos de las capacidades de actividad de los asalariados en fuerza de trabajo asimilable al capital variable, ocultan de igual modo el hecho de que, detrás del trabajo inmediato como gasto de energía individual, hay una relación social tanto como trabajo combinado y colectivo. La conclusión se impone, incluso si Marx no lo dice explícitamente: la relación social de desconocimiento debe ceder el lugar a una relación social de conocimiento de los mecanismo de captación o captura del trabajo vivo por el trabajo muerto (el capital). Para ello, en primer lugar hay que hacer que aparezca la realidad de los que Marx llama el trabajador colectivo, que no se reduce a la cooperación en las empresas o los centros industriales, sino que engloba las múltiples formas de combinación de actividades y de interdependencia en la producción social. Ya no es la valorización (la Wertsetzung) lo que es objeto de un conocimiento privilegiado, sino lo que la desborda, las actividades poyéticas de los seres humanos, sus intercambios simbólicos y materiales. Pero en este nivel hay que estar alerta frente a un error: en ningún caso se trata de tomar el valor de uso, el trabajo concreto, las comunicaciones, como referentes sólidos y fiables o como puntos de apoyo ya adquiridos para la transformación social. En efecto, no pueden perder su carácter secundario con respecto al Capital más que si procedemos a la deconstrucción axiomática de este último, es decir, a la deconstrucción y desnaturalización de los principios de síntesis social y de los enunciados operatorios de la valorización que impone a los individuos de la sociedad capitalista (consúltese con respecto a este tema G. Deleuze, F. Guattari, Mil mesetas). Con este fin, lo que sucede en la superficie de las relaciones sociales debe relacionarse con las leyes del movimiento del capital. Al mismo tiempo los intercambios cognitivos entre los individuos y los grupos deben despojarse de las formas de apropiación posesiva, de acaparamiento y jerarquización que juegan a favor de la valorización particularista de los saberes. En este sentido, la producción de nuevos conocimientos es inseparable de la construcción de nuevos vínculos sociales, de nuevas temporalidades opuestas a las del Capital, para sacar a la luz lo que está reprimido y olvidado para satisfacer las exigencias del Capital. El conocimiento como nueva relación social se afirma de esta manera como superación del aislamiento, de la competencia, y sobre todo de la violencia en las relaciones interindividuales.

Si tomamos esta dirección, la lucha de clases se muestra bajo una luz diferente. Ya no es solamente la lucha contra la explotación económica y la opresión política, también es la lucha por la afirmación de los individuos asociados y sobre todo lucha por la afirmación del trabajador colectivo (o del «general intellect») contra la segunda naturaleza establecida por el Capital y especialmente contr la «naturalidad» del trabajo de vigilancia y dirección. En el capítulo XXIII del libro III de El capital Marx señala que este tipo de trabajo no está intrínsecamente ligado a la producción de plusvalía (o plusvalor) o a la reproducción del Capital y que puede ser sensible a la atracción del trabajador colectivo y llevado a fundirse con él. En este sentido escribe:

La propia producción capitalista ha hecho que el trabajo de dirección superior, totalmente separado de la propiedad del capital, ande deambulando por la calle. De ahí que se haya tornado inútil que el propio capitalista desempeñe esta tarea de dirección superior. Un director musical no tiene por qué ser, en absoluto, propietario de los instrumentos de la orquesta, ni pertenece a sus funciones como director el que tenga algo que ver con el “salario” de los músicos restantes. […] Decir que este trabajo es necesario en cuanto trabajo capitalista, en cuanto función del capitalista, no significa sino que el vulgo no puede imaginarse las formas desarrolladas en el seno del modo capitalista de producción separadas y liberadas de su carácter capitalista antagónico (El capital, libro III, vol. 7, pp. 494-495).

Esta lucha por despojar al capital de las potencias sociales e intelectuales de la producción encuentra, por supuesto, un obstáculo considerable con la gran diferenciación de las funciones y tareas en la economía. Pero no es imposible de superar si oponemos a la diferenciación capitalista, que es una diferenciación jerarquizada (de privilegios y prerrogativas), una diferenciación socializante y asociativa (movilidad de funciones y tareas, renovación de las formaciones, etc.). El Marx de La crítica del programa de Gotha lo dice bastante bien: no se trata de nivelar, de alinear a todo el mundo a partir de consideraciones igualitarias abstractas, se trata, al contrario, de permitir a cada uno tener conexiones múltiples y ricas con el mundo y con los demás abriéndose al máximo posible de intercambios.

No corremos el riesgo de equivocarnos si afirmamos que Marx tenía en vista una suerte de proceso de exposición (Darstellung) práctica donde los individuos se apoyan mutuamente (por oposición a la explotación mutua de Stirner) para sacar el mejor partido de las situaciones o acontecimientos y salir de sí mismos. Esto pone en relieve hasta qué punto la cuestión de las formas de acción y las formas de organización se vuelven decisivas. Sobre este punto, Marx no es muy hablador, pero podemos darnos cuentas fácilmente de que está muy lejos de aquellos que han teorizado sobre las formas de acción y organización del movimiento obrero en la época de la II y III Internacional. A título de ejemplo, podemos tomar al Lukács de Historia y conciencia de clase y sus «Observaciones metodológicas sobre la cuestión de la organización». Lukács en este texto denuncia de manera muy eficaz las concepciones organicistas de la organización, es decir, las concepciones dominantes en la II Internacional, marcadas por la idea de que la evolución de la sociedad capitalista conduce al socialismo por procesos cuasinaturales (concentración y centralización del Capital). No vale la pena señalar que este economicismo optimista en realidad deja que opere la lógica del Capital y permite muchas adaptaciones oportunistas. Las formas de organización, las del partido de masas socialdemócrata en este caso, se caracterizan en el fondo por no implicar fuertes consecuencias para la acción. Precisamente, no tienen vínculos con las prácticas revolucionarias y pueden sin demasiado coste darse aires democráticos tolerando discusiones entre reformistas y revolucionarios siempre que no se sigan de efectos desestabilizadores para el aparato. A estas concepciones quietistas, Lukács opone una concepción de la organización como mediación entre teoría y práctica y como medio de hacer frente a la «crisis ideológica interior del proletariado» debida al retraso de su conciencia con respecto a las tareas revolucionarias, especialmente cuando la sociedad es sacudida en sus fundamentos (cf. Historia y conciencia de clase, 1969, p. 317). Esta mediación es el partido como figura autónoma de la conciencia de clase y como momento de la toma de conciencia del proletariado. Ahí donde se manifiestan reacciones más o menos caóticas, el partido revolucionario introduce la disciplina y empuja a la absorción de la personalidad en la praxis (cf. Historia y conciencia de clase, 1969, p. 334).

Sin embargo, hay algo ahí francamente contrario a la idea marxiana de los procesos emancipatorios con respecto a las coacciones del trabajo que se concretiza especialmente en las tendencias al desarrollo de individualidades multilaterales. Si atendemos a los textos de Marx sobre la I Internacional, vemos con claridad que no sitúa las formas de organización al amparo de una disciplina de hierro y de una depuración casi permanente. En un pasaje muy significativo de La guerra civil en Francia escribe:

La variedad de interpretaciones a que ha sido sometida la Comuna, y la variedad de intereses que le han interpretado a su favor, demuestran que era una forma política perfectamente flexible, a diferencia de las formas anteriores de gobierno, que habían sido todas fundamentalmente represivas (La Comuna de París, 2010, p. 40).

Celebra la unión y el concurso fraternal que se dan los obreros, subraya la importancia de la iniciativa social en los procesos que se produjeron bajo la Comuna, iniciativa social que debe permitir al pueblo recuperar su propia vida social. No busca imponer formas de organización y acción predeterminadas, llama, al contrario, a los deseos de una pluralidad de formas de organización, complementarias y evolutivas, es decir, que se transforman a medida que los procesos emancipatorios se profundizan y liberan el trabajo, «condición fundamental y natural de toda vida individual y social» (La guerre civile en France, 1972, p. 73). Ciertamente es difícil ver en estas indicaciones una teorización elaborada de las formas de acción y organización, y a fortiori de las formas políticas. Hay que reconocer, además, que los textos de Marx sobre el Estado, la burocracia, la dictadura del proletariado, etc., saben a poco. Pero debemos apuntar a su favor la obstinación con la que ha sido fiel hasta el final a la exposición crítica (Darstellung), lo que hace que quede mucho por descubrir y que sea de una actualidad que no se debilita. 

Bibliografía

T.W. Adorno (1993), Einleitung in die Soziologie, Suhrkamp verlag, Frankfurt/Main.
T.W. Adorno (1995), Kants Kritik der reinen Vernunft, Suhrkamp verlag, Frankfurt/Main.
D. Bensaîd (1995), Marx l’intempestif, Fayard, Paris.
G. Deleuze, F. Guattari (1980), Mille Plateaux, Editions de Minuit, Paris.
K. Marx (1953), Grundrisse der Kritik der politischen oekonomie, Dietz verlag, Berlin.
K. Marx (1953), Ausgewählilte Briefe, Dietz verlag, Berlin.
K. Marx (1972), La guerre civile en France, Editions en langues étrangères, Pékin.
K. Marx (1976), Le Capital, Livres I, II, III, Editions sociales, Paris. [Para la traducción recurrimos a las ediciones de El capital de Siglo XXI de 1975 para el libro primero y la del 2009 para el libro tercero].
S. Tombazos (1994), Le temps dans l’analyse économique. Les catégories du temps dans le capital, Cahiers des saisons, Paris.

Fuente: Jean-Marie Vincent, «Marx l’obstiné», en M. Vakaloulis et J.-M. Vincent (dir.), Marx après les marxismes, tome 1, París: L’harmattan, 1997, pp. 9-45.

Se encuentra en línea en http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article134

1Sin embargo, de manera totalmente unívoca Marx escribe en el libro primero de El capital: «Tan sólo entonces, cuando el trabajo asalariado constituye su base, la producción de mercancías se impone forzosamente a la sociedad en su conjunto, y es también en ese momento cuando despliega todas sus potencias ocultas. Decir que la interferencia del trabajo asalariado falsea la producción de mercancías es como decir que la producción de mercancías no se debe desarrollar si quiere mantener su autenticidad» (p. 725)

2Los autores de Para leer El capital percibieron adecuadamente las diferencias entre Marx y Engels y subrayan el historicismo de este último. Sin embargo, no trataron el problema del trabajo abstracto en todas sus dimensiones (abordado especialmente por Louis Althusser). Esto los conduce a concebir el proceso de trabajo y el proceso de producción esencialmente como procesos materiales y no como procesos de valorización. Se puede considerar que este impasse se debe a una concepción demasiado estrecha de lo concreto pensado (simple resultado de la producción de conocimientos), mientras que para Marx es producción intelectual opuesta a lo abstracto pensado (el pensamiento puro) adherido a las formas de pensamiento objetivas (parte de las abstracciones reales). Lo concreto pensado participa en la exposición crítica.

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Capital y tecnociencia (Jean-Marie Vincent, 1990)

En su libro Die Wissenschaftsgesellschaft (La sociedad científica)1, Rolf Kreibich, uno de los mejores conocedores de la cientifización de los procesos económicos y sociales actuales, afirma que las sociedades contemporáneas se encuentran dominadas por la ciencia como fuerza productiva directa. Esto significa, según él, que la economía obedece a una lógica de la valorización de la ciencia y de la tecnología y que la sociedad está, por consiguiente, dominada por el paradigma «Ciencia-Tecnología-Aplicaciones a escala industrial». Entre la investigación científica, la puesta en marcha tecnológica y la transformación de los métodos productivos, ya no hay solución de continuidad, sino al contrario, aparecen procesos continuos e integrados de puesta en valor de los conocimientos científicos, cuasi-simultaneidad de la producción de conocimientos y las aplicaciones tecnológicas y productivas bajo el signo de la innovación. La producción de conocimientos se ha vuelto una industria que se extiende a todos los ámbitos de la producción material y se convierte, de alguna manera, en una producción científica de saberes y habilidades y en una tecnología operante del desarrollo científico. La ciencia ya no es una reserva de la economía y la sociedad, se dinamiza cada vez más y se vuelve uno de los mecanismo fundamentales de la reproducción ampliada de las relaciones económicas y sociales. Para Rolf Kreibich, no hay ninguna duda de que el factor de producción «Ciencia-tecnología» tiene a adquirir una importancia creciente con respecto al factor de producción Capital y sobre todo con respecto al factor de producción Trabajo. La sociedad científica, que se vale cada vez más de sistemas productivos complejos, donde la parte de la inteligencia artificial es creciente (por ejemplo, con los sistemas expertos), necesita cada vez menos trabajo vivo. Todo sucede como si el único obstáculo para la ciencia, que se reproduce de manera ampliada (siguiendo un crecimiento exponencial), y para la tecnología, que se autoalimenta, se redujese al factor de producción «Naturaleza», como un recurso limitado y desagradable.

Para R. Kreibich, hoy en día el verdadero poder reside en el control y la conducción de la producción de conocimientos y tecnología. Como ya lo predijo R. Bacon, el saber es poder, pero un poder que no se puede ejercer sin la condición de someterse a una dinámica más fuerte que él: la autovalorización de la ciencia a través de una competencia que engloba ‒directa o indirectamente‒ la totalidad del planeta. De manera significativa, el despliegue de la producción científica está en casi todos los casos inextricablemente ligado a complejos industriales-militares que se han vuelto fines en sí mismos. La sociedad científica no está dotada de capacidades reflexivas, no es capaz de observarse a sí misma, porque obedece a automatismos que la trascienden. Para los seres humanos que la componen, el paradigma «Ciencia-Tecnología-Industria científica» es un mito del que no se pueden separar y al que sucumben creyendo que se sacrifican a la más alta racionalidad. Es cierto que en las circunstancias actuales son pocos los que creen todavía que el progreso de la ciencia y la tecnología es sinónimo de progreso en general, pero abundan los que están convencidos de que el avance de la ciencia es inevitable e irreversible. La innovación (científica y tecnológica), cuando es considerada en cuanto innovación puntual, puede ser definida como una transformación planificada y controlada de un sistema de relaciones funcionales con el fin de realizar las posibilidades hasta el momento no actualizadas. Pero no es el caso cuando nos situamos en una perspectiva global, es decir, frente al conjunto de innovaciones acumuladas: dirección y orientación son del ámbito de lo imprevisible. Así es que Rolf Kreibich no se siente autorizado para hacer una apología de la «sociedad científica» de la que intenta plantear la anatomía. Como tantos otros, no excluye que se produzcan catástrofes mayores en un futuro más o menos cercano (catástrofes ecológicas, destrucciones masivas como consecuencias de diferentes conflictos, etc.). En este sentido, no está tan alejado de Heidegger como podríamos pensar, que afirmaba que solo un dios podía salvarnos y devolver a la humanidad cierto control sobre su destino. La humanidad se dirige hacia problemas muy graves, hay que esperar que sepa reponerse tras ciertas catástrofes.

Sin embargo, este fatalismo puede ser cuestionado si el análisis se lleva más lejos. En primer lugar, podemos señalar que el factor de producción «trabajo» no describe la regresión que diagnostica Rolf Kreibich. Es cierto que el trabajo industrial clásico se encuentra en un retroceso considerable, pero el trabajo intelectual dependiente (resultado de la complejización de la división intelectual del trabajo) se halla en constante progresión. Dicho de otro modo, el trabajo vivo ha entrado en un periodo de profundas mutaciones que lo despojan de la relativa homogeneidad que parecía haber adquirido en los años cincuenta y sesenta. El trabajo se presenta de hecho como una realidad fragmentada en múltiples tipos de trabajos: el trabajo innovador de los centros de investigación, el trabajo de vigilancia y de mantenimiento en las fábricas automatizadas, el teletrabajo, el trabajo al servicio del trabajo de oficina, los servicios, etc. Hay trabajo permanente, trabajo temporal, trabajo garantizado, trabajo precario, y cada día aparecen nuevas modalidades de inserción (completa o parcial) en la producción. El trabajo fragmentado es también un trabajo desestabilizado que no tiene los mismos efectos de socialización y sociabilidad que hace unas décadas. En el mismo marco forma del asalariado, hay pocos puntos en común entre aquellos que trabajan en los sectores de la tecnología avanzada y los que trabajan en la restauración rápida y a bajos precios. Pero tanto unos como otros no pueden saber con certeza si en un momento tendrán que cambiar de ocupación. Por este motivo, es preciso contar con una fuerte dosis de optimismo o de ceguera para afirmar que un nuevo artesanado está naciendo en los sectores más dinámicos de la producción. Podemos constatar sin lugar a dudas que el nivel de conocimientos exigidos tiende a ser cada vez más alto y que el reciclaje y las reconversiones se vuelven cada vez más frecuentes, pero esta relación más dinámica con los procesos de aprendizaje y la transmisión de conocimientos no implica en absoluto que los asalariados se vuelvan poseedores de su oficio y cualificación. Solo aquellos que ejercen funciones de autoridad en la producción científica como en la producción de bienes y servicios escapan a las formas renovadas de dependencia y sumisión a los procesos altamente diferenciados de la producción social.

El sistema económico dinamizado por la ciencia ya no asegura, de hecho, el pleno empleo como lo hizo a lo largo del periodo de los «Treinta Gloriosos», pero no por ello está menos sediento de trabajo vivo. Necesita sin cesar nuevas cualidades del trabajo para relanzar la acumulación sobre nuevas bases técnicas, renovando al mismo tiempo la fuerza de trabajo de los sectores más rutinarios pero indispensables. Si intentamos abordar la realidad más de cerca, no nos equivocaremos al afirmar que la producción dominada por la ciencia se encuentra atravesada al mismo tiempo por inmensos procesos de inclusión y exclusión que se cruzan y contradicen; la escasez de ciertas fuerzas de trabajo puede coexistir con la sobrebundancia de otras (con un paro creciente para ciertas categorías de trabajadores). Nos confrontamos, pues, a una situación donde el trabajo aparece como escaso y superfluo a la vez, es decir, como una realidad tan necesaria como contingente, tan visible como escurridiza. Si tenemos en cuenta las tendencias a la reducción del tiempo de trabajo para una gran parte de de los asalariados, no resulta sorprendente que el trabajo ya no juegue el mismo rol conductor para la vida de los individuos y deje la vía libre para muchos interrogantes sobre el sentido de la vida. El trabajo, en este sentido, sigue siendo una realidad muy adherente, pero no está tan claro para los que tienen que practicarlo. Se vuelve una realidad desde muchos aspectos problemática para quienes no ejercen funciones de dirección y deben asumirlo como algo que les resulta más o menos exterior. Ya no es la objetivación esencial de una vida, cristalizada en una actividad en la que los individuos se encuentran y reencuentran, sino un conjunto de momentos entre otros, y no necesariamente los más significativos desde el punto de vista de lo vivido.

Podemos preguntarnos por qué el factor trabajo ‒para retomar la terminología utilizada por Rolf Kreibich‒ acepta esta situación de desestabilización permanente y de sumisión a los procesos de cientifización que, a fin de cuentas, dependen de las capacidades intelectuales de aquellos que los ponen en marcha. La respuesta de Rolf Kreibich, un poco corta, es la insistencia en la mistificación de la ciencia, un poco en la línea de la «Dialéctica de la razón» de Horkheimer y Adorno que diagnosticaba la inversión de la racionalidad en mito. Pero tal mistificación es posible solo si la ciencia se deshace de toda capacidad crítica o autocrítica, es decir, si acepta subordinarse a otra cosa que a la búsqueda desinteresada de conocimientos. Dicho de otro modo, es preciso que la ciencia se haga esencialmente operatoria y pueda ser condicionada desde el exterior por objetivos de control de los procesos naturales en vista de volverlos productivos, es decir, la ciencia se convierte esencialmente en tecnociencia2. Como ya decía Jacques Ellul en 19543, la ciencia está sometida a la técnica, pero una técnica que no es simplemente instrumentalización, sino instrumentalización para una valorización (Verwetung), como lo admite Rolf Kreibich. Sin embargo, esta puesta en valor no asimilarse únicamente a la utilización óptima de los medios y recursos en juego, porque implica la remuneración de capitales que se ven ellos mismos profundamente transformados con respecto a lo que eran hace unas décadas. La parte más decisiva del capital fijo es ahora lo que podemos llamar capital cognitivo-informacional, es decir, un capital de una muy alta tecnicidad que destruye e innova con una gran rapidez y no conoce prácticamente ninguna frontera a escala planetaria. Localización y deslocalización de sitios de producción parecen pertenecer a un único movimiento y vuelven caducas las perspectivas habitualmente admitidas de las empresas como realidades fijas, delimitadas a su entorno de una vez y para siempre. El capital dinero mismo ha acelerado considerablemente sus mutaciones en este contexto, pasando muy rápido de un conglomerado a otro, de una plaza financiera a otra, multiplicando los ataques devastadores entre los competidores, ayudado por la flotación casi generalizada de las monedas y las políticas monetaristas practicadas en numerosos países del mundo. Los Estados nacionales participan en este baile, en este movimiento crítico que subordina todo particularismo, toda especificidad para transformarla a la medida del Capital, desestabilizando la totalidad de relaciones económicas y sociales. Nos encontramos muy lejos de lo que Marx llamaba empleo o uso capitalista de las máquinas. El reino de la técnica se ha vuelto una cosa mucho más extendida y profunda, de hecho es un conjunto de procesos complejos de codificación, de inscripción en el contexto económico, social y de materialización de los diferentes movimientos y fases de la acumulación del Capital.

Esta imponente presencia de la técnica (y de la tecnociencia), que desborda por mucho los proceso productivos propiamente dichos, hace que la sociedad entre en una nueva fase de subsunción real bajo el capital. A este último, no le hacen falta solo las potencias intelectuales y sociales de la producción material, requiere también el control de los procesos de producción y transmisión de conocimientos. Es cierto que el Capital no controla directamente todos los centros de investigación, todos los sistemas de formación, pero puede operar sobre muchos mecanismos de efectos indirectos, particularmente sobre la mercantilización y la valorización de los conocimientos y las tecnologías. Hay que vender los conocimientos, rentabilizar las formaciones, es decir, respetar las restricciones dictadas por el capital cognitivo-informacional. Las técnicas deben ser operatorias no solo desde el punto de vista de su efectividad material o informacional, sino también desde el punto de vista de sus efectos sobre la reproducción ampliada del capital y las relaciones de valorización. La producción y la transmisión de conocimientos tienden también a volverse ateóricas, es decir, dejan de plantearse preguntas sobre sí mismas y sobre lo que hacen. Es esto lo que le da su automaticidad y su no reflexividad al desarrollo científico y a la proliferación de técnicas. Pero hay que agregar que el carácter aparentemente irresistible de la cientifización-valorización de la sociedad tiene mucho más que ver con las nuevas formas de valorización de los individuos en nuestros días. La venta de la fuerza de trabajo es ahora un proceso mucho más complejo que hace cincuenta o sesenta años: es menos espontánea y «natural». En primer lugar, la constitución de la fuerza de trabajo exige muchas más prestaciones (extensión tendencial de la escolarización, complejización de los sistemas de formación, búsqueda de carreras consideradas personalizadas, que se extienden por periodos mucho más largos), es decir, una implicación personal mucho más preparada y de manera sistemática. Las formas inmediatas de la valorización de la fuerza de trabajo (entrevistas, contratación, etc.) se encuentran ampliamente condicionadas por las estrategias de utilización razonada de las posibilidades de formación inicial y continua o de diferentes fórmulas de reconversión. La valorización se convierte en una suerte de preocupación permanente, una serie de preguntas sobre las capacidades de venderse. El trabajo desestabilizado, con respecto al cual los individuos se distancian, puede presentarse como un momento necesario, como un momento de éxito en la carrera de obstáculos para no pasar a formar parte de los rechazados de la sociedad dual.

El aumento del tiempo libre permite, evidentemente, distanciarse de la vivencia del trabajo y descentrarse con respecto a él, pero esto no significa necesariamente el rechazo de la valorización como proceso social de la relación con el mundo. El individuo que vende su fuerza de trabajo se valoriza también consumiendo; busca justificarse frente a sí mismo poblando su mundo personal de objetos sociales gratificantes, luchando contra sus propios sentimientos de impotencia y haciendo intervenir el sentimiento de poder que confieren ciertos productos del mundo de la mercancía. Se deja más fácilmente llevar por los espejismos de las mercancías en la medida en que el combate por venderse lo aísla de los demás. Intenta alimentar su individualidad problemática con la riqueza caleidoscópica del consumo e intenta reencontrar una socialidad que se le escapa sumergiéndose en los flujos de los sustitutos mediáticos de la comunicación. Las palabras e imágenes electrónicas, que en realidad no necesitan ni locutores ni interlocutores en el sentido fuerte del término, están ahí para servir de prótesis para una vida que se vive demasiado poco. Los propios valores culturales se vuelven mercancías, destinadas a crear panteones artificiales, donde las figuras se sustituyen con facilidad entre sí en función de la oferta y la demanda. El desencantamiento del mundo va mucho más allá del politeísmo de los valores descrito por Max Weber, se vuelve circulación ridícula de valores degradados y triunfo del valor que se valoriza. En consecuencia, cada uno corre el riesgo de no tener más que relaciones pobres con el entorno y con los demás, a pesar de la multiplicación de conexiones formales con el mundo, la diversidad de horizontes realizables y la variedad de ritmos temporales. Paradójicamente, la multilateralidad puede volverse atrofiante y vincularse con una verdadera restricción de la experiencia y las prácticas. Los individuos o los grupos humanos que se dejan arrastrar por la tecnicización de lo cotidiano y sus aspectos laberínticos pierden ampliamente la capacidad de producir sentido. Como consecuencia, son conducidos a consumir los sustitutos de sentido que producen los dispositivos mediáticos y a investir de sentido a los objetos y procesos técnicos que se ponen a sus disposición.

Cierta forma de clausura del tiempo libre y de la vida cotidiana viene a sumar sus efectos a aquellos del cierre del trabajo que se valoriza. Las subsunción real bajo las técnicas valorizadas por el capital puede en este sentido llamarse subsunción hiperreal, porque crea una suerte de realidad segunda que desrealiza la primera (las relaciones efectivas con el mundo y la sociedad). Todo parece suceder como si el conjunto de procedimientos y dispositivos técnicos (desde lo energético a lo informacional) fascinase y fijase los espíritus. Incluso aquellos que quieren resistir a la potencia sugestiva del complejo mundo de la técnica ceden a menudo a la tentación de la denuncia virtuosa o al desprecio altivo. Insisten en el atentado de la técnica contra el simbolismo humano y en que es radicalmente extraña al lenguaje natural, dado que está hecha de operacionalización y formalización. Pero, al no superar esta constatación, sin adentrarse en la relación entre el mundo vivido y el sistema técnico, es decir, sin querer saber cómo en la simbiosis hombre/medio técnico las relaciones de poder se articulan en la dominación tecnológica, convierten la dominación tecnológica en inasignable, para retomar un término de Gilbert Hottois. Renunciando a pensar hasta el final el entrelazamiento de lo humano y lo técnico, se exponen de hecho a sufrir, sin saberlo, la influencia de lo que condenan e ignoran al mismo tiempo. No pueden en particular pensar el lugar de lo teórico en la sociedad actual, es decir, las diferentes formas de su relegación a los márgenes dejados libres por la tecnociencia, ni el lugar que ocupan en la división del trabajo intelectual, partiendo de la división del trabajo social. Ciertas corrientes posmodernas son bastante características de estas renuncias y se creen inmunes contra las ilusiones del pensamiento cautivo por haber abandonado las teodiceas laicas y los grandes relatos mitológicos. A su pensamiento se le da bien dar vueltas y hacerse el espontáneo para ir saltando, con mayor o menor intensidad, de una exhortación a otra, pero obedece a un peso que no reconoce. Más grave resulta, sin duda, el caso de estos liberales demócratas de nueva factura que creen que es posible abstraerse de la muy delimitada circulación de poder, de su cristalización en un polo de la sociedad, cuando se proclama el apego a la democracia. La política no puede entonces ser una empresa colectiva que se interesa por las relaciones de poder concretas, por los procesos de sumisión de los grupos e individuos al mando social del Capital mediatizado por la «objetividad» de las técnicas. Basta con que haya pluralismo, este pluralismo que la confrontación de las mercancías produce sin grandes costes.

¿Pero el mundo y la sociedad son realmente unidimensionales? El derrumbe de los regímenes del «socialismo real» y el triunfo aparentemente total del capitalismo llevan a creerlo e invitan a aferrarse a la promesa desesperada de que un despertar súbito de las conciencias vendrá un día a desgarrar el velo tecnológico que todo lo oscurece. En realidad, el sistema en apariencia cerrado del capitalismo tecnificado produce constantemente nuevos desequilibrios, sacude las situaciones establecidas y, sobre todo, no llega a estabilizar la simbiosis seres humanos/sistemas técnicos. Hay que reconocer, es cierto, que los sistemas técnicos y los conjuntos tecnológicos se presentan como un haz organizado de dificultades para los seres humanos que los integran. Pero eso no nos da derecho a sacar la conclusión de que los procesos técnicos pertenecen a lo inhumano o a lo ahumano y que son completamente autosuficientes desde el punto de vista de sus «modus operandi». Como demostró hace años Gilbert Simondon4, los sistemas técnicos no pueden funcionar de manera regular y permanente si no son sostenidos por un «medio asociado», es decir, por un conjunto humano que desarrolla competencias cognitivas y prácticas capaces de anticipar los problemas que pueden surgir. Los seres humanos en el trabajo en cuanto intelectualidad compleja en acción no están jamás totalmente incorporados a los procesos técnicos que han puesto en marcha, pero pueden pensarlos colectivamente, incluso si no son capaces de hacerlo individualmente. Está claro, el «medio asociado» no es necesariamente un medio estructurado democráticamente, listo par a la confrontación acerca del lugar que ocupan unos y otros con respecto al sistema técnico, y sobre todo sobre la posición que el medio asociado y el sistema técnico han de tener uno con respecto al otro. Sin embargo, lo que podemos constatar es que el progreso técnico acelerado de estos últimos años replantea a una gran velocidad tanto a los medios asociados como a los medios técnicos, es decir, las relaciones de poder y de procedimientos de acumulación (un recurso a las técnicas particularmente valorizante). El cierre de los sistema integrados de producción es continuamente negado en la práctica, tanto por la desestabilización de la técnica como por los seres humanos. Ahora bien, no está del todo claro que la vida fuera del trabajo tenga un efecto anestesiante en todo sentido y circunstancias, de una manera que pueda compensar los efectos desconcertantes del progreso técnico. Para que sea así, habría que admitir que la relación con los objetos sociales y las seudocomunicaciones redundantes producidas por las industrias culturales desestructuran definitivamente la temporalidad5 de la mayoría de los individuos, es decir, que imposibilitan una relación crítica fecunda con el pasado, destruyendo el presente entregándolo a las imposiciones de la repetición y volviendo casi imposible un cambio de horizonte. Sin embargo, podemos constatar que las perspectivas temporales no desaparecen del campo social, incluso si los proyectos aparecen con mayor dificultad y la comunicación interindividual debe vencer numerosos obstáculos (los malentendidos, las reticencias a exponerse, el rechazo al reconocimiento, etc.) más allá de los dispositivos de separación que constituyen los mercados y la competencia. Es que, en efecto, en una fase en la que las antiguas certezas e identidades son cuestionadas por el avance de la tecnociencia y la revolución de la informática industrial, muchos individuos intentan construir nuevas identidades sin rigidez y abiertas dialogando con los demás para reencontrar un verdadero pasado, un presente que no esté unilateralmente orientado hacia su propia reproducción ampliada y un futuro que no sea solo el de los sistemas técnicos. En consecuencia, desarrollan una actividad teórica que puede permitir experiencias comunes y comprometerse en la vía de la acción colectiva, de una acción colectiva que pueda integrar las tentativas de construcción subjetiva, sus convergencias dialógicas en el nivel de lo cotidiano, su reunión desde perspectivas reorganizadoras de la socialidad (oponiéndose a los dispositivos de separación y clausura) y de los poderes que actúan en la sociedad. La aparición de tales formas de acción colectiva (que se perciben en germen en la coordinación de estos últimos años) podría ciertamente afectar a los medios asociados, las formas de organización del trabajo y las relaciones humanos-automatismos que presiden los cambios tecnológicos en las empresas6.

Estas consideraciones son importantes, porque invitan a replantear el problema de aquellos que trabajan en los complejos científicos y técnicos o que participan en el avance de la tecnociencia llevando su dinámica a un nivel superior. De manera aislada son cada vez más impotentes frente a los procesos que programan o asisten. Sin embargo, en cuanto tenemos en cuenta que son partes interesadas con respecto a unas relaciones altamente diferenciadas pero complementarias que exigen un muy alto grado de cooperación e integración, nos damos cuenta de que las tecnoestructuras no los despojan de todo poder sobre la marcha de las cosas. La era del intelectual total susceptible de dominar el saber de su tiempo, por supuesto, es parte del pasado, pero existe virtualmente un intelectual colectivo, que sobrepasa la simple suma de los intelectuales parcelarios. Cada vez más los lugares de producción del conocimiento están sometidos directa o indirectamente (por la intermediación del Estado) al control del capital, se trate de los centros de investigación o las universidades, pero al mismo tiempo los científicos producen siempre un excedente de conocimientos, es decir, de conocimientos que no son valorizables porque interrogan a la tecnociencia acerca de sus límites y su capacidad para dominar sus propios efectos. Los procedimientos para determinar las orientaciones, las restricciones que la valorización de los conocimientos aporta a la comunicación, el carácter burocrático de la organización del trabajo científico, no impiden que muchos medios intelectuales se rebelen contra las prohibiciones manifiestas o implícitas, o contra el rechazo de tomar en consideración a ciertos campos del saber. A este respecto, resulta significativo que el movimiento estudiantil de 1988 haya protestado contra el escaso y decreciente lugar reservado a las ciencias sociales en las universidades de la RFA. La teoría y las luchas en torno a los procesos de teorización no pueden desaparecer porque los desarrollos científicos son desafíos sociales y cognitivos que conciernen a cada vez más gente. Las ciencias tal como son practicadas en la actualidad no cierran el campo de lo posible, y menos aún hacen entrar a la humanidad en no se sabe qué posthistoria: ponen incesantemente al orden del día los riesgos que el desarrollo capitalista incontrolado e incontrolable hace correr al planeta.

En este fin de siglo, el capitalismo conoce en efecto una expansión que se tiene a sí misma como único fin (es decir, sus propios mecanismos de valorización) y se encuentra dominada por la rivalidad de los países del triángulo (Estados Unidos, Europa Occidental y Japón). En este contexto, los problemas de tres cuartas partes de la humanidad se vuelven secundarios. El capitalismo es próspero, pero avanza como un borracho que va dejando ruinas a su paso por África, América Latina, Asia y los olvidados del desarrollo en los países occidentales. No obstante, en su aparente éxito, muestra sus límites. A escala internacional, las relaciones de mercado se muestran cada vez más como confrontaciones estratégicas entre grandes firmas, en el marco de relaciones jerarquizadas e inestables entre espacios económicos desiguales y en vía de interpenetración. Al mismo tiempo, el nivel de cooperación e integración exigido en un número creciente de unidades económicas y en las relaciones entre muchas unidades económicas pone a la orden del día la concertación y coordinación entre los agentes colectivos de la producción. La crisis de las planificaciones nacionales autoritarias y de la división del trabajo internacional fallida de los países del Este no indican el fin de las transformaciones sociales, sino que abren nuevas vías.


Jean-Marie Vincent, «Capital et technoscience», Futur antérieur, n° 3, p. 5-16, octubre 1990. Fuente para la traducción: http://jeanmarievincent.free.fr/spip.php?article70#nb5

Traducción: Anselmo Rodríguez.

1[Suhrkamp verlag, Frankfurt/Main 1986]

2Término utilizado por Gilbert Hottois, Le signe et la technique, París, 1984.

3Jacques Ellul, La technique ou l’enjeu du siècle, París, 1954.

4Gilbert Simondon, Du mode d’existence des objets techniques, París 1969.

5A este respecto consúltese el libro colectivo dirigido por Rainer Zoll, Zerstörung und Wiederaneignung von Zeit, Frankfurt/Main 1988.

6Benjamin Coriat, L’Atelier et le Robot, París, 1990.

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